Francisco Suárez
MARTÍN-MIGUEL RUBIO ESTEBAN
Con la paulatina perversión y creciente bastardeo (justificado por la clase parasitaria de los runflantes instalados, philótimoi atrapados por la “honorum caeca cupido”, que diría Cicerón, o la “cupiditas regni”, de César, y el sueldo y prebendas, debido a la “necesaria” e indefectible complejidad de los Estados modernos y su Progreso ) de la protodemocracia o Democracia sensu stricto, de doble naturaleza –directa e indirecta–, en donde los representantes son arrendatarios de la autoridad ajena y vicarios de la multitud, llegamos honestamente a dudar de que el Parlamento, configurado por grupos con acérrimo espíritu empresarial llamados partidos, sean realmente una representación popular, y hasta la lógica e inteligencia más básicas rechinan cuando se delega a esa asamblea cerrada, que representa unos cientos de intereses privados empresariales, el derecho de legislar y de cuidar por el bien común.
Ardua cosa es ésta de la noción de “representante” en una Democracia. Quizás sea la cuestión más fundamental y, a la vez, más difícil de analizar. Habría que comenzar diferenciando el concepto de poder del concepto de autoridad. Y es que la autoridad y el poder son dos cosas distintas, del mismo modo que lo son la “potentia” y la “potestas”: Poder es la fuerza por medio de la cual se puede obligar a obedecer a otros, en tanto que la Autoridad es el derecho a dirigir y mandar, y a ser escuchado y obedecido por los demás. La autoridad justifica el poder, y el poder sin autoridad es tiranía. Por tanto, la autoridad quiere decir derecho. Ahora bien, si la función de gobernar, ejercida por la multitud en la democracia directa o democracia en sí, o sea, por los idiotas, puede cumplirse en sociedades mayores y más diferenciadas, sólo a condición de que los idiotas la confíen a determinados hombres, bajo estrictas condiciones, que en lo sucesivo se encargarán de los asuntos del todo, entonces esos hombres, una vez que se hacen cargo de la dirección de la comunidad bajo el estricto protocolo democrático (mandato efímero, rendición de cuentas, posibilidad de destitución inmediata durante el mandato, examen moral, etc.), tienen un derecho (recibido de y por medio de los idiotas) a ser obedecidos para el bien común. Sin embargo, puesto que la autoridad significa derecho, ésta ha de ser obedecida por razón de conciencia; esto es, de la manera en que obedecen los hombres libres, y por la salud del bien común, de todos los idiotas fundamentadores de esa autoridad. Y por la misma causa no existe autoridad allá donde no hay justicia. La autoridad injusta no es autoridad, como la ley injusta no es ley, tal como el padre Suárez sostiene en su De legibus, Liber III, cap. 4. Cuando se obedece como un hombre libre se está cumpliendo en realidad un desiderátum rousseauniano: “obedecer sólo a sí mismo”.
La autoridad deriva de la voluntad o consensus de los idiotas, y de su derecho básico y natural a gobernarse. Y el problema de nuestra libertad nace precisamente en la relación entre los ciudadanos particulares o idiotas y los gobernantes que han decidido elegir. Cuando el pueblo inviste de autoridad a ciertos hombres ¿se despoja de su derecho natural a gobernarse y de su autoridad para autorregirse? Y una vez que los gobernantes elegidos asumen el cargo, ¿el pueblo pierde su derecho natural a gobernarse y su autoridad para regirse, la cual queda transferida a los gobernantes elegidos, que en lo sucesivo la poseen exclusivamente? O bien, los idiotas, cuando investimos a ciertos hombres con nuestra autoridad, ¿mantenemos nuestro derecho natural a gobernarnos y nuestra autoridad para regirnos, de manera que poseemos la autoridad no sólo inherentemente, sino también permanentemente? No cabe duda: toda la teoría del poder en la sociedad democrática “hamiltoniana” descansa en esta espinosa noción de representación o vicariato, por virtud de la cual los magistrados popularmente electos ejercen el derecho del pueblo a gobernarse. La clase política olvida interesadamente que los actuales medios tecnológicos posibilitarían la participación directa de los idiotas en la cosa pública, pudiéndose restringir al máximo la democracia representativa, siempre recelosa de los democracia directa o democracia sensu stricto. Es curioso que en los últimos años de peste se haya impartido la docencia a distancia, y que todavía hoy se trate a los enfermos a distancia, aumentándose esta práctica por ahorro sanitario, y que prácticamente todas las relaciones de los idiotas con la Administración del Estado y las Administraciones de las distintas satrapías se lleven a cabo on-line. Pero nuestra clase política, cerrándose toda ella en filas como una falange, no cede ni en un ápice a bajarse del sillón de la representación, ya bastante innecesaria por la cibernética, y permitir así un desarrollo pleno de la democracia directa gracias a la tecnología. Se parecen mucho esos políticos nuestros al primer estado en los inicios de la Revolución Francesa, sin duda. Su resistencia a perder sus privilegios inicuos no es menor que la de aquella nobleza.
En una verdadera democracia representativa...
Leer en La Gaceta de la Iberosfera