El caballero de Durero, 1513
Hughes
Abascal abre la puerta de su casa con unos helechos en la mano. Está podando. Tiene un patio lleno de bonsáis que cuida con esmero. La mayoría son arbolitos japoneses, pero también hay ejemplares de la flora vasca, como si algo de su paisaje estuviera reconstruido a escala en su casa de Madrid. Parece un samurái en su jardín, aunque no hay Buda sino una figura de la Virgen.
El llamado oficialmente líder de la ultraderecha —así lo llama el Gobierno— anda preocupado por un pequeño nenúfar. «Algo lo destruye y no sé qué es», dice, y señala una maceta que hace de diminuto estanque. Sospecha de un pajarillo que a veces llega hasta allí.
Se diría que Santiago Abascal está a punto de escribir un haiku, pero sólo hace tiempo antes de salir camino de Valencia, donde dará el primer mitin de campaña de las elecciones del 28M. Empezará una gira que le llevará por varias ciudades. Serán varios días fuera y deja todo preparado. Sus suegros andan por la casa. «Me dan la razón a mí», dice, pero quizás sea su mensaje menos convincente.
El cultivo del bonsái es una afición que relaja al político. No ha sido Abascal el primero. Parece un refugio pero también una escuela de paciencia. Abascal no tiene prisa y en su conversación hay cosas que fía al tiempo, a un tiempo que no veremos. La resistencia española en el País Vasco, por ejemplo. Hay que resistir para que otros, más adelante, puedan revertir las cosas.
Hay algo misterioso en Abascal. Algo no visto, no enseñado. Vive preservado por el bloqueo de los medios y por la propia vida institucional. Siente «hostilidad» en el Parlamento así que los mítines son una liberación, agradece salir al encuentro del votante.
Abascal viaja con poco equipo. Sus colaboradores y él son menos que una cuadrilla taurina, más bien parecen un grupo de música de gira por España. Llevan años haciéndolo, desde los tiempos en que el presupuesto daba sólo para moteles. Parece eso la furgoneta de El Equipo A y reina un ambiente de camaradería y amistad. Son los que acompañan a Abascal desde el principio, un núcleo de confianza.
En el viaje los móviles echan humo. Todos van conectados y se gestiona la actualidad del partido al instante. En pleno viaje llegan noticias de las agresiones sufridas por miembros de Vox en Marinaleda. Da la voz la jefa de prensa, Rosa Cuervas-Mons. «Cejas rotas, labios abiertos». Abascal pide confirmación, que lleguen las imágenes. Las agresiones y hostigamientos a Vox en actos de campaña electoral han sido tan habituales que el partido diseñó un protocolo jurídico. Pero no hay victimismo. Abascal pregunta: «¿No se han defendido?». No quiere normalizar la figura del voxero agredido, poner la otra mejilla. «Mejillas tenemos dos», dice alguien. «No tenemos mejillas. Las tenía Cristo». Se denuncia y se pedirán explicaciones, pero en ese coche, de camino a Valencia, se rechaza disfrutar la condición de víctima, un oro inmaterial en estos tiempos. En la parte trasera del asiento hay unos folletos del partido y bajo la foto del líder un mensaje: «Ni un paso atrás».
Pasando unas horas con Abascal se entiende aún mejor. Cuando hacen la primera parada en un bar de carretera, una señora se le acerca. Pide una foto con él y añade: «Por favor, salvad España». Esas cosas le dicen. La debilidad no es una opción y nadie le pide echar a Sánchez. Se trata de otra cosa.
Cuando el grupo para a comer en un restaurante de carretera, lugar de camioneros, la escena se repetirá multiplicada. Tras terminar en la terraza un plato combinado, Abascal decide tomar dentro un café. Se percibe estando con él dos tipos de mirada en la gente: la silenciosa escrutadora del que no es de Vox, y la cariñosa y muy abierta del simpatizante. Los primeros en acercarse son unos jóvenes que vienen de la costa. Señalan sus pulseras de todo incluido. Con gravedad calé, ellos rompen el hielo educadamente y medio restaurante se irá acercando a por la foto. Abascal se las hace con ganas, con una sonrisa característica y tras la foto comenta algo con el retratado. Busca ese contacto con viveza, con entusiasmo más que con mera amabilidad. Hay un punto de simpatía genuina y si uno observa, ve que casi todos los móviles tienen una bandera de España. También, y se repetirá en otro sitio, salen los trabajadores de la cocina a pedir una foto.
La furgoneta reanuda su camino y desde ella se gestiona el partido. Como si el contacto con la gente marcara el estilo, se precisan detalles: no gusta, por ejemplo, que en los mítines haya muchas sillas entre el orador y el público. Abascal va de copiloto, estudia unos papeles y de vez en cuando mira el paisaje. «¡Dos corzos!». Nada más entrar en Valencia, en pleno casco urbano, algo llama su atención: «Cómo está la buganvilla», y señala el intenso fucsia de sus flores; luego reparará en los árboles plantados en la ciudad. «Son de hoja muy pequeña, ¿es un negrillo?». Se acerca el mitin y Abascal sigue mirando los árboles, buscándolos en medio de la ciudad, fijándose en ellos más intensamente, como si fueran su contrapunto a la política.
Pero la furgoneta se acerca ya a la plaza del Ayuntamiento, lugar del acto. Un poco antes, en un semáforo, una chica vestida de rojo cruza sobre unos tacones el paso de peatones; atrae las miradas, pero ella, de pronto, repara en la furgoneta y en quien va dentro. Se detiene, mira dos veces, hace el gesto de la fan, entre el soponcio y la risa floja, y en sus labios se lee: «No puede ser. Eres tú. No me lo creo». Saca el móvil y entre los coches se acerca a la ventanilla: «Estoy flipando, estoy flipando».
El sistema mediático español está destinado a que Humphrey Bogart no conozca a Lauren Bacall, pero algunas cosas son inevitables. El tirón popular de Abascal no es normal y no es, desde luego, el de un político más. Él habla de «movimiento» y a eso se parece la relación con sus votantes. Su entrada en el mitin de Valencia, vista desde dentro, a su lado, es la de una estrella del rock que tuviera, además, una misión providencial. Hay algo de fenómeno fan, gentes esperando desde las doce de la mañana; también se percibe heterogeneidad: gente bien, currantes, ancianos, plausibles friquis, señoras estupendas y jóvenes con pinta de escuchar trap y una cruz de San Jorge atada al cuello.
La entrada en el mitin es...
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