martes, 27 de junio de 2017

Las J’hayber



 Hughes
Abc
 
El periodista Antonio Maestre está recibiendo chanzas en Twitter -”ha incendiado las redes”- por un artículo en el que se remonta a su vida en el barrio y a unas zapatillas J’Hayber, que él describe como “horrendas” y con las que hace abiertamente “realismo social”. Aquí hay una gran coincidencia generacional que celebro. En un tuit posterior ha hablado de que su artículo ha irritado a lo que él llamaba “la derecha joldaun”. Si “eso” es la derecha, yo no sé qué diría de un desdichado como yo... Bueno, sí lo sé.
 
Se ríen de Maestre, pero la tarde de Dalí él ha exhumado un fetiche generacional. Lo primero, ¿cómo se dice J’Hayber? Yo siempre dije “jota jaiber”, aunque había quien decía “jáiber”.
Decir jota jáiber ya me hacía sentir ridículo, un poco agredible:

-Cómo molan tus jota jaiber.

Pienso que siendo un niño valenciano que estudiaba los rudimentos de una lengua con apóstrofo, era yo bien idiota de decir Jota Jaiber y no Jáiber. Ahora caigo en ello.

Lo segundo sobre esas zapatillas sería precisar su status. Yo creo que de pobretón no eran ni mucho menos. Había zapatillas de mercadillo, de marcas muy raras y risibles, y luego las muy nacionales. Kelme y las Paredes las llevaba la gente que no podía llevar Nike, Adidas, cosas así. Las Converse las mirábamos como si fueran Jimmy Choos. Las Air Jordan fueron un terrible marcador de clase. Un auténtico trauma. Cuando un niño llegaba con unas Air Jordan, cómo decirlo…esa expresión “como niño con zapatos nuevos” se creó por algo. Ese niño caminaba como flotando y ponía los pies muy raros, ladeados, para que le viéramos la onda de la nike. En el niño Air Jordan había unos andares patizambos a propósito. La verdad es que presumir de pobres es tan feo como presumir de ricos, pero las jota jáiber eran, y en eso sí tiene mucha razón Maestre, muy resistentes. Demasiado resistentes. Eran zapatillas que casi podía heredar el hermano, y aportaban algo de lo que no habla en el artículo y que me parece fundamental: las j’hayber daban una falsa sensación de flotación. Y había algo fraudulento en ello, como pretencioso.


El niño de las Air Jordan disponía de una cámara de aire y algún gel que garantizaba tecnológicamente esa aspiración de la flotación que la imaginación del niño necesitaba. Las Jota Jáiber hacían algo que las colocaba entre las zapatillas normales y las otras. Tenían mucha suela y amortiguaban con excesiva goma. Eran como el 4x4 de las zapatillas. Esto estaba bien, pero a la vez mal. Éramos “falsos flotantes”, un poco advenedizos de lo mullidito, pero además es que eso lo conseguíamos a cambio de la renuncia a todo esteticismo. Las zapatillas eran utilidad pura, el sueño de una madre convertido en zapatilla. Eran resistencia, trote (e iban casi siempre asociadas a las plantillas devorolor que Maestre, con tacto, no ha querido recordar). El niño J’Hayber no sería distinto, sino uno más. Yo incluso puedo imaginar cómo jugaría al fútbol Antonio Maestre a partir de su actual contextura física y de saber que las calzaba. Y luego está el color. El tono era entre blanco y gris y con el tiempo adquirían un inconfundible color de balón de fútbol gastado, despellejado.

Es que duraban tanto que uno de mis disgustos al entrar en la Universidad fue ver que algunas de mis compañeras aún las llevaban. Yo entonces tenía un fino erotismo de tipo berlanguiano (más que tenerlo aspiraba a ello) y el efecto en las piernas de las chicas me parecía abominable y muy triste. Esto puede ser terrible, incluso un poco invalidante, en el joven que no es “tetero”, “mamario”, sino sensible a la extremidad. Las Jota Jáiber eran terriblemente igualadoras. Aunque ahora veo -entrado ya en otro “paradigma” psicosexual- que podían ser sexis a su manera (creo que las J’Hayber son perfectas para el perreo o twerking. Creo que ahora es cuando empieza “su tiempo”). En fin, que yo quizás estuviese tan quemado como el mismo Antonio Maestre, así que le entiendo, aunque mi trauma con zapatillas sea otro. En un momento económico cumbre y tras mucha labor de disuasión -y grandes notas, he de decir-, conseguí que me compraran unas Le Coq Sportif. Esas zapatillas eran todo lo que yo soñaba. Eran hermosísimas, preciosas, distintas, francesas, con una forma cercana a lo baloncestístico, pero muy elegantes. Era el gallo de la selección de Francia. Solamente decirlas ya era la leche: Sí, mira, tengo unas “lecoq”. Podía llevarlas y no sólo jugar con las más altas prestaciones deportivas sino añadiendo un “no sé qué”, un prurito estético. ¿Un dandismo quizás? Mi trauma se produjo porque el primer día que las llevé al colegio, ese mismo día, me las robaron en los vestuarios unos miserables y ya no hubo más. No hubo otras. No me duraron ni una semana y el robo se clavó en mí como las J’Hayber en Antonio Maestre. ¿Qué fue? Esas zapatillas-cisne eran perfectas para mí, y eran mías, eran distintas, superiores, nadie las llevaría, ni los pijos (siempre carentes de ese chispacillo de audacia), eran raras y me daban un porte francés. Eran mías, las tenía, y quizás, en cierto modo, yo también fuera perfecto para ellas ¿Y qué falló cuando todo estaba bien? El entorno. Falló el entorno. Comprendí que no me dejarían. Que las futuras “le coq” habría no sólo que obtenerlas, sino que esconderlas.
 
Las consecuencias psicológicas (e incluso políticas) de hecho me persiguen aún y creo que no es necesario que las refiera. Así que sí comprendo a Antonio Maestre. Beaucoup.