Sir Norman Angell
© Galería Nacional de Retratos, Londres
Ignacio Ruiz Quintano
Abc
Las pérdidas achacables a “La Grande Ilusión” son, en resumen de Jacques Barzun, no menos de diez millones de muertos: lo mejor de la juventud europea de 1914, sacrificada por “las mentiras de sus padres”, en palabras de Kipling, padre con hijo muerto.
Sobre un panfleto suyo de 1909, Norman Angell, economista, periodista y pacifista (¡Nobel de la Paz en el 33!), desarrolló un éxito editorial, “La Grande Ilusión”, con el que pretendía acabar para siempre con la guerra por la sencilla razón de que, económicamente, el vencedor estaba condenado a perder en la misma proporción que el vencido. La guerra había dejado de ser negocio. El escritor británico refutaba así el militarismo del general alemán Friedrich von Bernhardi, que en su libro “Alemania y la próxima guerra”, de 1911, anticipaba los argumentos de la “guerra preventiva” que hemos vivido en el XXI, y que conlleva el deber de alcanzar la supremacía abriéndose paso a sangre y fuego.
–La tentativa de abolir la guerra no sólo es inmoral e indigna de la humanidad; es una tentativa de despojar a los hombres de su más alto atributo: su derecho de exponer la vida material en defensa de un objeto ideal.
A Angell todos los periódicos le respondieron que el objeto del armamentismo era la defensa, no la agresión. Pero decir que “debemos prepararnos para la defensa”, contestaba él, equivale a afirmar que “alguien piensa en atacarnos”, lo cual equivale a declarar que “alguien tiene motivos para atacarnos”. Una tontería, pues la conquista se reduce a multiplicar por “x” y luego volver al resultado original dividiendo por “x” otra vez.
La refutación absoluta de “La Grande Ilusión” fue la declaración de guerra del verano del 14. Para comenzar, recuerda Barzun, el “arte enemigo” debía prohibirse en el escenario, el museo y la sala de conciertos. Más aún: había que demostrar mediante libros académicos que los pensadores enemigos llevaban tiempo creando el carácter agresivo de su nación, y la Historia respaldaba la acusación; después de todo, los alemanes siempre habían sido invasores, los bárbaros que habían destruido el imperio romano. Por su parte, los alemanes tenían argumentos equivalentes: los franceses, aunque en decadencia, tenían el obsesivo propósito de dominar Europa Central.
Con dos guerras mundiales a cuestas, Norman Angell tomó la decisión de canjear su pacifismo contable por la propaganda de la Otan, con lo cual sus lectores debieron de sentirse como C. Isherwood leyendo en California a los corresponsales de guerra en Europa: “Me hacen sentir lo que deben de sentir algunos vagabundos cuando un miembro del Ejército de Salvación te obliga a tomar himnos con la sopa”.
Isherwood no había huido de Londres, sino del clima de guerra, “por el poder que da a todas las cosas que odio”:
–Los periódicos, los políticos, los puritanos, los jefes de sección de los Boy Scouts, las solteronas despiadadas de mediana edad…
Christopher Isherwood