Volney nos llevó a Palmira, donde ya nada es igual
Francisco Javier Gómez Izquierdo
En 1977 yo tenía 18 años y el 15 de junio vi votar por primera vez. En 1977 los mocetes estábamos muy politizados y casi todos nos creíamos comunistas. Uno, que se estrenaba de obrero en CYFISA, no podía dejar de pertenecer a la clase proletaria en la que militaba el padre que había regresado de Francia. Nunca me he apuntado a nada, pero, en aquel entonces, escuchar arrobados a personajes que creíamos mártires laicos, no sólo era moda sino ejercicio obligatorio teniendo en cuenta la edad.
Era el mayor de seis hermanos y recuerdo perfectamente que con 18 años fui consciente de que debía contribuir, si me era posible, al sostenimiento de una casa en la que por las tardes, y para hacer frente a tanto gasto, los hermanos cosíamos zapatos para la fábrica Comanche. El progresismo de hoy acusaría a mis padres de explotación infantil y hasta haría una ley para meterlos en la cárcel.
El caso es que, acabado el COU, entré en CYFISA de “productor”, según ponía en la nómina, y voté como correspondía a un obrero de Gamonal. De CYFISA, recuerden los radiadores Garza, a la que ayudó a tumbar un sindicalismo feroz e inmisericorde, pasé a la San Miguel, y poco antes de ir a la mili (octubre de 1979) supe que no me volverían a llamar. Creyéndome un valiente sin pasar de un prescindible eventual puse una noche en el vestuario unos carteles del MC y una queja justa por no cobrar nocturnidad. Al día siguiente me llamaron a capítulo y me oscurecieron el futuro sin que el sindicalismo o mis compañeros tuvieran conmigo el mínimo detalle. En 1979 empecé a dudar de muchas verdades que tenía por absolutas. La mili del 80 en S. Sebastián, sembrada de muertos y heridos, me acercó a viudas y huérfanos (con el Tcol. Motos, que tenía doce hijos, estuve una hora antes de que lo asesinaran) y lecturas mucho más sabias de las que me entusiasmaron entre el 75 y el 79 alumbraron mi cerril ideario. Recuerdo aquellas prohibidas Ruinas de Palmira de un tal Volney que devorábamos con enfermiza devoción. El 23 de febrero de 1981, recién licenciado, estaba cosiendo zapatos con mis padres y en la radio votaban los diputados al presidente Calvo Sotelo. Mi madre dijo “otra guerra, no, por Dios y la Santísima Virgen”. Yo, que había visto a Su Majestad el día de Reyes y a Rodríguez Sahagún pocas semanas antes en Loyola, até cabos y me dije: “Cuánto odian todos a Suárez”.
No tengo estudios ni conocimientos de política. Soy un “currante” desde los 18 años. Aprobé una oposición para bachilleres de mi época mientras trabajaba por la noche en la lonja del pescado de Burgos y he visto muchas cosas porque las casualidades me pusieron cerca de ellas. Por eso me atrevo a decir que a Adolfo Suárez no le querían ni los suyos. Arrasó en 1977, pero a partir de ahí no ganó para disgustos. Disgustos de la derecha, la izquierda, el Ejército, el Rey... Dicen algunos que se los tenía merecidos, pero lo que creo que es innegable es la gran superioridad intelectual de aquellos hombres públicos con respecto a los que hoy viven de muchas narices a costa de la política.
Dicen que Pablo Iglesias, uno de los vividores que tratan como prostituta a la democracia que babeaba aquel 15 de junio, es profesor de Universidad y que lo es legalmente. Que sus capacidades y conocimientos han pasado los baremos pertinentes, pero a mí Pablo Iglesias no se me parece en nada a Don Godofredo o Don Apolinar, maestros de los que ya no hay. Por lo que le tengo oído, si a Pablo Iglesias le hubiera pillado el 77, nos lo hubiéramos encontrado en el Rastro vendiendo ocarinas y por las tardes en un piso de estudiantes explicando a cuatro ingenuos como el que uno era entonces el funcionamiento de la célula. Creo que el mozo no está para mucho más, pero parece ser que no. Que así como el tío es profesor con muy pocos conocimientos quiere ser presidente del Gobierno, aunque no le vote lo que él llama "gente". Sabe cosas de la democracia que a los que teníamos 18 años en 1977 se nos escapan.