Pepe Campos, Pepín Jiménez, Antón Lamazares y Ángel Haro
Pepe Campos
Ayer por la mañana, en la sala Antonio Bienvenida de Las Ventas, se homenajeó al torero de Lorca (Murcia), Pepín Jiménez. Fue un acto muy emotivo. En primer lugar porque fue muy sincero y verdadero, además de merecido; y en segundo lugar porque la sala lució un lleno absoluto y el evento se siguió con llamativo silencio religioso. Pepín Jiménez, en 1981, causó en su presentación en Madrid una profunda conmoción entre los aficionados madrileños, y desde entonces —hasta 2002— fue un torero —se podría asegurar— reverenciado en Las Ventas y con multitud de partidarios. ¿Cómo podríamos definir a Pepín Jiménez como torero? Es muy difícil explicarlo. Fue un torero de enorme personalidad —algo muy raro, en cualquier labor humana—, que toreó siempre con plena fidelidad a su concepto taurómaco. Nunca se salió de su propia tauromaquia. Plagada de finura, elegancia, pureza, exquisitez, distinción, refinamiento, profundidad y torería. Agotaría el diccionario en el intento de calificarle. Pepín Jiménez fue un maestro en la geometría del toreo, pues trazó líneas curvas interiores como ningún otro torero. Fue experto en la estructura de las faenas, con presentación, nudo y desenlace. Y poseyó la medida, la armonía y el equilibrio, de ajustarse a los valores de una tauromaquia honda, bella y renovadora. Fue un príncipe del toreo.