Jean Juan Palette-Cazajus
(Éste es el capítulo 5 del «Segundo Tercio» de un ensayo dividido en tres «Tercios» y 63 capítulos, titulado «Los Toros entre la Reverencia Piadosa y la Ansiedad. Un intento de comprensión y legitimación»).
Yo canto al varón pleno,
Al triunfador del mundo y de sí mismo
Que al borde –un día y otro– del abismo
Supo asomarse impávido y sereno.
(Gerardo Diego. Oda a Belmonte)
A todos aquellos, la gran mayoría, que no se consideran moradores, ni siquiera visitantes, de lo que Antonio Díaz-Cañabate llamaba el «planeta de los toros», les asombrará el carácter profuso de la literatura taurina. Incluso en el difícil momento actual, siguen proliferando los títulos. Pero cualquiera que se asome a su feraz hojarasca pronto se dará cuenta de que en ella sobran cosas como el casticismo trasnochado, la retórica obesa, las consideraciones polvorientas, lo anecdótico. Un riguroso trabajo de clasificación e interpretación de los tropos y los semantemas que alimentan generosa y reiterativamente la «doxa» taurina proporcionaría una excelente radiografía de un mundo donde tienden a imperar el ombliguismo, la superficialidad y la ceguera frente a lo que pasa dentro y fuera de aquel microplaneta. Demasiado a menudo el pensamiento taurino parece haber sido aquejado por el temor y la impotencia frente a la envergadura de las exigencias filosóficas y éticas de su propio objeto.
La propensión al vacío retórico y al cartón piedra dialéctico que lastra buena parte de aquella literatura tiene, lógicamente, su absoluto equivalente en los ruedos actuales. Algo que se puede ejemplificar mediante la diferencia entre toreo «pa’ fuera» y toreo «pa’ dentro», entre toreo exterior y toreo interior. La diferencia entre los dos está al alcance del más profano. Está basada en el etograma fundamental de los herbívoros que huyen de sus predadores o los embisten si no queda más remedio. La intensa selección ganadera practicada con el toro de lidia desde el siglo XVIII ha modificado y potenciado la dimensión acometedora y reiterativa de la embestida hasta niveles asombrosos. Pero siempre queda presente en el etograma del animal la tentación atávica de romper el enfrentamiento, la de irse «por sus terrenos», como taurinamente se dice. Veremos que Ortega y Gasset quiso creer posible una matematización de aquellos «terrenos». Conocido por torear «al alimón» con el filósofo en fiestas camperas y en el estrado de las conferencias, el diestro Domingo Ortega (1906-1988) decía que torear era conseguir que «el toro vaya por donde no quiere ir». Ni más ni menos. Hablar de toreo interior quiere decir lo mismo. Hablar de toreo exterior supone, lo habrán deducido los más taurinamente legos, pactar de forma más o menos descarada con las peores tendencias del toro y las más cómodas para el torero. Para que se vaya por sus terrenos, por donde quiere ir, por donde «coge» menos al sentirse más seguro y menos exigido. Paradójicamente, el resultado, un toreo rectilíneo o apenas arqueado, suele ser, al mismo tiempo, más largo, de mayor «recorrido», más espectacular, más fácil de «ligar» que el auténtico y suele encandilar al «espectador» crédulo mientras el aficionado se desespera. No recordamos qué torero fuese – posiblemente el mismo Domingo Ortega – el que comparaba la muleta de aquellos toreros, entre comodones y tramposos, con la banderita que levanta el guardabarrera al paso del tren por la vía. Mientras el toreo de verdad consistiría en colocarse en la propia vía para hacer descarrilar el tren.
Efectivamente, el toreo interior es curvo, sobrio, intenso, «pisa» el terreno del toro, «obliga» su naturaleza, lo desvía de su carril y se practica en el espacio de la «corná» [Nota 1]. Revela, implacablemente, la verdadera calidad de ambos protagonistas, toro y torero. Conseguir de forma metódica, armónica, rítmica y de principio a fin, que el toro vaya por donde no quiere ir podría ser una buena y anti retórica definición de la faena perfecta. Entonces es cuando pueden surgir aquellos momentos excepcionales en que el torero parece estar «citando», en el doble sentido de la palabra, el taurino y el literario, al toro y a Martin Heidegger, ya que cabe la posibilidad de que, por unos breves y milagrosos instantes, surjan y se conjuguen en el ruedo «Ser y Tiempo». A condición de que el toro sea «bravo», no dócil, que suele ser uno de los resultados más frecuentes de la selección ganadera actual.
Los toros antiguos embestían menos, eran, con frecuencia, más mansos, en muchas ocasiones más fieros, pero también, paradójicamente, menos «bravos» en el sentido que le dan a la palabra la mayoría de los ganaderos actuales. Las comillas sirven aquí para recordar las dificultades y las polémicas actuales a la hora de definir lo que se debe entender por «bravura» del toro. El profano pocas veces sabe hasta qué punto la indudable genialidad selectiva de buen número de los actuales ganaderos, dichos «de bravo», está a punto de lograr independizar de la fiereza el «mecanismo» de la embestida. Una auténtica e inconcebible hazaña zootécnica cuyo resultado es lo que hoy suele llamarse «bravura». De modo que ha quedado establecida una divisoria prácticamente infranqueable entre las exigencias del aficionado activo, cada vez más minoritario, y el muy mayoritario «espectador» pasivo, que busca en el espectáculo una diversión estética que no se vea perturbada por la angustia. La distancia entre aficionado y espectador es la que media entre vocación y evasión. Al aficionado supérstite le parece inconcebible la idea de que un toro pueda ser calificado de bravo si no sigue siendo peligroso, si no queda en él ningún rastro de fiereza. Si no manifiesta lo que, de forma antropomórfica, podríamos llamar combatividad. Y, cosa al menos tan importante como la anterior, si no tiene fuerza, poderío. Entre los incontables e inaveriguables dichos atribuidos a Rafael el Gallo (1882-1960), nos parece particularmente juicioso ese de que «sólo existen dos clases de toros, los que pueden y los que no». Ciertamente, en contadas circunstancias excepcionales, el dominio psicológico del torero sobre un toro realmente bravo puede llegar a hacerse patente. Pero nada que ver con el ejercicio de amaestramiento en que consisten muchas faenas actuales.
Curiosamente, al que manifiesta un mínimo de inteligencia, con el consiguiente peligro, llamamos negativamente «toro de sentido». Sin embargo, ponderamos como «noble» al que el gran veterinario y escritor taurino, Ramón Barga Bensusán, mostraba científicamente ser un toro tonto. Conviene quitarse el sombrero ante la indudable profesionalidad y admirable competencia genética de los ganaderos actuales que a punto están de resolver la cuadratura del círculo y producir un toro que embiste sin crear apenas peligro. La bravura del toro queda reducida a su «movilidad», como les encanta decir, de forma muy reveladora, a los profesionales del «mundillo». Hasta el punto de negarle el calificativo de bravo a cualquier animal que denote algo de fuerza, de fiereza, de agresividad o de peligro en general. El deslizamiento semántico padecido por la palabra en aquellos ambientes resulta asombroso para cualquier aficionado de buena fe. Hoy, para muchos cerebros crepusculares el toro ideal es el que combina debilidad, movilidad y docilidad. Entre lo mecánico y lo doméstico. Los aficionados lo tienen bautizado hace años, es «el medio toro». En realidad, las cosas evolucionan tan rápidamente que incluso ese «medio» adversario resulta demasiado molesto y lo que se ambiciona seleccionar va camino de convertirse en un simple colaborador. El problema es que el presunto «colaborador», la mayoría de las veces, demuestra ser en realidad una criatura esdrújula, queremos decir exánime y preagónica.
Sin el riesgo existencial –tratamos de exponerlo aquí desde múltiples enfoques– no resultará fácil legitimar la continuidad de la tauromaquia. Es decir cuando infringe la ley «homeostática» que rige el universo de las sociedades animistas, aquella que nos recordaba el gran Claude Lévi-Strauss al principio de este ensayo:
–la cantidad total de vida presente en cada momento en el universo debe siempre permanecer equilibrada. El cazador o el pescador, cuando arrebatan una fracción de aquella vida, deberán devolverla a expensas de su propia esperanza de supervivencia.
Repetiremos lo que decíamos en aquella ocasión: esta ley define también el principio motor y moral de la tauromaquia. Bien pocos son ya los toros bravos que salen de toriles. Hasta el punto de que cuando irrumpe alguno, el aficionado cabal dice escuetamente: «hoy salió el toro». El torero podrá optar entonces entre «exteriorizar» el peligro o «interiorizarlo». Podrá elegir, heideggerianamente, entre la rutina del «ente» o la arriesgada posibilidad del «ser». Cuando coinciden en el ruedo toreo interior, es decir etimológica y espacialmente «egocéntrico», y toro bravo, el «ser hacia la muerte» accede a la plena conciencia de sí. Puede surgir entonces una inesperada forma de ereignis, diría Heidegger, de advenimiento numinoso, que instaure a la vez una sacralización del espacio, una suspensión del tiempo (aquel socorrido «parar el reloj», tan abusivamente invocado en la barra del bar) y, si no nos asusta demasiado la palabra, la revelación de un privilegio, el de nuestro acceso al Ser. De alguna manera se habrá representado en la arena una alegoría plástica y fugitiva de lo que puede ser el camino de la ética y de su advenimiento a la conciencia. No obstante, en las plazas de toros como en la vida, lo más habitual es que la inercia de la existencia se satisfaga con los recursos de la inautenticidad. En la plaza como en la vida, nos dejamos seducir por las tramposas manifestaciones del simulacro. Optar por «Die eigentlichen Seinkönnens –hablando otra vez en «heideggeriano»– por la propia «capacidad de acercarse a la autenticidad», optar por ir a buscar la confirmación del privilegio de Ser en la cara lívida de la muerte, solo está al alcance de unos pocos elegidos.
Nota 1: Este interesantísimo texto de un aficionado francés, Jack Coursier, introduce matices que difieren de nuestra muy somera exposición. Comentarlo como se merece nos distraería excesivamente: «Creo que todas estas historias de adelantar o de retrasar la pierna de salida, del toreo en 8 o en 0, tienen que relacionarse con la teoría de los terrenos y su pertinencia. En las tauromaquias antiguas, el ruedo era el terreno del toro y el hombre iba a la conquista de este territorio de forma progresiva, avanzando en ese peligroso campo. Torear era, esencialmente, esa toma de posesión. Torear en 8, adelantando la pierna, es decir, andando paso a paso, muletazo tras muletazo, hasta el corazón del territorio del toro es la aplicación de este principio. Interponerse entre el animal y el centro de su territorio era una temeridad o, en caso de accidente, un error profesional.
El toreo en 0 no tiene en cuenta estas nociones de territorios. Se funda, me parece, sobre otro modo diferente de dominar al toro: no invadiendo su territorio sino haciéndole sufrir el fracaso repetido causado por un objeto perturbador imposible de alcanzar en un recorrido lo más largo posible: la muleta que viene y vuelve sin parar provocándole con insolencia». (Recogido en el excelente blog taurino de Morente, José: https://larazonincorporea.blogspot.com, 29.10.2015).
Ese concepto del toreo en «0», una «0» muy aplanada, correspondería a lo que nosotros hemos llamado «toreo pa’ fuera» o «toreo exterior».
Nota 2: A fuer de honrados, admitiremos que los argumentos de tan excelente conocedor del toro como es Joaquín López del Ramo no carecen, en ocasiones, de fundamento: «El torismo es una corriente de opinión utópica, irreal y regresiva [...] llama bravo al manso espectacular; equipara la raza al genio bronco y defensivo; niega la nobleza como cualidad básica del toro y trueca la emoción por el morbo». (López del Ramo, Joaquín. Las claves del toro. Espasa Calpe, 2002). Eterno dilema entre la posibilidad del excesivo riesgo y la humana tentación de la excesiva facilidad.
Bonifacio