Jean Paul
Jean Paul es el seudónimo que utilizó Johann Paul Friedrich Richter (1763-1825), escritor alemán que decidió
cambiar su nombre para las publicaciones rindiendo tributo a Jean-Jacques Rousseau. Mme. de Stäel tradujo al
francés un fragmento de su novela Siebenkäs, de la que se desprende el famoso Sueño del Cristo muerto en lo alto
del edificio del mundo:
Un atardecer de verano, estaba acostado sobre la cima de una colina, sobre la que me dormí, y soñé que me despertaba en medio de la noche en un cementerio. El reloj daba las once. Todas las tumbas estaban entreabiertas, y las puertas de la iglesia, agitadas por una mano invisible, se abrían y cerraban con gran estrépito. Sobre los muros huían sombras, que no eran proyectadas por cuerpo alguno; otras sombras lívidas se elevaban por los aires, y solamente los niños reposaban todavía en sus féretros. Había en el cielo como una nube grisácea, pesada, sofocante, que un fantasma gigantesco apretaba y estrujaba en grandes pliegues. A mi alrededor, escuchaba la lejana caída de avalanchas, y bajo mis pasos la primera conmoción de un terremoto. Toda la iglesia vacilaba, y el aire se estremecía con los sonidos desgarrantes que buscaban en vano la armonía. Algunos rayos pálidos arrojaban una luz sombría. El terror me impulsó a buscar abrigo en el templo: dos basiliscos relumbrantes estaban delante de sus pórticos temibles.
Avancé entre la turba de sombras desconocidas, sobre las que estaba impreso el sello de antiguos siglos; todas giraban alrededor del altar despojado, y solamente sus pechos respiraban y se agitaban con violencia; un solo muerto, desde hacía poco enterrado en la iglesia, reposaba sobre su sudario; todavía no llevaba mortaja, y un sueño feliz hacía sonreír su rostro; pero ante la proximidad de un viviente, dejó de sonreír, abrió con un penoso esfuerzo sus párpados entumecidos; el lugar de su ojo estaba vacío, y en el del corazón sólo había una herida profunda; elevó sus manos, juntándolas para rezar; pero sus brazos se estiraron, se separaron del cuerpo, y las manos unidas cayeron a tierra.
En lo alto de la bóveda de la iglesia, estaba el cuadrante de la
eternidad; no tenía ni cifras ni agujas, pero una
mano negra hacía sus giros con lentitud, y los muertos se esforzaban por
leer la hora. Entonces descendió desde lo alto hasta el altar una
figura brillante, noble, elevada, y que arrastraba la impronta
de un dolor imperecedero; los muertos exclamaron:
–¡Oh Cristo!, ¿ya no hay más Dios?
Él respondió:
–No, no hay.
Todas las sombras empezaron a temblar con violencia, y Cristo continuó así:
–He recorrido los
mundos, me he elevado al medio de los soles, y allí tampoco estaba Dios; descendí hasta los límites últimos del
universo, miré dentro del abismo y grité: "¡Padre!, ¿dónde estás?", pero no escuché más que la lluvia que caía
gota a gota en el abismo, y la eterna tempestad, que ningún orden regía, me respondió tan solo. Elevando mis
ojos hacia la bóveda de los cielos, no encontré otra cosa que una órbita vacía, negra y sin fondo. La eternidad
reposaba sobre el caos y lo roía, y se devoraba lentamente ella misma: redoblad vuestros ruegos amargos y
desgarrantes; que los gritos agudos dispersen las sombras, porque esto es un hecho.
Las sombras desoladas se desvanecieron como el vapor blancuzco que el frío ha condensado; la iglesia quedó
pronto desierta; pero de repente, espectáculo horroroso, los niños muertos, que se habían levantado en el
cementerio, acudieron y se postraron delante de la figura majestuosa que estaba sobre el altar y dijeron:
–Jesús,
¿no tenemos padre?
Y él respondió con un torrente de lágrimas:
–Todos somos huérfanos, vosotros y yo no
tenemos ya padre.
A esas palabras, el templo y los niños se abismaron, y el edificio íntegro del mundo se
desplomó ante mí en su inmensidad.
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[Versión de Juan Carlos Sánchez Sottosanto]