Puerta Grande del Timi, el presidente que con su liberalidad se resarce en Las Ventas de las veces que a él no se la abrieron Lorenzo en el Rock Ola o Martín en el Pachá
JOSÉ RAMÓN MÁRQUEZ
Antes que entrar en harina hay que reseñar, imperdonable olvido, la estocada de Morante a su segundo en la corrida del día anterior, tomando al toro en corto y marcando los tiempos para dejar un espadazo arriba en la que puede ser la mejor estocada en lo que va de Feria. Anotado queda.
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Para la tarde de hoy, bajo la presidencia de Timi, una vez más saludada por la afición con silbidos y gritos de «¡fuera del palco!», nos prepararon la tradicional corrida de Jandilla. Todo el mundo sabe que Jandilla está en Vejer de la Frontera y la baña el río Barbate, pero los toros de Jandilla están en Badajoz. Llevan el hierro de la estrella de Alférez Provisional, que fue de las señoritas Moreno de la Cova, y está compuesta por ganado de la más pura juampedrez, porque Jandilla, como tantas otras vacadas se fundó eliminando lo anterior, y como don Borja Domecq es el propietario, hace con el ganado de su propiedad lo que le da la real gana, y si no le gustaba lo de Saltillo a ver por qué no iba a poder deshacerse de ello. Don Borja también posee el hierro de la Mercedes, que fue de don Javier Molina, cuya procedencia es igual de Jandilla que lo que se llama Jandilla, pero con la cosa de que a eso lo llama Vegahermosa, que como es suyo lo puede llamar como le plazca. Nada que objetar.
Lo que si es más objetable es la blandenguería y la sosería del producto ganadero que don Borja cría en sus fincas de Mérida y Llerena, porque tener un toro cuatro años en el campo para mandarlo a Madrid a una corrida en la que ponen el cartel de «No hay billetes» y que el animal, mucha presencia y mucha conformación zootécnica, ande como un flan, y que a la primera de cambio esté con movilidad reducida o mermada, no creo que sea como para estar orgulloso, por mucho que luego le salga uno como el cuarto, Rociero, número 87, con el que el ganadero sacará pecho y fardará ante sus colegas, que se dejó la vida embistiendo.
Este viernes, junto a los toros ya citados, contrataron a Sebastián Castella, José María Manzanares y Pablo Aguado, cada cual con sus circunstancias. Castella en el año de su reaparición tras estar tres años apartado de los ruedos y dedicado a proyectos artísticos retorna a Madrid con su ganadería fetiche, la que le echó en el año 17 al toro Hebrea, que es el nombre que ponía en el programa, aunque haya pasado a la posteridad en masculino. Manzanares viene avalado por una notable nada en su actual carrera, que no es capaz de remontar a la cota de la época anterior a la aparición del virus chino, y Aguado, que tampoco acaba de remontar las cotas de interés que despertó en la afición y que parece que se va desinflando como un globo de esos de cumpleaños al mes de haber sido la fiesta del cumpleaños.
Lo más significativo de la tarde ocurrió en el cuarto, el Rociero del que se habló antes. Echando la vista atrás es posible que la de hoy haya sido la actuación mejor de las de Castella en Las Ventas en cuanto a su disposición. Él tiene la creencia de que los toreros «no vamos a matar sino a torear» y que el público «no quiere ver cómo matan a un toro, sino que quiere ver arte» y pone sus conocimientos en marcha para conseguir el tal arte o lo que él entiende por eso. Lo dudoso es el concepto del arte que el diestro maneja que, sin irnos por las ramas, podríamos cifrar en aplicar las formas del toreo moderno al toro moderno y de la excitación estética que, en los públicos, crea la cosa repetidora del toro, puesto que hay muchos que esa repetición la confunden con el toreo, especialmente si se consigue ir ligando los muletazos. Con el toro Rociero se dio esa circunstancia, porque el toro acudía a los cites de la muleta con ganas y presteza, pero las formas de Castella nunca estuvieron a la altura de la calidad embestidora del toro, que planteó una faena desordenada, con altibajos, más enganchada que lo que la claridad de la embestida del toro pedía y que, evidentemente, está por debajo de las condiciones del burel. Por el excelente pitón izquierdo le saca una buena serie de naturales al final, pero da la impresión de que no ha explotado las excelsas condiciones de ese pitón y ha preferido dejar a la mano derecha el protagonismo de una faena que comenzó con estatuarios y acabó con manoletinas y una estocada arriba. Faena acaso de una oreja que el triunfalismo del público y la benevolencia del palco transforman en dos. Faena que será olvidada más pronto que tarde, pues por encima del «arte» de Castella lo que brilla es la condición amabilísima del toro. Lo mismo que le pasó con Hebrea.
En su primero, un tremolante flan, nadie echó cuentas de él, literalmente. Lo degolló con la espada y, verdaderamente el toro no merecía otra cosa. A ambos toros de Castella les pusieron banderillas de un espantoso color morado que lo mismo tienen algún significado oculto que se nos escapa. José Chacón, de purísima y plata, estuvo hecho un tío con el capote.
Manzanares se trajo un vestido azul marino con dos super hombreras que parecían eso que se ponen los butaneros cuando suben a las casas las bombonas para no hacerse daño. Está fondoncillo, lo cual no redunda mucho en la cosa de la estética y bien es verdad que todo eso se puede olvidar si se planta a torear, pero se le ve como aburrido y sin ganas de apretar el acelerador, sin ilusión. Nos recordó al Tío Acerón, que se compró un Land Rover y nunca pasó de la tercera velocidad, y en ese registro anduvo aperreado con Lodazal, número 162, que blandeó más de lo que gusta ver pero que tuvo su castita y sus complicaciones, circunstancias que a Manzanares no le estimularon lo más mínimo. Su segundo, una cansina babosa, le inspiró aún menos. Estocada baja, pinchazo y estocada es su cuenta de resultados con el acero. Tampoco es el que era con la espada.
Y Pablo Aguado, que se las vio con el bobitonto de Secretario, número 140, blando como de barro, blando por dentro y por fuera, como el Platero de Juan Ramón, con el que nada dijo, y con el tontibobo de Iralimpio, número 6, que tenía la batería en modo de ahorro extremo, y eso que derribó al caballo en su primer vis a vis, y a Mario Benítez no lo derribó porque cayó de pie. Pura ilusión el derribo, ya que el Vegahermosa se puso receloso y parado y acabó poniendo difícil la ejecución de la suerte suprema, en la que Aguado se demoró más de lo necesario. Aguado pasa de puntillas por Madrid en su primera tarde. Le queda la de El Pilar.
Rociero, el zambombo nacido para embestir
ANDREW MOORE
LO DE CASTELLA
LO DE MANZANARES
LO DE AGUADO
FIN