Cincinato
JERÓNIMO MOLINA
En política, se sepa o no, se lucha siempre contra un enemigo, apostado en nuestras fronteras o camuflado ya dentro de la ciudad. Pero hay también otra forma de enemistad mucho más sutil que esa que bulle a ras del suelo, encarnada de unos hombres que tienen una ideología o una cultura, tal vez una religión o una antropología bárbaras, incompatibles con la propia. Se trata de la enemistad derivada de los conceptos políticos, manejados polémicamente y explotados contra el «elemento moral», criterio por el que se mide la verdadera capacidad de resistencia frente a la hostilidad y las ofensas del enemigo.
Lo que quiero decir, ahora por la vía del ejemplo, es que ciertas definiciones asumidas, transformadas en tabúes, enervan la voluntad, trabajada previamente la inteligencia por el «lavado de cerebros», expresión que, sospechosamente, ha dejado de utilizarse en una época en la que la pedagogía política se dedica solo a eso. Pontifican unos sobre las bondades del pluralismo étnico, religioso, cultural —el pluralismo de valores, en suma—, y padecen otros sus consecuencias: pérdida de la identidad cultural, conflictividad social, babelización. Tampoco es raro que los mismos que encarecen el «mestizaje» –vagamente en el ordenamiento jurídico, pero con más determinación en las universidades públicas y en la Sección de Prensa y Propaganda de los medios de comunicación masivos–, sostengan a continuación que las razas (o las culturas) no existen. Se ha vuelto normal también que los exaltados del panmelanismo «defensivo» —el Black Lives Matter no es nuevo, ya se inventó en los años 20 del siglo pasado— promuevan como justo y necesario un racismo antiblanco y nos exijan financiar nuestra propia reeducación.
La guerra, incluso en sus variantes «pacifistas» actuales, se desarrolla en el espacio, es decir, sobre la tierra, pues controlarla y ordenar razonablemente la vida sobre ella es el objeto primordial de lo político. Las querellas por los conceptos, mucho más decisivas y brutales, se dirimen en el tiempo. Prima la lucha por el sentido de las palabras, por el «relato» que obsesiona a todos los modernos consejeros de príncipes –hoy llamados «analistas políticos» o «asesores», gente joven y sin experiencia de la vida, generalmente salida, como solía decir Jules Monnerot, de un sistema educativo que se dedica a «la producción en serie de cretinos artificiales»: por oposición a quienes lo son por una disposición natural, estos que florecen hoy masivamente son «cretinos cultivados, como cierto tipo de perlas»–. Una vez colonizados el logos y el diccionario políticos, es decir el «imaginario político» nacional, queda radicalmente mermada toda capacidad de resistencia. Entonces, solo entonces, la derrota frente al enemigo exterior o interior se pueden presentar como una victoria o una «homologación» política y cultural con los verdugos. Precisamente, se hablaba hace unos días aquí, con sentido de la oportunidad, de los afrancesados, arquetipo español de un imaginario político colonizado.
Se impone, pues, en cierto modo, «descolonizar el imaginario» y devolver a los conceptos políticos su sentido preciso, que no se inventa ni se desarrolla en un Think tank, sino que forma parte, por modesta que sea su alícuota, de la verdad de lo político. Necesaria para saber a qué atenerse. No sé si el «realismo político» tiene una misión concreta: tal vez, dirán algunos, la elaboración de un «decálogo» o programa que pueda ejecutar un partido político, una facción o un movimiento, pero sí sé que su razón de ser se encuentra en la desmitificación del pensamiento político. Uno de los conceptos que necesita de esta higiene mental es la «dictadura», noción asustaniños sobre la que reina la mayor de las confusiones. Un confusionismo interesado que explotan los aspirantes al poder, presentando a sus rivales como vulgares partidarios de los regímenes autoritarios y a sí mismos como «demócratas» —como si ese término tuviera un sentido preciso más allá de los tropismos mentales que adornan a la derecha demoliberal—.
Todo conspira contra el honor de los desmitificadores políticos. Sin embargo, escribir sobre el fenómeno-guerra no presupone una personalidad belicosa: probablemente solo puede escribir una teoría o una sociología de la guerra un hombre manso. Una teoría de la decisión… un indeciso. Y una teoría de la dictadura tal vez solo esté al alcance de alguien incapaz de ejercerla.
No es fácil mirar de frente a la «dictadura», concepto político sumamente inflamable que gravita sobre las situaciones políticas especialmente intensas y que se enreda con la legislación de excepción, los estados de necesidad y los golpes de Estado. El personal cree que una dictadura es lo que enseña la «vulgata antifranquista», pero no le quita el sueño un Gobierno que puede cerrar ilegalmente el Parlamento y privar a toda la nación de la libertad de movimientos. El antiparlamentarismo tiene muchas formas y las de hoy no se parecen en nada a las de hace un siglo. Sería muy interesante redactar una palingénesis de la dictadura, pues esta renace periódicamente y conviene reconocer su singo. Darle la espalda a su realidad es ignorar culpablemente la concentración momentánea del poder, una realidad que acontece ajena nuestros prejuicios morales o ideológicos, independientemente de nuestra voluntad. No saber en qué consiste compromete nuestra posición frente al enemigo que sí sepa lo que es y cómo utilizarla.
La dictadura es una institución fundamental del derecho público romano. Consiste en un levantamiento o suspensión de las barreras jurídicas con el fin de que el dictador, generalmente pro tempore, se enfrente a la situación política excepcional (sedición, guerra civil, invasión extranjera) y devuelva la tranquilidad pública a la ciudad. Una vez restaurado el orden o expirado el término previsto se cancelan los poderes extraordinarios del dictador, cuyo prototipo es Cincinato. Pero hay también en la historia romana ejemplos de desempeño indefinido (Sila) y vitalicio (César), incluso omnímodo o, como diríamos hoy, constituyente (Lex de imperio vespasiani).
El pragmatismo romano ha captado la esencia política de la dictadura: se trata de una concentración o intensificación del poder que se opone al pernicioso efecto de la impotencia del poder establecido, asediado por el enemigo, generalmente interno. Desde un punto de vista conceptual no se trata propiamente de un «régimen político», sino de una «situación política», transitoria por definición. Cualquier manifestación de poder genera siempre la crítica de los partidos o facciones rivales, pero de una manera especialmente intensa la suscita la dictadura, asociada secularmente con el usufructo personal del mando.
Toda dictadura constituye un hecho político imperfectamente sometido a un estatuto jurídico. La noción de soberanía de Jean Bodin es, en este sentido, el intento de normativizar un momento especialmente intenso del mando. Esa es la gloria de Bodin y de los legistas franceses del siglo XVI.
Durante el siglo XIX la dictadura va perdiendo poco a poco toda su respetabilidad antigua...
Leer en La Gaceta de la Iberosfera