Yo iba de peregrina y me cogiste de la mano
Me preguntaste mi nombre, me subiste a caballo
@Bubaor
Hughes
Abc
El discurso de Pablo Iglesias en la moción de censura ha tenido algunas cosas interesantes. Una fue haber ido más allá de la habitual denuncia de corrupción. Ha intentado algo parecido a un repaso histórico de las élites políticas. Desde Cánovas y Sagasta, el ferrocarril o las comunicaciones, hasta acabar en Rato. Ha refinado lo de la “casta” hasta un mapa de relaciones que no se dejó ningún apellido y que se remontaba incluso a décadas, siglos atrás. Ha tenido la desmesura o el talento de conectar turnismo y 78, es decir, las dos restauraciones borbónicas, relacionando ambas por el funcionamiento de las élites. Esto se suele despachar como populismo, pero también pone la lupa en algo innegable, algo que se percibe en la gestión de sectores como el financiero, por ejemplo, o en Cataluña. Y en Madrid tanto como en Cataluña. El hecho evidente de que las élites fracasan. Llevar al Congreso las relaciones entre los poderes políticos y empresariales rompe un tabú y no es necesariamente malo. Hay algo de verdad, de calle, de realidad.
Sorprendentemente, Iglesias ha cogido la bandera regeneracionista de Costa. Una bandera abandonada desde Aznar. El regeneracionismo deja de estar en boca de la derecha e Iglesias se pone orteguiano denunciando la falta de “proyecto de país” en Rajoy. “Ustedes sólo aspiran a resistir, a bunquerizarse”. Gusten o no, esas palabras describen una realidad. Algo que se proyecta desde Génova hasta los últimos rincones del país. Iglesias ha estado fino señalando una tendencia de tipo psicológico. Es una sensación que se percibe en muchos ámbitos de la vida española. La de que el único objetivo es sobrevivir. No hay futuro, no hay ampliación de márgenes. Se observa un cierre en el sistema, un repliegue, la conservación en el agotamiento sobre relaciones poco meritocráticas. Amiguismo, nepotismo, partidismo. La designación y lo discrecional sobre privilegios cada vez menos claros.
Iglesias puede no acertar en la solución, pero no siempre se equivoca en el diagnóstico.
El líder de Podemos se puso americana, estuvo más serio. Habló alguna vez para la clase media. La intervención fue cualitativamete superior, más persuasiva, matizada. Aunque la opción espante no hay que negarle los aciertos. ¿O acaso no acierta un reloj parado? Fue curioso que Iglesias, precisamente Iglesias, recordara cosas como la existencia de un duopolio televisivo. Audacia. Pero hay que insistir: no habló de la corrupción sin más. Remontó una genealogía de relaciones y tramas. “A ustedes les importa poco el mérito, sólo el colegio donde se estudió”. Pero Iglesias refina su populismo añadiendo una visión histórica y otra psicologica, el cortoplacismo, esa ausencia de proyecto que es un rasgo más de la corrupción.
Por eso estuvo mejor que otras veces. Enriqueció, le dio más complejidad a la naturaleza devastadora de la corrupción. Y profundizó en el “ricos contra pobres”. Complicó o enriqueció su habitual maniqueísmo.
En cuanto a Rajoy, empieza a gustarse demasiado como orador, adopta un aire casi chulesco con la explotación de ese supuesto gracejo remotamente british. Ahí se percibe ya el efecto corrosivo de los cobistas. Intervenciones preparadas y una relajación (casi pachorra) que acaba en trabalenguas (el “cuanto peor, mejor para todos, mejor para todos peor…).
Y resultó raro escucharle hablar de Venezuela. O que solo hable de Venezuela con Pablo Iglesias.
Efe