domingo, 9 de abril de 2023

Picasso: "El único político español que habló de mí elogiosamente, como gloria nacional, fue el general Primo de Rivera"

ARTE Y ESTADO, 1935

 

EL "EXPEDIENTE" PICASSO



Autorretrato

 

Ernesto Giménez Caballero


    Picasso no ha ido a Roma todavía. Pero ya es bastante que haya retornado a España sin que de España le haya llamado nadie.
Una tarde del pasado verano fui a saludar a un amigo del Club Náutico donostiarra, a la hora de almorzar, cuando mis ojos se posaron en los de un comensal frontero, a quien acompañaba una señora y un muchacho.


Ése es Picasso –le dije a mi amigo.

 

No. Es un francés –respondió mi amigo, un abogado a quien este pleito plástico, planteado por mí, le dejó indiferente. No ha habla toda la comida más que en francés.


A la mañana siguiente, el joven arquitecto constructor del Náutico me llamó por teléfono, todo alborozado:


¿Sabes quién está en San Sebastián?


Sí. Picasso.


En efecto. Yo no me había equivocado. Picasso estaba en San Sebastián. En España. Y acababa de ser descubierto, al cabo, por sus compatriotas, nosotros, dos españoles.


Podrá estar usted satisfecho, Picasso –le dije aquella misma tarde, con una ironía que él me pareció agradecerla. ¡Le hemos descubierto, al fin, en España!


(Le rodeábamos a Picasso poco después más de media docena de muchachos en el mismo escenario cubista del Náutico).


Claro es –proseguí en el mismo tono que para compensarle tan gran satisfacción, sabe usted que tiene garantizada nuestra absoluta discreción nacional. Ni un teléfono de periódico se moverá por usted. Ni un fotógrafo. Ni un reporter. Ni una autoridad pública. Ni una manifestación popular…¿A que lo menos llevaba usted quince días en España sin que nadie lo supiera ni le reconociera?

Sí. Llevo ya varios días. Muchos más de los que pensé. Vine por veinticuatro horas. Y ya ve, no sólo me he quedado por muchas más, sino que es posible el que me interne España adentro. Hace diez y siete años que no la pisaba.

¿Tan atrayente encuentra nuestra tierra, esta tierra tan ingrata para usted?

Me divierto mucho, mucho más de lo que yo creí –respondió Picasso rehuyendo una respuesta a fondo y extendiendo sobre el pormenor local su mirada gozosa. Por ejemplo. He descubierto, la otra tarde, en los toros, algo que quizá ustedes mismos no lo sabían: que las monjas llevan ahora sus niñas a las corridas. Se ve que con esto de la República tienen derechos gratuitos, como si fuese una fiesta de beneficencia. Yo creo que me pasé la mitad de la corrida mirando a aquel palco de monjas. Otra cosa que también me ha chocado es ésa de la cantidad de niños perdidos en la playa, y el reclamo que hace de ellos el altavoz de la Concha. He llegado pensar si tantos niños perdidos serían casos de exhibición de sus mamás o de sus niñeras. Y luego, es formidable la descripción que de estos niños hace el radioparlante. ¡Qué señas corporales y de vestidos improvisa en el momento! ¡A qué reconocimientos estupendos deberá someter a esos niños!

Pero lo que más le habrá gustado en el fondo, Picasso, de este retorno a su pueblo, es el de pasar por él desapercibido, desconocido. Yo creo que para un temperamento fuerte y excepcional, que ha ganado una batalla dura en la fama del mundo, lejos de constituir una amargura atroz esta ignorancia del término nativo debe ser como una disciplina moral, casi religiosa. Y además, estupenda. En París, en Londres o en Berlín, tiene usted que huir de la publicidad, de los asaltos admirativos, de las invitaciones acá y allá. Mientras que aquí, puede circular libremente, alternar con todo el mundo, dejar que le tomen por un comerciante de vinos, por un relojero, por el dueño de un estanco… Y hasta por un general retirado, aquel Picasso que hizo el expediente de las Responsabilidades por la derrota marroquí de Annual.

¡Como que era mi tío!

Picasso, ¿toda la familia es de Málaga?

.

¿Y ese nombre de Picasso es italiano?

No. Era español, Picazo. Pero unos antecesores míos fueron a Italia y de allí lo trajeron desfigurado, pronunciada la z a la italiana, con la s.

¿Y por fin se celebra esa exposición suya en Madrid?

Lo dudo. Resulta que el año pasado me mandaron un representante de la República para organizar esa exposición en Madrid. Mis marchantes, los propietarios de mis cuadros, y yo mismo, hicimos en seguida la más elemental observación, suponiéndola resuelta de antemano: el seguro de las telas. “No tenemos dinero para eso –me respondió ingenuamente el delegado oficial. Pero… podríamos poner Guardia Civil por la vía del tren.” (¡Ja, ja, ja!)

Entre los que rodeábamos a Picasso –todos fascistas
estaba José Antonio Primo de Rivera.

Algún día nosotros pondremos para recibirle una Guardia Civil, pero como honor, y tras haberle asegurado su pintura –dijo José Antonio.

Picasso quedó sonriendo y subrayó:

El único político español que habló de mí elogiosamente como gloria nacional, en un artículo publicado en Norteamérica, fue su padre, el general Primo de Rivera

Guardamos un momento cierto silencio…

¿Va usted a la corrida del domingo?

No sé… Belmonte tiene ya pocas facultades.

La conversación empezó a centrarse en los toros. Picasso entendía de toros tanto como de pintura. Su epidermis francesa e internacionalista iba poco a poco pulverizándose al calor de nuestros temas. Iba apareciendo en Picasso el Pablo Ruiz de hacía diez y siete años, el castizales de café madrileño, el que pintaba “monos” para revistas bohemias que patrocinaba un mecenas vendedor de cinturones eléctricos. Pablo Ruiz Picazo, el hombre ibérico de una estirpe apasionada, aguda, barroca. Sus chistes, unos crueles, otros cargados de intención sexual, cruzaban la conversación como estocadas.

Picasso –le decía yo, ¿cuál es el libro que más le ha gustado entre los que se han escrito sobre usted?

Uno en japonés, que acaba de salir, y que no podré leer nunca –respondía con una carcajada de ironía violenta.

Picasso –le preguntaba otro, ¿por qué cree usted que Sánchez Mejías volviera a torear?

Por vergüenza

Claro, como que el torero y el artista no pueden vivir sin público, sin una masa social que los recoja, atienda, excite, y si es preciso los lance a la muerte.

Naturalmente –respondió Picasso. Nosotros hacemos las cosas para alguien. Eso del arte por el arte es una filfa

Pero el arte ¿cree usted que debe ser algo abstracto?

No; sencillo, simple, directo. Es como un puente. ¿Cuál sería el mejor puente? Pues aquél que se redujera a un hilo, a una línea, sin que le sobrara nada, que cumpliese estrictamente su función de unir dos distancias separadas.

Poco a poco, fui quedándome con el Picasso que yo había presentido y forjado.

El pasaporte lo llevamos en la cara –dijo Picasso en un momento que alguien le abordó su vivir en París y no en España.

¡Y qué pasaporte! Yo sólo recordaba unos ojos parecidos a los de Picasso: los de Mussolini. Una mirada tan cegadora, vital, deslumbrante. ¡Qué ojos esos de Picasso! Perforaban como puntas de fuego. Había que bajar persianas para mirarlos. Y encontrar pupilas para resistirlos.

Aparecía en Picasso el caso genial de una estirpe barroca y romántica como es la ibérica. Sólo Goya debió tener una mirada de ese ardor. Mientras sus teorías de oriundez occidental y europea hablaban de matemática plástica su persona, su mirar, su modo de vestir, de sentarse, su bromear revelaban un fondo bárbaro, nuestro genuino, pasional, tormentoso, conceptuoso: barroco.

Tenía aladares grises en las sienes como algunos picadores. Llevaba una cadena de oro de la solapa al bolsillo del pañuelo. Su chaleco resultaba explosivo al lado de su traje. Tenía actitudes de cura en un casino. De jugador de tresillo.

Este “cubo de cal” malagueño que salió un día de la entraña española hacia mercados occidentales y revolucionarios, volvía poco a poco a su sitio, se repatriaba, reingresaba a sus orígenes, a sí mismo, en un renacer de nueva juventud.

El día antes había venido un universitario francés a mi casa para hacerme unas preguntas acerca de Gómez de la Serna -el tipo sincrónico de Picasso en literatura- para una tesis.

¿Por qué Gómez de la Serna está en baja y ha decrecido el interés por él? –me preguntó.

Yo creo –le respondí netamente que por haberse excedido en la línea de un sentido determinado. Ramón ha llevado la tesis vanguardista y revolucionaria, internacionalista, libertaria, a momentos en que la revolución y la creación estaban por otro lado.

Yo creo que Picasso está en el mismo peligro que Ramón. Pero también creo que quizá lo salve antes. Se le nota más repugnado que nunca contra un arte falsamente internacionalista; contra un París, falso centro moral del mundo; contra la concepción falsamente, judáicamente revolucionaria en la historia. Se le nota con una querencia hacia el genio del terruño nativo –a pesar de las monjas en los toros y de los niños perdidos en las playas-. ¿Acaso no es Picasso un niño perdido en la playa española?

¿No es su caso el evangélico –una vez más en la vida- del niño pródigo, del hijo que vuelve?

Es posible que Picasso, vencido por la inercia de las cosas, termine su vida de creador y de renovador –como un buen burgués galo cualquiera, panzudo y rentista- rumiando glorias y pipas pasadas, en cualquier pueblucho amable de la dulce Francia, saludado por el alcalde, por la Marsellesa local, por el juez, por el gendarme y por reportajes retrospectivos en los periódicos del mundo occidental. Pero es también muy posible que el león entrañable que lleva en sí Picasso renuncie a esa cochina vida que le acecha y pegue el salto gen ial, libre, hambriento, devorador, desmelenado, hacia nuevos desiertos y nuevas hostilidades e inclemencias.

Por lo menos, ésa ha sido la genialidad de otro genial contemporáneo: Le Corbusier.

La desesperación de la pintura contemporánea, liberal, burguesa, occidental, representada hoy por Picasso, ha tenido su fenómeno correlativo y semejante en el fracaso dela “Nueva Arquitectura”, simbolizada, en cierto modo, por Le Curbusier.

Vamos a verlo.

[Arte y Estado, 1935]

 

Cayetano vestido de carnaval de Lepe

 en la "corrida" de homenaje a Picasso,

 que no hubiera ido a verlo