«los griegos [y los romanos] somos nosotros»
Xavier Zubiri
Jerónimo Molina
El suelo y la natalidad son las dos realidades prepolíticas, horizontales y profanas ambas, que condicionan absolutamente lo político –condicionante vertical es lo sagrado–. La utopía (Tomás Moro) y la ucronía (Charles Renouvin) no son la política, sino su imitación literaria invertida y desarraigada. El realismo político puede servirse de ellas polémicamente, como género literario, para elaborar la crítica de la situación política. Pero no se puede vivir políticamente en suspenso, fuera de lugar y a destiempo, contemplando la aceleración de la decadencia y esperando el apocalipsis, mientras se destruyen paisaje y paisanaje con leyes feroces, las que arrasan el campo y las que reescriben la historia, las leyes de memoria, análogo perfecto de las primeras. Es necesario ocuparse nuevamente de la tierra (iustissima tellus) y del hombre engendrado sobre ella, pues las leyes a las que aludo no son una anécdota española, sino una categoría de la decadencia de Europa –Occidente resulta ya tan vago como el Mundo libre de la Guerra Fría–.
La geografía y la historia son la política desde otros puntos de vista: el del espacio y el tiempo, el de la identidad y la memoria. El nombre del «engarce profundo entre el aspecto material y el espiritual [de la coexistencia humana], entre la tierra y la cultura» es «patria» (Juan Pablo II). El hombre que inhuma a sus muertos es un ser terrícola de un modo particularmente intenso. Como los muertos son simiente –simiente enterrada–, estos son a la vez herencia, tradición proyectada en el tiempo, es decir, historia. La política es «la urgencia del vivir», se dice en uno de los libros torales de Occidente. Es un aquí y un ahora (hic et nunc) imperiosos, porque la fortuna pasa sin remedio –certus an, incertus quando, como la muerte– de una ciudad a otra (Maquiavelo). Sobrevivir no es fácil. La historia no sólo es un cementerio de oligarquías, sino también de comunidades políticas que se han desrealizado, generalmente sin tener una idea clara de su acabamiento. Nada sabemos de esas civilizaciones perdidas, sumergidas en el mar, enterradas en el desierto o devoradas por las selvas tropicales. Aunque de Grecia (y Roma) sabemos porque, como diría Xavier Zubiri, «los griegos [y los romanos] somos nosotros», conmueve pensar que ese pueda ser también nuestro destino. Un destino o vía romana, como la sugerida por Rémi Brague: sobrevivir a la extinción política como Roma, condicionando culturalmente la posteridad del solar del imperio –al sociólogo polaco Ludwig Gumplowicz no se le ocurrió hablar de una vía fenicia, pero, casualmente, sí que solía decir algo muy parecido sobre la inefable impronta que los extintos fenicios han dejado en el mundo mediterráneo–.
Frente a la política natural –Julien Freund la llamaría política (politique politique)–, la desterritorialización y la deshistorificación constituyen la «ascética inconcreta» de una clase política que vive, literalmente, en los aviones, fuera de la realidad, «deslocalizada» y enajenada también de sí misma. Su sentido espacial es, por así decirlo, líquido, marítimo o etéreo, homogéneo, sin discontinuidades. Su sentido histórico es la cháchara romántica del fin de la historia y del fin de los tiempos apuntada en la agenda de un eterno presente. Desprecian el suelo y a quienes viven en él. Son cosmopolitas y normativistas, enemigos de los órdenes concretos; son delicados, pero no sutiles.
En la teoría del Estado de Hermann Heller, territorio (el espacio) y pueblo (¡el tiempo!) son dos elementos constitutivos de la unidad política. Francisco Javier Conde, cuya ontología de lo político (no más que un cuaderno: El hombre, animal político) constituye una preciosa nota al pie de la Política de Aristóteles –de muy pocos libros se puede decir eso en los últimos 2300 años–, señala algo parecido...
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