Curro Díaz
JOSÉ RAMÓN MÁRQUEZ
Decíamos ayer, Domingo de Ramos, que si la ciencia veterinaria, que si lo de Los Maños tal y cual, y hoy, Domingo de Resurrección, ahí nos han brindado los egresados en la Facultad de Veterinaria, cada cual en la suya, la hecatombe de Las Ventas compuesta por una auténtica redada de cuadrúpedos, cada cual de su padre y de su madre, cada uno con su hierro, al menos, cinco hierros distintos, y la adoración de ese becerro de oro que para tantos es el juampedrismo, en sus variadas formas y manifestaciones.
Comenzó la cosa con la mítica ganadería de El Tajo, que ya uno no sabe si sigue siendo del escrupuloso ganadero Pepito Veragua, porque andan diciendo que tras cosechar varios talegos de fracasos ha decidido deshacerse de ella. Para que se comprenda cómo anda la cosa ganadera, diremos que los pupilos de El Tajo, ganadería sin antigüedad en Madrid, proceden de una coyunda entre reses de D. Juan Pedro Domecq y Díez y otras de D. Carlos Núñez. Tras ese prometedor inicio, el señor Martín abrió la puerta del chiquero para que saliese uno de Las Ramblas, toros albaceteños de procedencia Toros de El Torero. En tercer lugar salió una especie de babosa reptante, de Enrique Martín Arranz, que vaya usted a saber lo que es, dado que en la Unión de Criadores de Toros de Lidia no existe registrada ninguna ganadería a ese nombre. No nos preocupemos porque el limaco fue devuelto a lo oscuro, tras recibir las censuras de la afición y de no pocos turistas que ni sabían lo que hacían dando palmas de tango. En sustitución de ese exquisito bocado echaron uno de Martín Lorca, ese extraordinario coupage de Juan Pedro Domecq Solís, Torrealta y Toros de El Torero al que tantos avales no le sirvieron más que para seguir el rastro de babas de su predecesor en dirección al averno donde don Juan Antonio Domínguez ejerce de juez de la horca. Tras las pertinentes chirimías abrióse de nuevo el portón para que viese la clara luz de la tarde un primillo del anterior, este con el hierro de Escribano Martín, otra ganadería sin antigüedad, creada a base de unas vacas provenientes de la Asociación Española de Ganaderos de Reses Bravas y sementales de Martín Lorca, a su vez procedentes, como se dijo antes, de Juan Pedro Domecq Solís, Torrealta y Toros de El Torero. La buena nueva fue que éste, el único negro del encierro, sí que permaneció en el ruedo hasta que fue arrastrado por las mulas de los BenHures. En sexto lugar y haciendo de cuarto salió otro de El Tajo, que resultó ser el toro más interesante de los lidiados, y de quinto y sexto otros dos de Las Ramblas.
Cinco hierros distintos, una verdad inmutable, la de la juampedrería, un pantone de capas: jabonero, castaño, melocotón, negro; una escalera de tamaños y de volúmenes, desde el larguísimo y enmorrillado Kuwaití, número 58, negro listón, del 12/17, que hizo de tercero con sus 603 kilos, hasta el bobalicón sumo y encogido de Taciturno, número 17, que hizo de quinto con sus 520.000 gramos de insulsa tontería; lo que podrías agarrar en una redada en un after hour de la calle Bailén de Bilbao o a la salida del Fabrik a las 9 horas de la mañana.
Para despachar esas tómbolas de carne se trajeron a los madriles a Curro Díaz, a Borja Jiménez y a José Garrido los tres muy conocidos de la afición dado que aunque Borja Jiménez venía a confirmar la alternativa, es como si ya estuviera visto pues en nada difiere en cuanto a estilo y trazas de su hermano Javier Jiménez. Por estas cosas de esta Plaza de nuestros pecados nadie puede dudar que todos los huevos de la tarde estaban puestos en el cesto de Curro Díaz, torero que ya frisa la cincuentena, veinticinco años de alternativa, y que tiene hecho su huequecito en el marmóreo corazón de la afición de Las Ventas.
La cosa empezó con Borja Jiménez y el jabonero Deseadito, número 23. Con lo poco que nos gusta esa capa y éste de hoy, además, jabonero sucio o barroso o yo qué sé. El toro iba y venía sin estorbar lo más mínimo y nadie sabe qué llevaría Jiménez en el magín, pero la cosa es que no funcionó, acaso porque Jiménez no es que sea como su hermano, es que es como doscientos que son iguales que él. Mucho dar pases, más bien buscando las afueras, poco compromiso con la verdad del toreo y mucho despliegue de esa tauromaquia de Fiestas Patronales que sirve para triunfar en los gaches o en las “ciudades de 15 minutos”, pero que no vale para las grandes Plazas, sea Madrid o la que sea. En la moderna terminología diríamos que “el toro sirvió” y que, dentro del hastío que el animal producía en el aficionado a los toros, no importunó al matador ni le creó problemas a resolver: digamos que el animal permitió a Jiménez expresar su forma de torear sin tener que preocuparse de la res y que sus formas no convencieron a nadie salvo a los peones que, desde el burladero, se desgañitaban a base de gritarle ¡Bieeeen! ¡Bieeeen!, de algo que debía hacer estupendamente pero que sólo ellos veían. Su segundo fue el cacho de tonto antes reseñado ante el que desplegó idénticas trazas con la diferencia de que en éste, una vez cerciorado de que el animal ignoraba el significado de “coger” se dedicó a pegarse un arrimón que tampoco le sirvió para que el público le echase muchas cuentas. Se alargó lo que quiso y mató de dos pinchazos y estocada.
El tren de 600 kilos le tocó a José Garrido. El bicho medio cumplió en varas y eso fue todo lo que tuvo que decir, porque a capotes se puso en nones y a muleta más o menos lo mismo. O el toro aprendió lo que no debía o Garrido no supo verle las trazas, porque allí no hubo acuerdo alguno en el ratito que duró la relación. Lo despenó de pinchazo y estocada. Su segundo, el de menos peso según la báscula de Las Ventas, Pasacalle, número 47, 505 kilos de toro castaño y cinqueño, no le dio oportunidades tan claras como ofrecieron otros toros del encierro/grupaje y ahí anduvo el hombre debatiéndose con el toro a ver cómo y sin llegar a calar su labor en el pétreo corazón de la afición. Mató de estocada y nos dejó con la mosca tras de la oreja de a ver cómo se presenta en San Isidro con la de Adolfo. Tiene un mes y pico para ordenar sus pensamientos.
Y Curro Díaz, que le dejamos para el final porque hizo lo más reseñable de la tarde con el segundo de su lote y también de los de de El Tajo, Pocosol, número 109. No le dio los preceptivos lances a la verónica que siempre esperamos de este torero, acaso un amago de verónica, para dar lugar al tercio de varas. En la primera el toro se duele y sale de naja de los dominios del penco y en la segunda va a más, empleándose. En banderillas no da facilidades, acosando y haciendo largo un tercio en el que Curro Javier se luce en la brega. Con la muleta, Díaz abusa de su aire un poco agitanado y de su personalidad para impostar el toreo bueno, llevando al toro muy por las afueras, sin comprometerse, buscando la plástica para las fotografías en su segundo muletazo, cediendo el terreno al toro en cada pase. Esta primera fase de la faena es decepcionante porque se puede intuir el toreo grande, al que el torero renuncia de manera deliberada. La faena se va construyendo de manera desigual y siempre con la sensación de que aquello debería crecer. Cuando se compromete un poco más y liga tres naturales el graderío brama, pero la tónica es, en general, de obra menor. Tras un desarme se replantea las cosas y saca cuatro naturales de frente a pies juntos de una enorme torería. Perdió la(s) oreja(s) que le iban a pedir por el mal uso del estoque. La enorme personalidad de Curro Díaz le aleja completamente de tantas decenas de toreros como se ven, de los cuales no recuerdas ni el nombre al salir de la Plaza. La pena en el día de hoy es que le hayan importado más sus prevenciones, dudas y temores que la decisión de ir hacia adelante, de poder al toro y de hacer el toreo grande.
ANDREW MOORE
FIN