GERMANOS CONTRA BEREBERES
¿Qué fue la Reconquista? Un criterio superficial de la Historia tiende a considerar España como una especie de fondo o substratum
permanente sobre el cual desfilan diversas invasiones, a las que nos
hace asistir como solidarios con aquel elemento aborigen. Dominación
fenicia, cartaginesa, romana, goda, africana... De niños hemos
presenciado mentalmente todas esas dominaciones en calidad de sujetos
pacientes; es decir, como miembros del pueblo invadido. Ninguno de
nosotros, en su infancia romancesca, ha dejado de sentirse sucesor de Viriato, de Sertorio, de los Numantinos [sic]. El invasor era siempre nuestro enemigo; el invadido nuestro compatriota.
Cuando
la cosa se considera más despacio, ya al apuntar la madurez, cae uno en
esta perplejidad: después de todo -se pregunta- no sólo mi cultura sino
aún mi sangre y mis entrañas ¿tienen más de común con el celtíbero
aborigen que con el romano civilizado? Es decir, ¿no tendré un perfecto
derecho, aún por fuero de la sangre, a mirar la tierra española con ojos
de invasor romano; a considerar con orgullo esta tierra no como remota
cuna de los míos sino como incorporada por los míos a una nueva forma de
cultura y de existencia? ¿Quién me dice que, en el sitio de Numancia,
haya dentro de las murallas más sangre mía, más valores de cultura míos,
que en los campamentos sitiadores?
Quizá podamos entender esto
señaladamente bien los que procedemos de familias que han visto nacer
muchas de sus generaciones en la América hispana. Nuestros antepasados
transatlánticos, como nuestros actuales parientes de allá, se sienten
tan americanos como nosotros españoles; pero saben que su calidad
americana les viene como descendientes de los que dieron a América su
forma presente. Sienten a América como entrañablemente suya porque sus
antepasados la ganaron. Aquellos antepasados procedían de otro solar,
que ya es, para sus descendientes, más o menos extranjero. En cambio la
tierra en que actualmente viven, siglos atrás extranjera, es ahora la
suya, la definitivamente incorporada por unos remotos abuelos al destino
vital de su estirpe.
Estos dos puntos de vista descansan sobre dos maneras de entender la patria: o como razón de tierra o como razón de destino.
Para unos la patria es el asiento físico de la cuna; toda tradición es
una tradición espacial, geográfica. Para otros la patria es la tradición
física de un destino; la tradición, así entendida, es predominantemente
temporal, histórica.
Con esta previa delimitación de conceptos
cabe reasumir la cuestión inicial: ¿qué fue la Reconquista? Ya se sabe:
desde el punto de vista infantil, el lento recobro de la tierra española
por los españoles contra los moros que la habían invadido. Pero la cosa
no fue así. En primer lugar los moros (es más exacto llamarles "los
moros" que "los árabes"; la mayor parte de los invasores fueron
berberiscos del Norte de África; los árabes, raza muy superior, formaban
solamente la minoría directora) ocuparon la casi totalidad de la
Península en poco tiempo más del necesario para una toma de posesión
material, sin lucha. Desde Guadalete (año 711) hasta Covadonga (718) no
habla la Historia de ninguna batalla entre forasteros e indígenas. Hasta
el reino de Todomir, en Murcia, se constituyó por buenas
componendas con los moros. Toda la inmensa España fue ocupada en paz.
España, naturalmente, con los españoles que habitaban en ella. Los que
se replegaron hacia Asturias fueron los supervivientes de entre los
dignatarios y militares godos; es decir, de los que tres siglos antes
habían sido, a su vez, considerados como invasores. El fondo popular
indígena (celtibérico, semítico en gran parte, norteafricano por
afinidad en otra, más o menos romanizado todo él) era tan ajeno a los
godos como a los agarenos recién llegados. Es más: sentía muchas más
razones de simpatía étnica y consuetudinaria con los vecinos del otro
lado del Estrecho que con los rubios danubianos aparecidos tres siglos
antes. Probablemente la masa popular española se sintió mucho más a su
gusto gobernada por los moros que dominada por los germanos. Esto al
principio de la Reconquista; al final no hay ni que hablar. Después de
600, de 700, de casi (en algunos sitios) 800 años de convivencia, la
fusión de sangre y usos entre aborígenes y bereberes era indestructible;
mientras que la compenetración entre indígenas y godos, entorpecida
durante 200 años por la dualidad jurídica y en el fondo rehusada siempre
por el sentido racial de los germánicos, no pasó nunca de ser
superficial.
La Reconquista no es, pues, una empresa popular
española contra una invasión extranjera; es, en realidad, una nueva
conquista germánica; una pugna multisecular por el poder militar y
político entre una minoría semítica de gran raza -los árabes- y una
minoría aria de gran raza -los godos-. En esa pugna toman parte
bereberes y aborígenes en calidad de gente de tropa unas veces y otras
veces en actitud de súbditos resignados de unos u otros dominadores,
quizá con marcada preferencia, al menos en gran parte del territorio,
por los sarracenos.
Hasta tal punto es la Reconquista una guerra entre partidos
y no una guerra de la independencia que a nadie se le ha ocurrido nunca
llamar los "españoles" a los que combatían contra los agarenos, sino
"los cristianos" por oposición a "los moros". La Reconquista fue una
disputa bélica por el poder político y militar entre dos pueblos
dominadores, polarizada en torno de una pugna religiosa.
Del lado cristiano los jefes preeminentes son todos de sangre goda. A Pelayo
se le alza en Covadonga sobre el pavés como continuador de la Monarquía
sepultada junto al Guadalete. Los capitanes de los primeros núcleos
cristianos tienen un aire inequívoco de príncipes de sangre y mentalidad
germánica. Más: se sienten ligados desde el principio a la gran
comunidad catolicogermánica europea (1). Cuando Alfonso el Sabio
aspira al trono imperial no adopta una actitud extravagante: pleitea,
con el alegato de la madurez política de su reino, por lo que podía
alentar desde siglos antes en la conciencia de príncipe
cristianogermánico de cada jefe de los Estados reconquistadores. La
Reconquista es una empresa europea -es decir, en aquella sazón,
germánica-. Muchas veces acuden de hecho para guerrear contra los moros
señores libres de Francia y de Alemania. Los reinos que se forman tienen
una planta germánica innegable. Acaso no haya Estados en Europa que
tengan mejor impreso el sello europeo de la germanidad que el condado de
Barcelona y el reino de León.
* * *
En esquema
-abstracción hecha de los mil acarreos e influencias recíprocas de todos
los elementos étnicos removidos durante ochocientos años-, la
Monarquía triunfante de los Reyes Católicos es la restauración de la
Monarquía góticoespañola, católicoeuropea, destronada en el siglo VIII.
La mentalidad popular distinguía entonces difícilmente entre nación y
rey. Por otra parte, considerables extensiones de España, singularmente
Asturias, León y el Norte de Castilla habían sido germanizadas, casi sin
solución de continuidad, durante mil años (desde principios del siglo V
hasta fines del XV, sin más interrupción que los años que van desde el
Guadalete hasta el recobro de las tierras del Norte por los jefes
godocristianos) sin contar con que su afinidad étnica con el Norte de
África era mucho menor que la de las gentes del Sur y Levante. La
unidad nacional bajo los Reyes Católicos es, pues, la edificación del
Estado unitario español con el sentido europeo, católico, germánico, de
toda la Reconquista. Y la culminación de la obra de germanización
social y económica de España, no se olvide esto, porque quizá por ahí va
a encontrar la constante berebere su primera rendija para la rebelión.
En
efecto: el tipo de dominación árabe era preponderantemente político y
militar. Los árabes tenían vagamente el sentido de la territorialidad.
No se adueñaban de las tierras, en el estricto sentido jurídico privado.
Así pues la población campesina de las comarcas más largamente
dominadas por los árabes (Andalucía, Levante) permanecía en una
situación de libre disfrute de la tierra, en forma de pequeña propiedad
y, acaso, de propiedades colectivas. El andaluz aborigen, semiberebere, y
la población berebere que nutrió más copiosamente las filas árabes,
gozaba, pues, una paz elemental y libre, inepta para grandes empresas de
cultura, pero deliciosa para un pueblo indolente, imaginativo y
melancólico como el andaluz. En cambio los cristianos, germánicos,
traían en la sangre el sentido feudal de la propiedad. Cuando
conquistaban las tierras erigían sobre ellas señoríos, no ya puramente
políticomilitares como los de los árabes, sino patrimoniales al mismo
tiempo que políticos. El campesino pasaba, en el caso mejor, a ser
vasallo; tiempo adelante, cuando por la atenuación del aspecto
jurisdiccional, político, los señoríos van subrayando su carácter
patrimonial, los vasallos, completamente desarraigados, caen en la
condición terrible de jornaleros.
La organización germánica, de
tipo aristocrático, jerárquico, era, en su base, mucho más dura. Para
justificar tal dureza su comprometía a realizar alguna gran tarea
histórica. Era, en realidad, la dominación política y económica sobre un
pueblo casi primitivo. Toda aquella enorme armadura: Monarquía,
Iglesia, aristocracia, podía intentar la justificación de sus pesados
privilegios a título de cumplidora de un gran destino en la Historia. Y
lo intentó por doble camino: la conquista de América y la Contrarreforma
(2).
* * *
Es un tópico (puesto en circulación por la
literatura berebere de que se hablará más tarde) el decir que la
conquista de América es obra de la espontaneidad popular española,
realizada casi a despecho de la España oficial. No se puede sostener esa
tesis en serio. Muchas de las expediciones se organizaron,
ciertamente, como empresa privada; pero el sentido de la cristianización
y colonización de América está contenido en el monumento de las Leyes
de Indias, obra que encierra un pensamiento constante del Estado español
al través [sic] de vicisitudes seculares. Y la conquista de
América es también una tesis catolicogermánica. Tiene un sentido de
universalidad sin la menor raíz celtibérica y berebere. Sólo Roma y la
Cristiandad germánica pudieron transmitir a España la vocación
expansiva, católica, de la conquista de América. Lo que se llama el
espíritu aventurero español ¿será español de veras en el sentido
aborigen o berebere o será una de las señales de la sangre germánica? No
se desdeñe el dato de que, aún en nuestros días, las regiones de donde
sale mayor número de emigrantes, es decir, de aventureros, son las del
norte, las más germanizadas, las más europeas, las que, desde un punto
de vista castizo y pintoresco, podrían llamarse menos españolas. En
cambio es todavía abundantísimo el número de andaluces y levantinos que
se trasplanta a Marruecos, a Orán, a Argelia y que vive allí
absolutamente como en su casa, como una cepa que reconoce la tierra
lejana de donde arrancaron a su ascendiente. Esta derivación meridional y
levantina hacia África no tiene la menor homogeneidad con las
expediciones colonizadoras hacia América. Incluso África y América han
sido constantemente como las consignas de dos partidos políticos y
literarios españoles. De dos partidos que coinciden exactamente en casi
todos los instantes con el liberal y el conservador; el popular y el
aristocrático; el berebere y el germánico. Era cosa casi obligada que un
escritor antiaristocrático, antieclesiástico, antimonárquico,
incorporase a su repertorio frases como ésta: "Más valía que la
Monarquía española, en vez de extenuar a España en la empresa de
América, hubiera buscado nuestra expansión natural, que es África".
Al
lado de la conquista de América, la España germánica (doblemente
germánica ahora bajo la dinastía de los Habsburgo) riñe en Europa el
combate católico por la unidad. Lo riñe y, a la larga, lo pierde. Y,
como consecuencia, pierde América. La justificación moral e histórica de la dominación sobre América se hallaba en la idea de la unidad religiosa del mundo. El catolicismo era la justificación del poder de España.
Pero el catolicismo había perdido la partida. Vencido el catolicismo,
España se quedaba sin título que alegar para el imperio de Occidente. Su
credencial estaba caducada. Ya lo vio el astuto [sic] Richelieu
que, para hundir a la casa de Austria, no vaciló en auxiliar a los
paladines de la Reforma. Sabía muy bien que la piedra angular de los
Habsburgo era la unidad católica de la Cristiandad.
Y así,
perdida la partida en Europa primero, en América después, ¿qué tarea de
valor universal alegaría la España dominadora -Monarquía, Iglesia,
aristocracia- para conservar su situación de privilegio? Falta de
justificación histórica, dimitida toda función directiva, sus ventajas
económicas y políticas quedaban en puro abuso. Por otra parte, con la
falta de empleo, las clases directoras habían perdido el brío, incluso
para la propia defensa. Se observa una colección de fenómenos semejantes
en extremo a la decadencia de la monarquía visigótica. Y la fuerza
latente, nunca extinguida, del pueblo berebere sometido, inicia
abiertamente su desquite.
* * *
Porque, aún en las horas
cenitales de la dominación, la "constante berebere" no había dejado de
existir y de obrar nunca. Los pueblos superpuestos, dominador y
dominado, germánico y aborigen berebere, no se habían fundido. Ni
siquiera se entendían. El pueblo dominador vigilaba el no mezclarse
con el dominado (hasta 1756 no se deroga una pragmática de Isabel la
Católica que exigía probar pureza de sangre, es decir, condición de
cristiano viejo, sin mezcla de judío o moro, aún para desempeñar
modestísimas funciones de autoridad). El pueblo dominado, entre tanto,
detesta al dominador. Con un giro muy típico, adopta respecto de los
dominadores apariencia de sumisión irónica. En Andalucía se llega a los
más exagerados extremos de adulación; pero bajo esa adulación aparente
se venga la más desdeñosa zumba hacia el adulado. Esta actitud, la
burla, es la más dulcemente resignada que adopta el pueblo desposeído.
Más arriba aparece ya el odio y, sobre todo, la afirmación permanente de
la separación. En España la expresión "el pueblo" guarda siempre un
tono particularista y hostil. El "pueblo hebreo" comprendía,
naturalmente, a los profetas. El "pueblo inglés" incluye a los lores; ¡a
buena hora permitiría un inglés corriente que no le considerasen
solidarizado, bajo la denominación popular de inglés, con los primeros
jerarcas del país! Aquí no: cuando se dice "el pueblo" se quiere decir
lo indiferenciado, lo incalificado; lo que no es aristocracia, ni
iglesia, ni milicia, ni jerarquía de ninguna especie. El mismo Don Manuel Azaña
ha dicho: "No creo en los intelectuales, ni en los militares, ni en los
políticos; no creo más que en el pueblo". Pero entonces los
intelectuales, los militares, los políticos, como los eclesiásticos y
los aristócratas ¿no forman parte del pueblo? En España no, porque
hay dos pueblos, y cuando se habla del "pueblo", sin especificar, se
alude al sojuzgado, al sustraído a su siempre añorada existencia
primitiva, indiferenciada, antijerárquica y que, por lo mismo, detesta
rencorosamente toda jerarquía, característica del pueblo dominador.
Tal
dualidad ha penetrado todas las manifestaciones de la vida española,
incluso las de apariencia menos popular. Por ejemplo, el fenómeno
europeo de la Reforma tuvo en España una versión reducida, pero
absolutamente impregnada de la pugna entre germánicos y bereberes, entre
dominadores y dominados. En España no se dio un solo caso de hereje
príncipe, como en Francia o en Alemania. Los grandes señores se
mantuvieron aferrados a su religión de casta. Todo hereje, pequeño
burgués o letrado, era como un vengador de los oprimidos. En su
disidencia alentaba más que un tema teológico una incurable inquina
contra el aparato oficial, formidable, de Monarquía, Iglesia,
aristocracia...
Y así hasta las fechas más recientes. La
línea berebere, más aparente cada vez según ve declinar la fuerza
contraria, asoma en toda la intelectualidad de izquierda, de Larra hacia
acá. Ni la fidelidad a las modas extranjeras logra ocultar un
tonillo de resentimiento de vencidos en toda la producción literaria
española de los cien últimos años. En cualquier escritor de izquierdas
hay un gusto morboso por demoler, tan persistente y tan desazonante que
no se puede alimentar sino de una animosidad personal, de casta
humillada. Monarquía, Iglesia, aristocracia, milicia, ponen nerviosos a
los intelectuales de izquierda, de una izquierda que para estos efectos
empieza bastante a la derecha. No es que sometan aquellas instituciones a
crítica; es que, en presencia de ellas, les acomete un desasosiego
ancestral como el que acomete a los gitanos cuando se les nombra a la
bicha. En el fondo los dos efectos son manifestaciones del mismo viejo
llamamiento de la sangre berebere. Lo que odian, sin saberlo, no es
el fracaso de las instituciones que denigran, sino su remoto triunfo; su
triunfo sobre ellos, sobre los que las odian. Son los bereberes
vencidos que no perdonan a los vencedores -católicos, germánicos- haber
sido los portadores del mensaje de Europa.
El resentimiento ha esterilizado en España toda posibilidad de cultura.
Las clases directoras no han dado nada a la cultura, que en ninguna
parte suele ser su misión específica. Las clases sometidas, para
producir algo considerable desde el punto de vista de la cultura, tenían
que haber aceptado el cuadro de valores europeo, germánico, que es el
vigente; y eso les suscitaba una repugnancia infinita por ser, en el
fondo, el de los odiados dominadores.
Así, grosso modo, puede decirse que la aportación de España a la cultura moderna es igual a cero.
Salvo algún ingente esfuerzo individual, desligado de toda escuela, y
algún pequeño cenáculo inevitablemente envuelto en un halo de
extranjería.
* * *
Tras de las escaramuzas tenía que
llegar la batalla. Y ha llegado: es la República de 1931; va a ser,
sobre todo, la República de 1936. Estas fechas, singularmente la
segunda, representan la demolición de todo el aparato monárquico,
religioso, aristocrático y militar que aún afirmaba, aunque en ruinas,
la europeidad de España. Desde luego la máquina estaba inoperante;
pero lo grave es que su destrucción representa el desquite de la
Reconquista, es decir, la nueva invasión berebere. Volveremos a lo
indiferenciado. Probablemente se ganará en placidez elemental en las
condiciones populares de vida. Acaso el campesino andaluz, infinitamente
triste y nostálgico, reanude el silencioso coloquio con la tierra de
que fue desposeído. Casi media España se sentirá expresada
inmejorablemente si esto ocurre. Desde luego se habrá conseguido un
perfecto ajuste en lo natural. Pero lo malo es que entonces será pueblo
único, ya dominador y dominado en una sola pieza, un pueblo sin la más
mínima aptitud para la cultura universal. La tuvieron los árabes; pero
los árabes eran una pequeña casta directora, ya mil veces diluida en el
fondo humano superviviente. La masa, que es la que va a triunfar ahora,
no es árabe sino berebere. Lo que va a ser vencido es el resto germánico que aún nos ligaba con Europa.
Acaso
España se parta en pedazos, desde una frontera que dibuje, dentro de la
Península el verdadero límite de África. Acaso toda España se
africanice. Lo indudable es que, para mucho tiempo, España dejará de
contar en Europa. Y entonces, los que por solidaridad de cultura y aún
por misteriosa voz de sangre nos sentimos ligados al destino europeo,
¿podremos transmutar nuestro patriotismo de estirpe, que ama a esta
tierra porque nuestros antepasados la ganaron para darle forma, en un
patriotismo telúrico, que ame a esta tierra por ser ella, a pesar de que
en su anchura haya enmudecido hasta el último eco de nuestro destino
familiar?
José Antonio Primo de Rivera,
prisión de Alicante, 13 de agosto de 1936