Here Comes The Sun
JOSÉ RAMÓN MÁRQUEZ
No se atrevieron a titular la corrida de hoy como “desafío ganadero” o, mejor aún “desafío ganaduros”, porque no se les ocurrió, pero a ver cómo se explica que programasen una corrida de Victoriano del Río y Núñez del Cuvillo, tres y tres en teoría, que a ver quién es el guapo que explica qué interés puede tener para el aficionado medio la confrontación de esos dos hierros conocidos por su entrega a esa peste de la «toreabilidad». Acaso la gran incertidumbre de esa innecesaria confrontación estuviera en adivinar cuántos toros de cada ganadería serían rechazados, y ahí hemos de decir que ganó Cuvillo que sólo lidió dos. Núñez del Cuvillo, ganadería fetiche de José Tomás, estirpe de Idílico, llevaba desde 2019 sin lidiar en Madrid y al cabo de tanto tiempo solamente es capaz de mandar al Foro dos miserables toros, para que se vea lo que es un ganadero escrupuloso. El resto del encierro lo cubrió Victoriano del Río con los tres que le tocaban y la mella del Cuvillo también la tapó Victoriano con uno de Toros de Cortés, que es lo mismo que lo de Victoriano pero que pone Cortés, por poner algo.
A Plaza llena y tras la ya ritual exhibición de pancartas exigiendo el toro, subrayada por la de un hermoso serrucho que portaba un abonado, se produjo el acto social del paseíllo en el que, tras las grupas de los jamelgos tordos, partieron recorriendo el ruedo los toreros Miguel Ángel Perera, diecinueve años de alternativa, Alejandro Talavante, diecisiete años de alternativa, y Ginés Marín, siete años de alternativa, seguidos por la habitual santa compaña de peones, picadores, monosabios, benhures de mula y propina y areneros.
Por dar un pequeño e innecesario apunte diremos que la corrida, da igual el hierro que elijas, se movió entre la poca presencia y la mansedumbre. Lo primero ocasionó las protestas del respetable, los gritos de ¡miau!, y la demanda de ¡toro!, porque solivianta comprar una entrada para los toros y que te echen una especie de novillejos sobre cuyas orejas planea la mosca de la manipulación de las astas; lo segundo fue la constatación del toro huidizo y de media embestida, la querencia a chiqueros o el que directamente se para. Los toros, cinqueños, tenían más años que el Canalillo pero ni por esas había manera de salvar el encierro.
Sale el primero de la tarde, Espantoso, número 124, y por obra del cambio climático empieza a llover un tremendo aguacero, el bicho sale del chiquero y, al ver la que está cayendo, vuelve grupas hacia el sitio del que venía. Cuando le echan de ahí por el sistema que fuera, la afición cubierta de poncho y paraguas no cesa en la censura del animalejo que anda corriendo por el barrizal, especialmente cuando cae al entrar a la primera vara y vuelve a caer al entrar a la segunda. Arrecia la lluvia racheada y hasta el veterinario del palco, don Renné Alonso, aprovecha para cubrirse las piernas con el pañuelo azul de la vuelta al ruedo, que ya se veía que no iba a usarse. Sin cesar las protestas al toro, Perera no se amilana por el diluvio y va labrando su faena sacando una estimable serie por la derecha, muy templada y de mucho oficio antes de volver al registro más tradicional y más tedioso del veterano diestro. Al final de la faena el ruedo es una piscina, merced al terraplanamiento que perpetró Morante cuando le dio por la cosa de la agrimensura. En medio del chaparrón se tira Perera a matar, cobrando un bajonazo soltando la muleta y una estocada rinconera soltando el trapo de nuevo. Al doblar el toro, cesa la lluvia.
El segundo y último manso de Cuvillo atiende por Berlanguillo, número 71, al que Talavante recibe por lances a pies juntos, aquellos «pases de pegolete» que nos recuerdan al abuelo de Vicente Palmeiro. Tras la inanidad del animal en los dos primeros tercios llegamos a la cosa de la muleta, donde Talavante decide comenzar de igual manera que Espadas el otro día, pases por alto, uno cambiado por detrás y dos andando más el de pecho. Ya sabemos que Talavante tiene un cerebro de esponja que es capaz de imitarlo todo, como Elmyr de Hory hacía con la pintura, y se ve que lo de Espadas le llegó. El resto es la continuación de lo que sabemos: un torero que goza de bula en Madrid y al que se le le jalea (casi) todo. El resultado de su deslavazada actuación es bastante inferior al del empeño y la ilusión que pusieron sus partidarios en el aplauso, pues es una faena de altibajos, con poco temple y falta de orden y algún muletazo estimable con la zurda. No halló modelo en el que mirarse y la cosa salió como salió. Lo de matar ya es otra cosa: primero pincha a Berlanguillo en los blandos sin soltar, tira la muleta y sale corriendo con el estoque en la mano; se ve que el bicho va bien herido y quiere echarse, pero le levanta para cobrar otro pinchazo y finalmente descabellar.
Sale el sol y los que huyeron del tendido retornan sumisamente para ver a Ginés Marín, a quien le tocó el colorado ojo de perdiz Jarretero, número 156, de Toros de Cortés que, como el resto de la corrida, pasa de puntillas por los dos primeros tercios, acaso reseñar que la segunda vara la tomó en el 6. Puede decirse que lo mismo que con los dos anteriores le ocurre con el tercer tercio, porque su descastada mansedumbre le hace embestir al paso sin que la labor del torero consiga llegar al tendido ni organizar algo estimable. Por el izquierdo no quiere Ginés ni ver al toro y, llegada la hora, le suelta una estocada de efecto fatal para el manso.
El inicio de Perera con el primero de los tres de Victoriano del Río es de lo menos halagüeño, pues el bicho, que atiende por Curioso, número 109, le aprieta hacia tablas y literalmente le saca de la Plaza soltando el capote y saltando al callejón. Esa actitud tan impropia de un toro de estos de la «toreabilidad» puede costarle cara al ganadero, que uno no se anuncia con lo de Victoriano para recibir estos sustos. El segundo tercio marca el mejor momento de la tarde con la brega exquisita de Javier Ambel, la torería con los palos de Curro Javier y la sobria efectividad de Vicente Herrera, que reciben el aplauso unánime de la Plaza puesta en pie. Tras eso, como si de un teziuhtlazque o sacerdote de Tláloc se tratase, vuelve la lluvia con Perera, que se descalza para torear. Y bien decimos lo de torear, porque Perera arma una serie a derechas de gran calidad, de nuevo el temple y el oficio haciéndose presentes, que no tiene continuidad porque el toro, que ya había cantado su querencia a chiqueros y su mansedumbre, se quiere desentender de las propuestas muleteras del extremeño. Se equivoca Perera en alargar la faena más y más, porque el toro sólo podía ir a peor y vale más una faena corta e intensa que una faena hecha de reinicios y reseteos en diversas partes de la Plaza, según la conveniencia del toro. Termina con un final muy pueblerino en el que no faltan las pestosas bernardas de todos los días antes de la amargura del estoque: pinchazo, pinchazo hondo soltando la muleta y sale corriendo, media estocada y multitud de descabellos. Dos avisos y generosidad del Presidente en la dilatación del tiempo.
El quinto, número 27, era Casero, al que Talavante recibe con verónicas que no levantan pasiones.El bicho es un torejo impropio de Madrid, por muchos 597 kilos que le asignasen en la rifa de los pesos, que esas 52,54 arrobas no se veían por parte alguna. Vuelve Tala a percibir el favor de las gentes que le jalean los trapazos, la falta de colocación y los enganchones como oro molido. Podemos decir que a su manera quería hacer algo, pero que no encontró el modelo a imitar, porque ya sabemos que el Camaleón de Badajoz tiene que basar su toreo en el de alguien que le haya influido. Muchos enganchones, como se dijo antes, jalonan su irregular trasteo y, de nuevo, otro trago con el estoque para dejar un pinchazo y un bajonazo. El retorno de Tala no está resultando muy halagüeño.
Al salir el sexto explota la protesta demandando ¡toro! y coreando aquello de «manos arriba, esto es un atraco» Se recibe a Bolero, número 105, a base de silbidos, otro que no se le ven los kilos que le asigna la tablilla, que desde el principio manda las inequívocas señas que demuestran su descastada mansedumbre. No es posible explicar los empeños de Ginés Marín, tan sólo la constatación de que fueran los que fuesen no llegan a ningún buen puerto. El público se desinteresa y el trasteo no cobra vuelo. Un pinchazo sin soltar y media estocada soltando la muleta ponen fin a la tarde. Cuando arrastran a Bolero, comienza de nuevo a llover.