Levítico, una pintura veragüeña
JOSÉ RAMÓN MÁRQUEZ
Hoy, para celebrar al Patrón, al Santo Isidro que como buen madrileño no era de Madrid, hubo que echar dos toros de los reseñados, que ya hacía unos días que no se veía ese prodigio. Acaso como un guiño de la escrupulosidad veterinaria, hoy en las manos de don Joaquín Pérez-Flecha Díaz, don Eloy Marino Hernando y don Juan Antonio García García, a la yunta de bueyes con la que Isidro labraba las tierras de don Iván de Vargas, sacaron dos de los anunciados y los sustituyeron por dos de José Vázquez, que nos hicieron soñar al ver de nuevo el hierro del 9, el de Aleas el de las patillas, por la Plaza de Madrid, que fue su Plaza. Los Vázquez estos, por mucho 9 que lleven herrado a fuego no tienen nada que ver con el hierro que les marcan, porque son juampedros colmenareños que, a la vista de lo visto, ni siquiera valdrían para uncirlos y ponerlos a tirar de un arado, que lo mismo se desfondaban tras trazar la besana y ya la teníamos liada.
Lo que se programó para la festividad de hoy era una corrida de toros de El Parralejo, como quien dice de la Corporación Andaluza de Desarrollo e Inversiones, que en su día decidieron invertir en ganado de Jandilla y Fuente Ymbro y dar a luz a esta ganadería. La verdad es que viendo lo bien presentados que estaban los cuatro parralejos que se libraron de la quema veterinaria y contrastándolos con los dos de Vázquez (la cucaracha y el otro) que echaron, a uno no se le figura qué diablos pudo ocurrir para que el sanedrín de Pérez-Flecha, Hernando y García estimase los dos que echaron como “no aptos”. Ya se sabe que este de los toros es un espectáculo creado de espaldas al público, caso único en el mundo del espectáculo, por lo que en la era de las comunicaciones instantáneas aún no sabemos, ni acaso nunca sepamos, qué es lo que pasó en los corrales de Las Ventas.
Para la lidia y muerte de los dos pares de toros de Parralejo y del par de Vázquez se les ocurrió componer un cartel sin mucho sentido en el que Miguel Ángel Perera, diecinueve años de alternativa, confirmaría al mejicano de Morelia Isaac Fonseca, con Ángel Téllez de testigo. A priori la propuesta no volvió locos a los abonados, que optaron por no ir o por regalar sus boletos, con lo que la Plaza mostraba sus huequecitos, que se fueron acrecentando a medida que el cambio climático se iba haciendo dueño de la Plaza, lo que viene a ser un fresquete de bigotes que provocó la huida de dos arrobas de espectadores según iban despachando a cada toro. Lo de la confirmación se explica, una vez más, con la presumible exigencia de Perera de no abrir Plaza, cosa que tanto suele incomodar.
Lo más señalado de la corrida son dos detalles de lidia antigua. El primero, el derribo del caballo de Héctor Vicente en el primer toro, más bien blatodeo, de Vázquez. Cae el penco y queda hecho un rebuño de faldas y protecciones y el picador, que ha caído de pie, no quita la vara del toro y por unos segundos está picando erguido, apoyado en las tablas. El segundo, el par al sesgo de Juan Navazo: el toro no sale de las rayas y no hay manera de bregarle para dejarle colocado en suerte y tras varios intentos, Navazo se va decididamente hacia tablas y, todo torería añeja, deja un emocionante par al sesgo, de los que tan poquísimos se ven. Junto a eso, el buen papel de Javier Ambel, Curro Javier y Juan Carlos Rey es lo que ha ido haciendo soportable la tarde.
El toro de la confirmación de Fonseca, toro vazqueño de Vázquez, es el que echó abajo al caballo, lo que dio pie al lance antes relatado. El puyazo estaba bien agarrado, pero el toro, que llegó al relance, se colocó en el pecho del arre y le hizo recular hasta que lo echó a l suelo. Sin más. El animal no se comía a nadie y nadie se metía con él: anduvo por la Plaza lo mismo que habría andado por la finca que le vio nacer, sin fijar se fue a donde Leiro, que hacía puerta y luego se dio un garbeo y después volvió al de Héctor Vicente. En lo de la muleta, poco que reseñar salvo la disposición casi novilleril del confirmante y la percepción de su valor. En su segundo no quiso el moreliano que se pasase la tarde sin que se hablase de él y propone un inicio de rodillas con un pase cambiado en el que todo sale mal: el toro se pega una costalada y el torero pierde la muleta. Sin desanimarse, Fonseca repite lo mismo y esta vez las cosas salen a su gusto y despierta del sopor a los que por allí andábamos. Plantea un trasteo atropellado en el que resaltan dos cosas: en primer lugar que le da distancia al toro, que le quiere ver galopar, y en segundo lugar su valeroso ímpetu. La faena está llena de imperfecciones y trapazos, pero ahí hay un hombre que no viene como si le sobrasen los cortijos y los Mercedes, como casi todos, y que desea dejar su impronta que, hoy por hoy no es otra que la del valor.
Perera también sorteó uno de Vázquez y otro del Parralejo. Con el primero de ellos, Humilde, número 14, dio la versión más aquilatada del Perera plúmbeo. Faena larga, como todas las suyas, en la que no concibe la muerte del toro hasta que no ha sonado el primer aviso, con un toro pelmazo y parado. Si Perera monta una clínica de ésas de trastornos del sueño, se forra, porque su toreo es capaz de curar al más pertinaz insomne. No seguimos porque la evocación ya nos adormila. Su segundo, Camillero, número 33, es un tío, fuerte y bien presentado que toma dos varas arrancándose, metiendo la cara y empujando. Desde la primera tanda el toro presenta sus credenciales embestidoras y Perera, purísima fidelidad a si mismo, le receta una de las faenas que le han servido para tener la fama que tenga. La percepción es que los muletazos a favor de obra que le va dando al toro y que entusiasman a muchos espectadores no están a la altura de las condiciones que está demostrando el toro. Nadie dude que si llega a matar le habrían pedido la(s) oreja(s), pero su pésimo uso del acero nos privó de ver cuánto había llegado ese toreo al alma de los que le aplaudían. Es cierto que esa manera de torear le ha servido a lo largo de su vida de matador de toros para ir trenzando su carrera, pero en honor a la verdad hay que decir que en esta ecuación del cuarto de la tarde puso más empeño el toro que el torero. Al final, tras haberse entregado, el toro como que se aburrió, como si hubiese visto el despilfarro que con él se cometía. Abandonó Camillero la Plaza arrastrado por los benhures de la propinilla entre aplausos y un señor de esos que ven muchos toros por la TV nos explicó con suficiencia que «a este toro no se le puede "extraer" nada más», expresión muy de mi gusto al poner al toro al mismo nivel que un pomelo o un caneton a la presse.
Y Téllez, que le dejamos para el final, porque vaya jarro de agua helada nos ha echado en sus dos comparecencias en Las Ventas. Su primero fue Levítico, número 91, un toro de capa veragüeña, ensabanado capirote y botinero, una pintura. Su segundo, Marismeño, número 90, cinqueño muy serio que derriba por dos veces a Carlos Prieto y a su aleluya. En ambos toros Téllez ha sido como un bazar chino: muchos productos y nula calidad. Apliquemos eso a sus muletazos de toda laña, si con barba San José y sin barba la Purísima, unos alicates, unas bragas, una bombilla que pone Phillips… todo barato y malo. El año pasado nos dejó con la miel en los labios y con ganas de que se cimentase más como torero, en éste nos lega la nada. Es aún muy joven, debería desoír los cantos de las sirenas y hacer volar su personalidad.
ANDREW MOORE
LO DE PERERA
LO DE TÉLLEZ
LO DE FONSECA
FIN