viernes, 31 de agosto de 2018

Los idóneos




Ignacio Ruiz Quintano
Abc

    Hacer ascos a los dictadores es como hacer ascos a las sopas de ajo. Entre otras cosas porque en España, políticamente, nunca hemos conocido otra cosa. Esto mismo de ahora, el sanchismo, es una dictadura: comisaria (o mejor, “cutrecomisaria”), pero dictadura, y enfrente sólo tiene a “los idóneos”.

    “Los idóneos” se llamaron los que se fueron con Dato cuando la escisión en el partido conservador de Maura. Hoy, las cabezas del “idoneísmo blandengue” son Casado y Rivera, demócratas a la manera española de Weyler.
    
Por temperamento y por convicción –decía el general al Caballero Audaz, soy muy demócrata… En esto llego hasta la exageración… En ocasiones he regresado de una visita a pie, aguantando la nieve y el frío, por no tener al cochero en la puerta esperándome.
    
Esto lo saben sus competidores de partidocracia, Sánchez y Pablemos, que se aprovechan de ese “esnobismo que empieza en la duda elegante y la cabriola intelectual y termina en la claudicación o en la indiferencia suicida”. De ahí la abstención de “los idóneos” ante la exhumación de cadáveres por motivos ideológicos.

    Sánchez viene de Venezuela y de la literatura energuménica que sustenta sus siglas: el “golpe de muerte a la burguesía, destruyendo el Estado social por ella creado” que prometía el tronado de Iglesias, o “la República de trabajadores” (?) del idiota de Araquistáin, para quien España era “un pueblo virgen” (?) que hay que “organizar en nación”. Y Pablemos es un Zelig de mercadillo que se cree Saint-Just salvando la Revolución mediante una “potencia dictatorial” en manos de “un hombre de genio, de fuerza, de patriotismo, de generosidad para aceptar ese empleo de la potencia pública”, o sea, él. De Pablemos corre por las redes un video que explica que lo suyo es la dictadura, pero que como la palabra “no mola nada”, la sustituye por “la palabra democracia”.

    “Los idóneos” no acaban de entender que en Madrid la democracia, igual que el madrileñismo, es una ficción literaria.

ESPAÑOLES Y FRANCESES: Un turbulento ayer, un presente mohíno, un improbable futuro. Capítulos 11 y 12 de 26


 El salón literario de Madame Geoffrin

Jean Juan Palette-Cazajus

11. Esprit, Politesse, Savoir-vivre:

Dejaré en francés, ya que su “traducción” las expone a bastante “traición”, este trío de palabras seminales: son conceptos que no admiten fácilmente equivalencias y las equivalencias perturbarían nuestra percepción de su historia cultural. A la terna Esprit, Politesse, Savoir-vivre hace Muralt amplia referencia. El siglo XVIII vio el apogeo de estas tres categorías culturales, «tan francesas», en sus mejores y peores aspectos. «L’esprit», aparte del espíritu, es la mente, en el sentido que dan a la palabra la filosofía y las ciencias cognitivas. Así la moderna «teoría de la mente» se dice en francés «théorie de l’esprit». Es decir que uno de los puntales del concepto de  «esprit» es la noción de un entendimiento de calidad que no acepta  nada que no haya sometido previamente a riguroso examen crítico. «L’homme d’esprit» supone, me atrevería a decir, algo parecido a la versión, puesta al día por las ideas de las Luces, del «Discreto» de la época barroca tal como lo postulaba Gracián.  La cultura se recomienda pero puede ser perdonable su insuficiencia si se compensa generosamente con el otro componente esencial, aquello que se llama en español «ingenio». Por fin «l'esprit abarca también algunas áreas de las que solemos reservar a la palabra «razón.

 
 Fragonard
El columpio (1769)

Aquel que no era, por aquellos años, un «homme d’esprit» estaba abocado al fracaso social, al desdén de sus pares y, más dramático aún, a la indiferencia de las damas. El «homme d’esprit» es el arquetipo de la época. Es inteligente, lúcido, crítico, culto, ingenioso; buen conversador, claro. En demasiados casos el abuso de los oropeles del ingenio en pos del fácil éxito cortesano o mundano arruinaba la calidad de muchos «esprits», del mismo modo que el exceso de sal arruina el plato. Sobraron aquellos que, de tan complacidos con el propio ingenio retornaban a la peor frivolidad y ligereza. Pero, al fin y al cabo no olvidemos que las facetas positivas del “esprit” francés engendraron gran parte de los valores que todavía nos hacen orgullosos de ser europeos. La «profundidad» autocomplacida de los germanos, la incapacidad hegeliana para la claridad expresiva, los pétreos sistemas del «Idealismo» alemán, iniciaron un camino que terminó siendo bastante más catastrófico.

La «politesse», (del latín politus, liso, brillante, pulido), se suele traducir por cortesía, buenos modales, pero hay algo más que la formalidad externa en la tradición francesa de la palabra. Aquellos que hayan leído «Tristes Trópicos», admirable libro donde Levi Strauss se suelta un poco el pelo del riguroso etnólogo, se acordarán de su descripción de los arrogantes Caduveos, pueblo fronterizo entre Brasil y Paraguay, caracterizados por la originalidad y la complejidad de sus pinturas faciales. Esas pinturas eran la «politesse» de los caduveos puesto que daban cuenta de su estado de seres humanos, civilizados, a quienes iban a su encuentro. En efecto, sólo los animales se pasean desnudos, tales como sus genitores los parieron, sin añadidos artificiales, es decir sin la marca de la cultura añadida al cuerpo de la naturaleza. Aquellas pinturas mediaban en el trato, eran la primera impresión que de ellos tenían sus interlocutores, como lo hace la «politesse» entre nosotros. La «politesse» confiere «distinción», en el sentido social y en el sentido etimológico. Es decir que hace  «distinguida» y a la vez «distinta» la persona que la ejerce, pero también,  en el mismo movimiento, la persona a quien va dirigida. Luego, la «politesse» es la manifestación civilizada del vínculo social moderno. Pone el respeto humano antes que la jerarquía social. Vemos que era una intuición de la igualdad, anterior a la manifestación política de su concepto.

 
 Caduveos

Demasiada gente identifica el concepto de «Savoir-vivre» con los modales, con un catálogo de buenos modales. Es decir que lo confunden con la acepción más estrecha que se suele dar a la «politesse». Pienso que hay que entenderlo de forma más ambiciosa y contemplarlo como la forma práctica que adopta «l’Art de vivre», el arte de vivir, considerado como un desafío humano esencial. Le «savoir-vivre» es el recetario intuitivo y razonado de los comportamientos que permiten compartir cosas como el arte, la naturaleza, la personalidad de nuestras moradas, la buena mesa, el vino y la conversación. Pero también el trato civilizado con las mujeres. «El francés le debe al trato habitual con las mujeres las cualidades amables que lo distinguen de los demás pueblos»  decía, en una obra de 1779, un autor anónimo y, se sospecha, francés. Acabamos de citar (capítulo 9) algunos de los comentarios que Béat de Muralt dedicaba, ochenta y un años antes, a esa omnipresencia de la mujer en la vida francesa. Aquel protagonismo de la mujer en el escenario social, inhabitual en el resto de Europa, solía sorprender, perturbar, chocar o complacer a los viajeros, según los orígenes o los temperamentos de cada cual. Tantas cosas que, tal vez, nos permitan sugerir que el «savoir-vivre» fue la encarnación práctica, en la vida cotidiana de los círculos franceses ilustrados, de los valores éticos y estéticos que Kant trataría de conceptualizar en su Crítica del Juicio (1791). Sobre todo, fue y sigue siendo, por vano que pueda resultar, el único consuelo frente a la imbecilidad de la muerte biológica.

 
 J. B. Charpentier
Savoir-vivre: La taza de chocolate
(1768)

A lo largo del siglo XVIII, los franceses, los de noble cuna o privilegiada situación social e intelectual, insisto, resultaban desconcertantes para la mayoría de los europeos. Artificiales para unos, descreídos para otros,vanidosos para casi todos. Ellos, en cambio, se veían como civilizados, incluso como los únicos civilizados en Europa. Ya lo apuntaba Béat de Muralt. Nadie como el tortuoso Talleyrand supo resumir aquellos años y aquellos círculos sociales: «Aquél que no conoció el Antiguo Régimen nunca sabrá lo que es la dulzura de vivir». A punto estaba de estallar el peor cataclismo de la historia europea.

12. Revolución y mutación de la identidad francesa

 No creo que puedan citarse muchos países donde un acontecimiento histórico haya separado con un foso tan hondo el «antes» y el «después» de la historia y de la conciencia nacional, como lo hizo la Revolución Francesa. En conclusión de «El pensamiento Salvaje», en un último capítulo titulado «Historia y dialéctica» donde desmonta el etnocentrismo cultural de Sartre, Lévi-Strauss analiza sutilmente la ambigua relación que mantenemos con la percepción histórica. Utiliza la metáfora de la lentilla, de la calidad de enfoque, clara o borrosa, que nos proporciona  un instrumento óptico. Lógicamente, tendemos a enfocar mejor lo cercano que lo lejano. Pero, sobre todo, tendemos a enfocar mejor las épocas y circunstancias con que nos identificamos y que valoramos especialmente. Las percibimos con mayor nitidez y proximidad que aquellas otras que rechazamos o postergamos en nuestras mentes y nuestro sistema de valores. El papel de los llamados «valores republicanos» en la configuración de la Francia moderna ha llegado a ocupar un puesto tan esencial que los tiempos de la monarquía anteriores a la Revolución son percibidos hoy, por parte de la inmensa mayoría de las conciencias francesas, con una calidad de enfoque que podemos calificar de borrosa.

 
 Rousseau, por Quentin Latour (1753)

Los revolucionarios se abrevaban en los valores de Jean-Jacques Rousseau (1712-1778), en particular en su distinción entre el hombre «natural» y el «ciudadano». El primero está dotado de juicio y sentimientos pero es incapaz de construir una colectividad satisfactoria y de acceder a una verdadera moral mientras no haya hecho suyos los valores del «contrato social» que lo convertirán en el segundo. La persona del ciudadano, es forjada por el imperio de la Ley, dominada por el sentimiento del deber cívico y movida por el patriotismo. Pasa de ser súbdito de un poder arbitrario a sujeto participativo de la «Voluntad General» Su modelo era la moral austera y heroica de la República romana, la que inspirase tantos cuadros de David. Asumían los revolucionarios que los franceses hubiesen sido ligeros, frívolos, inconstantes. Pero para ellos aquellos defectos habían sido privativos de la aristocracia cuyo despotismo y mal ejemplo habían terminado contaminando al pueblo. Para ellos el carácter nacional no era un hecho natural sino, acorde con el espíritu de las Luces y del «artificialismo» incipiente, algo que se puede rehacer y mejorar puesto que la naturaleza humana es maleable.

El concepto de regeneración estuvo siempre presente durante aquellos años. Los revolucionarios hablaban explícitamente de fabricar un «pueblo nuevo», determinado por el patriotismo y la voluntaria subordinación a la famosa «voluntad general», idealmente encarnada -se especulaba- por una nación de individuos emancipados y altruistas. En este caso la «pureza» popular la encarnaba la minoría jacobina, esencialmente parisina y dispuesta a imponer el «imperio de la virtud». El nuevo ciudadano se regía por el amor de la «nación», palabra vieja ahora remozada y cuya nueva formulación le confería, a partir de entonces, una centralidad capital. La nación dejaba de ser únicamente un sentimiento pasivo heredado de la comunidad étnica o lingüística y de la sumisión al soberano, para definirse, a partir de ahora, como el resultado de la libre adhesión y determinación de los «citoyens». La nación aparecería en adelante como el producto de la voluntad de convivencia de los ciudadanos, encarnada física y simbólicamente en una personalidad colectiva y tutelar. En 1800, Francia había cambiado de planeta. La conciencia que podía tener de sí misma estaba en vías de mutación. Habrá que esperar treinta y cinco años para que alguien, Alexis de Tocqueville, sepa enunciar claramente la naturaleza de la mutación democrática. Entretanto la necesidad histórica de enlazar el viejo mundo con el nuevo había engendrado la aventura napoleónica.

 
Francia cambió de planeta

Viernes, 31 de Agosto


Tierra
de las hondas cisternas

jueves, 30 de agosto de 2018

Uber Cuba 0006


Orlando Luis Pardo Lazo
 
Era fundador de Uber, me dijo, pero en realidad quería ser escritor. Un escritor etíope. En este caso, un escritor etíope exiliado. Un poco como yo.

Había venido huyendo de la guerra. De una de las guerras. De hecho, ni siquiera era un etíope original. En cualquier caso, en Washington, D.C., lo había sorprendido otra guerra. Casi también a muerte. Pero ese “casi” marcaba una diferencia abismal con África.

Al principio, mi chofer de Uber tuvo que hacer de todo para sobrevivir. Al final, en efecto, sobrevivió. En Etiopía, hubiera hecho lo que hubiera hecho el guerrero del timón, ahora estaría muerto y enterrado. Y sin haberse montado nunca en un taxi.

Nada más que por esta pequeña victoria personal, los Estados Unidos de América se merecen lo mejor de lo mejor. Son el último país habitable de La Tierra. El resto es socialismo disimulado.

Ahora mi chofer de Uber tenía familia. Dos hijas y una ex mujer. También un coche Honda color azul prusia, como su piel. Y me tenía sentado a mí a su lado, de copiloto.

Me iba a contar de las guerras de Fidel Castro en su país. Casi me iba a contar de los justicieros soldados cubanos que él conoció de niño, en las batallas perdidas en algún punto sin leyes entre Etiopía y Eritrea y la década del setenta. Seguro que ya estaba a punto de soltarme su perorata en su amárico castrista natal.

Lo vi venir todo clarito, clarito. Como Haile que se mata, que se manda a narrar la epopeya de las katiuskas rusas en manos de los Kunta Kinte cubanos. Por eso me le adelanté para cortarle abajo y de un solo tajo la inspiración. Si quería ser escritor, que escribiera y que no me jodiera más.

―Soy dominicano, tigre ―le dije en inglés del desierto (no me pregunten por la traducción exacta). Y entonces el gallardo rastafari perdió inmediatamente todo su interés en mí en tanto lector.

¿Salaciones de Haile Selassie, conmigo? ¡Jah! Primero soy etíope.

La dominicanidad es una verdadera bendición: agüita bendita contra el memorialismo castrista de un Uber tras otro Uber. Así sea.

Una Revolución de cuneta

¡Hay que ver la idiotez de ese animal que, pudiendo ser montado por la Democracia en vez de serlo por la burguesía y el Capitalismo, echa las patas por alto cuando ya nos íbamos acomodando a su andadura y nos deja caer malparados en lo hondo de la cuneta para que nuestras lamentaciones se conviertan luego en un motivo de regocijo popular!...



Julio Camba
Sevilla, 19 de enero de 1938

    No creo que, al comienzo de la República, pensara nadie en hacer la Revolución. A todos aquellos señores les iba demasiado bien en el machito para que fuesen a mandarlo sin más ni más al matadero. Antes, cuando lo cabalgaban otros, la cosa era distinta, pero ahora lo montaban ellos y no había razón alguna para privarse de sus servicios.

    –¡Arre, jaco, arre!... ¿Qué se creerán esos papanatas que nos miran? ¿Que nosotros no hacemos buena figura a caballo? Pues a ver si coges un trotecito saleroso para que se vayan dando cuenta...

No. Mientras aquellos señores fueron por la carretera en el machito ninguno pensó en hacerle a éste el menor daño. La idea se les vino por primera vez a las mientes en la cuneta, que es a donde fueron a parar, tan asombrados como maltrechos, cuando el pobre animal, harto de soportarlos, se encabritó y los lanzó a todos por el aire.

    –¿Qué ha pasado? –preguntó uno con voz doliente–. ¿Por qué motivo se desprende de nosotros ese ingrato animal sobre el que íbamos tan a gusto? ¿Es que su instinto no le dice que nosotros hemos venido a libertarlo de la tiranía con que lo trataban sus antiguos amos?

Por lo visto no se lo dice –repuso otro, rindiéndose a la realidad.

¡Qué bestia más resabiada! –exclamó entonces un tercero–. ¿Querréis creer que a mí me despidió por las orejas?

Yo salí por el rabo –dijo someramente un cuarto.

    Los demás no sabían con exactitud por dónde habían salido, ni se preocupaban tampoco de averiguarlo, concentrando de momento toda la atención en el examen de sus carnes magulladas. Y mientras, entre los guiños y las vayas de arrieros y trajinantes, se golpeaban aquellos hombres los chichones y se sondeaban las descalabraduras, iba germinando en sus cerebros la idea de la venganza que, si no siempre le es grata a los dioses, nunca, en cambio, se lo deja de ser a los endiosados.

¡Maldito penco! –decían–. ¡Ya verás tú lo que es bueno si algún día volvemos a pillarte! ¡Hay que ver la idiotez de ese animal que, pudiendo ser montado por la Democracia en vez de serlo por la burguesía y el Capitalismo, echa las patas por alto cuando ya nos íbamos acomodando a su andadura y nos deja caer malparados en lo hondo de la cuneta para que nuestras lamentaciones se conviertan luego en un motivo de regocijo popular!... Nuestra conciencia está tranquila porque nadie hubiese podido ofrecerle nunca más de lo que nosotros le ofrecíamos. Le ofrecíamos nada menos que nuestra espuela republicana en sustitución de la odiosa y cruel espuela burguesa y –para que no se viese obligado a tascar el freno de la tiranía– le dábamos a morder el de la Libertad... ¿Se concibe una actitud más generosa? Pero ¡váyase usted con generosidades a un jamelgo tan lleno de resabios! Para él una espuela era igual que otra por la estúpida razón de que todos se le hincaban del mismo modo en los ijares y como si entre los dos no existiese esa enorme diferencia simbólica que va de la corona monárquica a la corona mural. En cuanto pudo, la mala bestia se sacudió de nosotros, como hubiera podido sacudirse de unas moscas demasiado pegajosas, pero si algún día logramos echarle el lazo –y no en balde estamos en tan buenas relaciones con el Gobierno de Méjico- nos las pagará todas juntas. ¡Qué duda cabe de que nos las pagará! Lo que es otra vez no nos echa a la cuneta ni por las orejas ni por el rabo. Antes de darle ocasión a eso la llevaremos a la plaza de toros, donde no faltarán picadores que la monten, y allí verá ella lo que es bueno mientras nosotros corremos la gran juerga con el producto de la venta...

    Y así fue como comenzó a organizarse la Revolución. En la cuneta y con esa rabia ciega de los jinetes descabalgados contra su voluntad. Por el trastazo. Por los chichones. Por las magulladuras. Por lo desairado de la situación. Por encontrarse a pie, por sentirse en ridículo...
HACIENDO DE REPÚBLICA
EDICIONES LUCA DE TENA, 2006

Argumentos



Ignacio Ruiz Quintano
Abc

    La decadencia del respeto se aprecia en la degradación de los argumentos. Nos pastorean con lógica de pata de ganso.

    –El hombre tiene dos piernas, por consiguiente todo lo que tiene dos piernas es un hombre, luego el ganso es un hombre.
    
Y lo que al portentoso Lope valió para el teatro (“Y escribo por el arte que inventaron / los que el vulgar aplauso pretendieron, / porque, como las paga el vulgo, es justo / hablarle en necio para darle gusto”), vale al Nobel Vargas para la Iglesia y… ¡el aborto!:
    
Una institución objeto de revelaciones tan horrendas como el abuso sexual de niños y jóvenes por parte de sus propios religiosos, debía ser menos intolerante e inflexible sobre un tema tan doloroso como el del aborto.
    
La socialdemocracia es el relativismo, para cuyos adeptos todo es relativo… menos que todo es relativo. También el aborto, que, según una ministra zapateril, “es igual que ponerse tetas”.
    
Stevie Wonder culpó en la CBS al calentamiento global por el cáncer que mató a Aretha Franklin, proposición que, siguiendo la misma lógica de pata de ganso, parece el corolario ideal para la teoría de Gloria Steinem, según la cual el cambio climático es consecuencia del “parto forzado” y las restricciones… al aborto. El éxito de estas explicaciones está en que, como ocurre con las filosofías de la historia, un simple oye a Steinem, a Wonder y al Nobel Vargas y se dice: “¡Por fin lo entiendo todo!”
   
 ¿Qué tiene que ver la pederastia (por cierto, homosexual) de los eclesiásticos con la doctrina de la Iglesia sobre el aborto? ¿Por qué las “creyentes” que no abortan deciden obedecer a la Iglesia sólo en ese punto?

    –¿Por qué fue ese tratado el primero que decidieron respetar? –preguntaron al prisionero Ribbentrop, que justificaba su declaración de guerra a América por su tratado con Japón.
    
En cuanto a la mujer condenada por pobre a “ser sólo un ser ancilar”, la verdad es que los países nórdicos siguen encabezando la lista de mujeres muertas por maltrato.

ESPAÑOLES Y FRANCESES: Un turbulento ayer, un presente mohíno, un improbable futuro. Capítulo 10

Rafael
Baldassare di Castiglione (1515)


Jean Juan Palette-Cazajus

10. Algunos valores de Antiguo Régimen y sus secuelas:

Cuando los viajeros extranjeros retratan a los franceses hasta entrado el siglo XVIII -y Béat de Muralt es especialmente representativo- un conteo estadístico de las palabras más utilizadas por ellos nos proporcionaría, a buen seguro, términos como «frivolidad, ligereza, desenvoltura, locuacidad, vivacidad, buenas maneras, civilidad, ingenio, entendimiento, sociabilidad, alegría, escasa religiosidad, chovinismo y... vanidad». Levi Strauss decía que hallamos en ciertas culturas tradicionales, costumbres que sólo se pueden explicar si entendemos que la sociedad que las ha adoptado ha querido desmarcarse o hacer simplemente lo contrario de lo que piensa y practica el poblado vecino. Me atrevería a insinuar la posibilidad de que en la época álgida de su enfrentamiento, franceses y españoles hayan querido en ciertos casos y de manera más o menos consciente, desmarcarse unos de otros y significarse frente a la vida mediante actitudes contrapuestas. La «frivolidad», y la «ligereza»,  el culto al ingenio de los franceses, serían así el contrapunto de la «austeridad» y la «gravedad» hispana. Y la «vanidad» gala que presume de «civilización», el equivalente de la «arrogancia» española que presume de «honor» y «ortodoxia». Al fin y al cabo es lo que ya nos decía Miguel Servet en la cita con que abríamos este trabajo: «Los galos son alegres […] y huyen profundamente de la hipocresía y gravedad, que guardan los reconcentrados españoles». Aquella «ligereza» debe entenderse como la  voluntad de desmarcarse de su antónimo, «la pesadez», la de los plebeyos. La ligereza aristocrática proclama la superioridad «aérea» del nacimiento, percibida como una esencia impalpable que sobrevuela la naturaleza plomiza de quienes viven amarrados a la gleba. Semejante «opción» temperamental dejó su marca en la historia francesa, a veces desastrosa, y ha seguido suscitando paradójicas resonancias hasta nuestros días.

 Batalla de Crécy (1346), miniatura de la época

Se entenderá mejor ese culto de la aristocracia francesa del Antiguo Régimen a la exhibición de la «ligereza», si lo relacionamos con un concepto italiano popularizado en «Il libro del cortigiano», la obra emblemática del poeta Baldassare di Castiglione (1478-1529), escrita en 1528 y traducida al español por Boscán: el de «Sprezzatura». La traducción literal de «sprezzatura» sería «desprecio», pero mejor convendría hablar de «desdén», entendido aquí como matizado de despreocupación, de “diletantismo” -otro italianismo- en el vestir, en el amar, en el vivir y, lo más importante, en el morir. Ligereza, desdén y sentimiento de superioridad son palabras que sirven para destacar la naturalidad del valor frente a la posibilidad de la muerte y la suma elegancia de no tener que ostentarlo. El amor, la vida, la guerra, todas las vicisitudes de la vida, deben ser contempladas como minucias desde el prisma de nuestra exquisita calidad personal. La coquetería mental es suprema. El símbolo es el «hombre a caballo». El hombre de noble cuna cabalga. Cabalga en la vida y cabalga en la guerra.

 La batalla de Pavía pintada por A. Ferrer Dalmau

En Crécy, primera gran batalla de la Guerra de los Cien Años, en 1346, las anárquicas cargas de la caballería francesa se empalaron sobre las afiladas estacas que protegían las lineas inglesas y fueron desbaratadas por la lluvia de flechas disparadas por el  poderoso “Long Bow” de los arqueros galeses. 70 años después, en Azincourt, en el barro hasta los corvejones, lo más granado de la caballería francesa volvió a perecer bajo las mismas nubes de flechas, tras otra carga absurda y desordenada. Frivolidad, ligereza. Nadie pensó en sacar lecciones. La disciplina militar sólo podía ser cosa de siervos. Aquellos personajes se negaron siempre a asumir que el mundo plebeyo de los arqueros ingleses, con su entrenamiento intenso, fastidioso, al fin y al cabo anticipo de la modernidad social y militar, pudiese prevalecer sobre la superioridad innata de la sangre noble y los rituales sagrados de la guerra caballeresca. Frivolidad, ligereza, Ciento diez años después, en Pavía, en 1525, en un momento en que la prosaica artillería parecía decantar la batalla del lado galo, el monarca francés, Francisco I, hijo del mismo atavismo, pensó que la carga de los caballeros, con sus lujosas, pesadas y ya casi ineptas armaduras, era la que debía inclinar el fiel de la balanza y dignificar la victoria. Los 3000 arcabuceros, disciplinados y entrenados, de Don Alonso de Ávalos poco menos que practicaron tiro de pichón sobre la nobleza francesa. “Todo se ha perdido menos el honor”, dijo Francisco I camino de la Torre de los Lujanes. Frivolidad, ligereza.

 Dien-bien-phu, 1954

Pero es que todavía en el verano de 1914, en las primeras semanas  del conflicto, el ejército francés, guerreras azules y pantalones rojos (los alemanes iban, razonable y prosaicamente, de gris) fue conminado a suicidas cargas a la bayoneta, segadas, ya no por los arcabuces de los tercios, sino por las ametralladoras germanas. Buena parte de la oficialidad era de origen aristocrático y se ponían guantes blancos antes de caer, espada en mano, elegantemente fulminados. Aquella frivolidad mortífera era en el fondo una traición a la sociedad que les había encomendado su defensa. La frivolidad y la ligereza se habían vuelto históricamente absurdas y éticamente criminales.

 Sevilla, 8 de julio de 1982

De esta psicología de Antiguo Régimen, donde la estética y la ética, la frivolidad y la desenvoltura se mezclaban de forma casi orgánica quedó, en los «cerebros» franceses -para hablar como el Sr Fouillée- cierta fascinación hacia un tipo de comportamiento expresado por la palabra «panache». Muchas cosas se entenderán mejor -se entendían mejor- si conocemos este vocablo y su peculiar universo. Traducido literalmente, sería el «penacho», el de un ave, de un casco o de un tocado. Pero se emplea sobre todo, de forma metafórica, para significar un cóctel variable de heroísmo, de espíritu de sacrificio y de estilo. Pero ante todo esto: el estilo. No importa que ganes o pierdas, en el deporte o en la guerra. Lo que importa es cómo lo haces. Mejor una derrota con “panache” que una victoria árida. Quienes recuerden el partido de semifinales del Mundial de fútbol de 1982, en Sevilla y la derrota final, en la tanda de penaltis, de Francia frente a Alemania (¡qué casualidad!) saben lo hermoso y desesperante que puede ser un equipo jugando con “panache”, contra otro, prosaico y eficaz. Sin duda uno de los últimos casos de absurdo «panache» se dio con motivo del no menos absurdo desastre de Dien Bien Phu. Horas antes de que cayera el campo atrincherado, el 7 de mayo de 1954, sumergido por las tropas norvietnamitas de Giap y Hô Chi Minh, estando ya todo perdido, un batallón de paracaidistas salió voluntario desde Hanoi para lanzarse sobre lo que quedaba del campo. Su único objetivo: «mourir avec les copains», morir con los compañeros. Aquella batalla se libró  con “panache” novelesco durante casi seis meses. Pero nada podía ocultar los tremendos errores estratégicos y políticos que equivocaron la ubicación del obsoleto «campo atrincherado» (¡un concepto medieval si nos ponemos a pensar!) y subestimaron tanto el potencial de los norvietnamitas como el peso determinante de la ayuda china y soviética. Frivolidad, ligereza, siglo tras siglo.

Le Panache

Jueves, 30 de Agosto


Las letras de marfil que dicen

miércoles, 29 de agosto de 2018

La "computadora humana" cumple 100 años


Hoy cumple 100 años Katherine Johnson, "computadora humana" de la NASA, que calculaba a papel y lápiz las trayectorias del Apollo. Debería ser un ícono feminista, pero como no pintaba autorretratos feos ni la pelan.

@ElPerroEnLlamas

La secularización de los cementerios


Julio Camba


Proclamada la República y consignado en la Constitución su carácter esencialmente laico, había que proceder sobre la marcha a secularizar los cementerios. Pero ¿cómo se seculariza un cementerio?

Muy sencillo –exclamaron los secularizadores–. Echemos abajo esas terribles barreras que en los cementerios no secularizados se interponen entre unos muertos y otros. Cristianos o infieles, católicos o protestantes, creyentes o ateos, en una República como la nuestra, todos los muertos deben ser iguales...

Pero en el momento de iniciar la labor demoledora resultó que las barreras en cuestión carecían de existencia real. Eran un tropo, una metáfora, una figura retórica, y eso de ir con picos y azadones a destruir una figura retórica viene a ser algo así como el armarse de rifles y escopetas para cazar la hidra de la reacción. El desengaño fue tremendo. Nuestro pueblo, como todo el mundo sabe, es un pueblo eminentemente realista, y al ver que allí donde creía encontrarse con unas barreras de cal y canto no había más que barreras imaginarias, debió de experimentar una sensación análoga a la del toro cuando embiste contra un trozo de tela en el sitio donde estaba seguro de tropezarse con un enemigo de carne y hueso.

Parecerá invención, pero en un cementerio de Barcelona no hubo más remedio que construir con buena mampostería una valla de verdad, al sólo objeto de derruirla luego y poder afirmar que allí no había ya valla alguna entre el lugar donde yacían los muertos católicos y aquél donde eran sepultados los que morían fuera de la Iglesia. Fue el señor Ventosa, persona perfectamente seria, quien relató públicamente este hecho, sin que nadie lo haya desmentido hasta ahora, y, por cierto, que yo no veo en él nada que pueda movernos a burla contra los paisanos del distinguido ex ministro. A ellos les habían prometido unas vallas para que se dieran el gustazo de destruirlas, y lo prometido es deuda. ¿Que no existían las tales vallas? ¿Y qué? ¿Tanto costaba acaso el hacer unas a propósito? Indudablemente, los coterráneos del señor Ventosa tenían razón que les sobraba; pero asusta el pensar lo que hubiera ocurrido si, así como no había en nuestros cementerios vallas que demoler, no hubiese habido tampoco en nuestras ciudades conventos que quemar. El déficit de la nación hubiese adquirido entonces proporciones fabulosas.

Yo, la verdad, no sé todavía de una manera muy exacta en qué consiste eso de la secularización de los cementerios. He oído hablar de ello infinidad de veces, pero nunca he podido comprenderlo del todo. Quizá no sea lo mismo el hacer un poco de sitio para los ateos en un cementerio católico, que el hacer un sitio muy grande para los católicos en un cementerio laico; pero si no es lo mismo, es bastante parecido, y no creo que la cosa valiese la pena de una Revolución; pero ¿qué quieren ustedes?, hay palabras mágicas, y la palabra “secularización” es una de ellas. En buen romance español, no se dice secular, sino seglar; pero el pueblo soberano, que creó la palabra seglar, se queda ahora deslumbrado como un pardillo cuando oye eso de la secularización.

La palabra “secularización” es un trabalenguas, a la vez que un trabaconceptos. Es una palabra cursi, confusa y pedantesca, y con unas cuantas palabras así se puede hoy volver el mundo de arriba abajo.

HACIENDO DE REPÚBLICA / EDICIONES LUCA DE TENA, 2006

El economista

Liberalio Tonto Útil


 
 Ignacio Ruiz Quintano
Abc

Al economista de Ciudadanos, Garicano, un liberalio de los de máster en astillero, andorga antigua, memoria flaca y algo de color, la exhumación de Franco le sabe a poco.
 
Sacar los restos del dictador del brutalmente siniestro Valle de los Caídos es necesario, pero ese lugar requiere un plan integral que vaya mucho más allá de la exhumación. Por ejemplo, eliminar la simbología fascista.
 
Hombre, Garicano, y después de Franco, ¿a quién echamos de sus tumbas? ¿A sus ministros de la gobernación?
 
En cuanto a eliminar la simbología fascista (“arte degenerado”, decían los nazis en estos casos), la cosa se complica. Pase lo de cargarnos el Ave, de inaceptable simbología fálica (más lo fascista/marinettista que es la velocidad), pero ¿y la Cruz de Cuelgamuros? ¿Es fascista la Cruz? ¿Por sus brazos en alto? ¿Por romana?

    ¡Ah, la fría estética fascista! Roma. Mussolini. Clasicismo decadente. Estado Total. Pintura Metafísica. Pintura Total. Quememos, antes de que escapen vivos del manicomio, a De Chirico y a Carrà. ¿Y la Artesanía Total de Gropius en Weimar? ¿Y la Homeopatía Total de Toni Roldán?

Mientras, “La città che sale”, irradiando futurismo, que es fascismo, en Nueva York. Pronto, cerillazo a Boccioni, que hiere la sensibilidad de un liberal de Valladolid, nublándole la visión para sus investigaciones económicas. Pero ¡un momento! ¿“La città che sale” no inspiró a Picasso para su “Guernica”? Hay quien dice que sí. Ante la duda, ¿se suspende la cremación?
 
La verdad es que para un investigador económico con tiempo libre, como se le presume a un liberal, el desafío estético más interesante (aunque laborioso) sería descubrir las causas racionales por las cuales el capitalismo ha derrotado al socialismo en todos los campos menos en los de la comunicación… y el arte. ¿Por qué Marx está muerto y, en cambio, viven (¡y reinan!) Malevich, Kandinsky y Klee, la peste igualitarista que mató el arte? ¡Votad a Garicano y que ardan Cuelgamuros y la Bauhaus!

Españoles y Franceses: Un turbulento ayer, un presente mohíno, un improbable futuro Capítulo 9

 Galería de los espejos
Versalles


Jean Juan Palette-Cazajus

9. La Francia de Antiguo Régimen bajo la mirada de un protestante suizo:

Los viajeros españoles en Francia que nos hayan dejado el relato de su experiencia son infinitamente menos numerosos que en la situación inversa.Ya lo había observado Gregorio Marañón que consideraba «los libros de viaje, los memoriales y los epistolarios como el punto flaco de la literatura española». Y el excelente hispanista francés Jean Sentaurens echaba de menos «alguna bibliografía general sobre los viajes de los españoles fuera de su tierra y sobre los libros de viajes por Francia, escritos en idioma castellano. La cosa mejora algo a partir del siglo XVIII. Así el sacerdote Diego Alejandro de Gálvez, en 1755, cuenta su experiencia parisina: «Los franceses es (sic) una nación de grande mérito; su aplicación a las Ciencias, y los grandes progresos en ellas, su admirable gobierno, el vasto y ventajoso comercio que hacen, sus muchas y bellas fábricas, su política y modales; y en cuantas cosas buenas se ven en este reino, les hace recomendables, ocupando uno de los primeros papeles entre las naciones más cultas de Europa. Pero están tan persuadidos por no decir han dado en la locura, de que todas sus cosas exceden con ventajas a las de todas las naciones juntas. Tan satisfechos están de París, que les parece no hay en el Universo otra que le exceda en tamaño... Nada hay bueno sino París y su Francia. Por lo que respecta a España, la miran con la mayor bajeza y desprecio, y aún creen que todos los españoles son ignorantes».

 
 Le Brun: Pierre Séguier, Canciller de Francia con sus pajes (1655-1661)

Época fausta para la cultura francesa, más incierta y dudosa para la española. El ilustrado abate canario José Viera y Clavijo, viajero en París en 1777, opina así que  «creo que nosotros tenemos más razón de admirarnos de lo ignorante que están los sabios Franceses de las cosas de la España, que de lo instruido que se hallan en las demás cosas». El botánico y naturalista Antonio José de Cabanilles, amigo del anterior, le dirige, en 1779 una carta escasamente entusiasta: «Amigo y dueño mio: ya se verificó nuestra buelta a esta Babilonia, y hemos dejado la pureza y diversion de Atis por la imundicia de Paris: que puerca, obscura y desagradable la he encontrado! Como yo no voy a ningún espectáculo, ni tengo más comercio que con mi calle y un par de Yglesias que descubro desde la puerta, me veo en la precisión de apechugar con libros y papeles hasta artarme». Pero estos viajeros, incluso estando en Francia mantienen la mirada obsesivamente mediatizada por los problemas de la realidad patria. Obsesionados por las comparaciones, pierden de vista la Francia de lo cotidiano.

 Por esto dedicaremos algunos instantes a unas consideraciones apasionantes por la agudeza, la lucidez, la perspicacia de su autor y la fecha en que fueron escritas. Se trata de las «Lettres sur les Anglais et les Français» (Cartas sobre Ingleses y Franceses) del escritor suizo Béat Louis de Muralt (1665-1749). Escritas hacia 1697, es decir en el apogeo del largo reinado de Louis XIV (72 años si incluimos la regencia de su madre Ana de Austria, hija de Felipe III), el más grandioso, glorioso y ruinoso de la historia de Francia. Estamos en vísperas de la Guerra de Sucesión de España que amargó los últimos años del reinado. Las cartas sólo se publicaron más de un cuarto de siglo después, en 1725. Muralt nos habla pues de un carácter y unas costumbres que se corresponden con el momento áureo de la Francia de Antiguo Régimen. El autor había sentado plaza en la Guardia Suiza del monarca francés, donde llegó al grado de capitán. En la segunda mitad de su vida escribió numerosos textos religiosos en la línea del llamado «pietismo», una versión individualista, crítica y austera del luteranismo. Es decir que procedía de una Suiza protestante cuya sencillez y rigor de costumbres nada lo predisponían a la indulgencia con el muy formal catolicismo de corte y la feria de las vanidades y del poder que pudo presenciar en Versalles. Aquella cultura era muy diferente de la que se irá desarrollando a partir de la muerte del llamado «Rey-Sol» en 1715. Una cultura de las apariencias y el boato que se verá sustituida por una cultura de la intimidad y de la naturalidad;  una cultura normativa y artificial que dejará paso a la sutileza y la sensualidad; una cultura absolutista que será pronto socavada por las ideas de las Luces. Por esto nos puede sorprender, más allá de la distancia y las reservas, la persistencia de una evidente empatía:

 
 Nicolas de Largillierre
Retrato femenino, 1696

-«Los franceses, más que ninguna nación que yo conozca, cuidan de presentar su lado bueno y tratan de que la primera impresión les resulte favorable».

 -«Los franceses son educados, atentos, solícitos […] parecen hechos para la vida social […] pero no se dan por satisfechos con los sentimientos de amistad que inspiran […] quieren ser aplaudidos y admirados […] particularmente por nosotros los extranjeros […] casi piensan que esa es nuestra obligación…»

-«…Estiman tanto el ingenio, los buenos modales, las apariencias que descuidan lo realmente importante[…] Prefieren el gusto de aparentar al de ser realmente».

-«La bondad de corazón [···]es propia a esta nación[...]lo que hace de los franceses[…] los amigos más atentos.[...]Pero he aquí al mismo tiempo una gran rareza: […] es por el ingenio y el entendimiento, que consideran generalmente opuesto a la bondad, que los franceses desean ser alabados. Aunque por ello quedasen comparados con el diablo».

-«[...] Otra distinción que despierta la avidez del francés es la autoridad, el gusto por el mando…»

-«Los franceses son poco sensibles a la libertad […] La poca que les deja su príncipe la sacrifican a la costumbre de la que son esclavos[…]  «¡Esto se hace! ¡esto no se hace!» son  razones  sagradas para aprobar o condenar algo.

-«[...] Los que se consideran hombres libres, o aquellos a quienes les importa la libertad no consideran los franceses como un modelo y no los admiran»
.

 
Nicolas de Largillierre
Preceptor y alumno, 1685 

-«Una cosa que no se puede separar del talante francés en la conversación es la cortesía. No se contentan con rehuir la aspereza y lo chocante...quieren atraer y distinguirse mediante la cortesía».

-«La importancia de la indumentaria es más considerable en Francia que en ninguna otra parte...En esto los franceses le deben mucho a las mujeres que no se quedan en casa y corren a lucirse al igual que los hombres.[...]¿Tendremos que aprobar la extrema libertad que las mujeres tienen en Francia?  Estaremos de acuerdo que el comercio frecuente y libre entre los dos sexos las preserva de la corrupción grosera a la que sucumben en otros países algunas mujeres a las que tratan de mantener encerradas?»

-«Sus buenos libros […] pintan el amor de una manera que no lo desacredita, Hacen de él una de las cualidades o circunstancias ordinarias al hombre y de las que no tiene por qué ocultarse ni sentirse confuso.[…] La ópera [...]es una de las fuentes [...]de donde esta nación saca su carácter. Allí el amor se representa como lo que hace la felicidad de la juventud[…] y despierta el gusto por él en los espectadores. Las danzas de hombres y mujeres mezclados contribuyen a ello.[…] las madres llevan sus hijas a la ópera y los maridos allí conocen a sus mujeres».

-«El francés hace de la vida un rato placentero, un paseo. Otros la ven como un asunto serio, un viaje».

-«La nación francesa, más que cualquier otra es sujeta al cambio y sensible a  la novedad».

-«El pueblo es menos insolente y de mejor trato que en otras partes...soporta la dominación por dura que sea. Admira con sumisión todo lo que tiene aires de grandeza
».

-«Los franceses quieren a su rey más que cualquier otra nación. Toda la importancia que le dan  a su nación la concentran en su persona».

-«Los ingleses hacen la nación inglesa […] Es la nación francesa la que hace a los franceses[...]Los franceses se consideran como el pueblo civilizado, el que sobrepasa a los demás en entendimiento y buenos modales[...]y solo les falta dominarlos también por su potencia. Esta ambición es lo peor en el carácter de los franceses y una cosa que los distingue de los ingleses, satisfechos con la idea de que su modo de vida es el mejor y que dejan que el resto del mundo se gobierne como bien le parezca».


 Louis Le Nain
Familia de labradores

Béat de Muralt termina pensando, todo bien sopesado, que «al fin y al cabo ni merecen los franceses el odio que tanta gente les tiene, sobre todo los ingleses, ni la admiración que despiertan en otros. Parece que el efecto que deben producir sobre quien los conoce es quererlos y reírse un poco de ellos».

Las citas, en su brevedad descontextualizada, pierden calidad expresiva y sólo pueden desvirtuar  la sutileza y penetración de los análisis de Muralt. Sólo pueden invitar a la lectura sosegada de sus consideraciones. El autor suizo escribe con cierta calidad de estilo y es perceptible la voluntad de acatar las normas del clasicismo francés. Para el autor, Inglaterra es entonces el país de la libertad en fuerte contraste con el absolutismo galo. Habrá que esperar casi un siglo para que la Bastilla sea derruida y Francia se convierta en el adalid de las libertades modernas.

 
Versalles desde el Gran Canal

Miércoles, 29 de Agosto


Un colibrí de amor entre los dientes

martes, 28 de agosto de 2018

Ay, liberales



Ignacio Ruiz Quintano
Abc

    En España no hay liberales, sino totalitarios. Lo dijo una vez el Gallo de Arévalo y le cayeron encima todos nuestros liberales, que van del caudillo autocrático al demócrata oligárquico.
    
Al totalitario lo mueve sólo su ideología, esa visión del mundo que se tiene desde la posición que uno ocupa en el mundo, que en el caso del liberalio (liberal con mamandurria del Estado) es magnífica, pero limitada, razón por la cual toda ideología es falsa.

    Vienen del Sinaí, no del Partenón.

    –Pero lo que carezcan de verdadero liberalismo en su actuación política –observa Rangel, lo van a compensar con un anticlericalismo radical.
    
Así descubrió la Iglesia que el marxismo, antes que otro enemigo como el liberalismo secularizador, era su aliado “táctico” ideal para echar del templo a los mercaderes, convertidos en los mayores enemigos de la salvación.

    El liberalio anda estos días amparando la exhumación de cadáveres por motivos ideológicos con el mismo desparpajo que en el 31 amparó la quema de conventos por motivos ideológicos, contra la cual, entonces, sólo se alzó Gregorio Marañón, uno de los tres padres espirituales de la República, con Ortega y Pérez de Ayala, que dejó de atizar a Benavente para establecerse como el “enchufista” predilecto del nuevo Régimen (fue al mismo tiempo alto empleado oficial, diputado en las Constituyentes, director del Museo del Prado y embajador en Londres).
    
Lo que caracteriza a este liberal (el falso, pero, con mucho, el más numeroso) es el pánico infinito a no parecer liberal –anota Marañón en su “Liberalismo y comunismo” del 37 en París.
    
De reducirse a una causa la actual “crisis de ciudadanía”, Marañón señalaría la simpatía de los liberales (¡no parecer “enemigos del pueblo”!) por el más antiliberal ideario político: el leninismo. Para Lenin la fidelidad al pasado suponía traicionar al porvenir, máxima maquiavélica éticamente inaceptable si el cambio de chaqueta no se justifica por una continuidad en la conducta.

Avísalo con un lazo amarillo

Los del "No a laguerra" bailando el "Bomb, bomb, bomb, Irak" de McCain con la melodía de los Beach Boys

ABC

Españoles y Franceses: Un turbulento ayer, un presente mohíno, un improbable futuro Capítulo 8

 Los oficios
Azulejo catalán, siglo XVIII

Jean Juan Palette-Cazajus

8. De la francofobia popular a la francofilia de José Cadalso:

En esta “poca afición a oficios y trabajos” coinciden los autores de ambos países. Las causas históricas siguen siendo tan estudiadas como discutidas. Francia era desde la Edad Media el país más poblado de Europa. Su población era casi cuatro veces superior a la española y numerosos eran los franceses humildes que «emigraban» a España donde los esperaban muchos huecos sin cubrir en el maltrecho tejido económico. «Manadas de franceses, que como ovejas se pasan del rigor de sus países al extremo de sosiego y cristiandad del que saben goza España» comentaba un contemporáneo. Se entiende que la opinión que de los franceses tenían los españoles estuviese fuertemente mediatizada por la notable presencia de estos trabajadores y menestrales durante los siglos XVI y XVII. Su número disminuyó notablemente durante el XVIII. Por dar un solo ejemplo, en torno a 1600, vivían unos 15 000 franceses -algún autor habla de 30 000- en el Reino de Valencia, cuando la población total no llegaba a los 300 000 habitantes. «Si hay tantos franceses ... es debido a la salida de gran número de moros, expulsados por el rey Felipe III» comentaba el hugonote Antoine de Montchrestien, inventor del concepto de economía política.

 José Cadalso (1741-1782)

Desempeñaban oficios de mercaderes, cocheros, lacayos, tenderos, molineros, tejedores, curtidores, buhoneros, cerrajeros, aguadores, titiriteros, peluqueros, cocineros, carboneros, carniceros, taberneros. También profesiones más nobles como la de impresor, una de las más peligrosas por la siempre latente sospecha de contribuir a propagar herejías e ideas impías. Al menos en el caso de Valencia, había asimismo muchos labradores. Escribía el viajero y naturalista inglés Francis Willughby (1635-1672) «La verdad es que en España casi todo el trabajo lo hacen los franceses. Todas las mejores tiendas pertenecen a franceses, los mejores artesanos de todas clases son franceses y creo que casi una cuarta o quinta parte de la población de España la constituye gente de esa nación». La mayoría de aquellos inmigrantes terminó fundiéndose totalmente en la población española. Pero durante muchos años la presencia de esta "inmigración" modesta, suscitó recelo popular, hostilidad muchas veces, cuando no violencias con ocasión de las guerras entre las dos monarquías. El conocido viajero Barthélémy Joly escribía en 1604 que «los valencianos, como si el ser extranjero fuera un vicio, tratan a los franceses poco menos injuriosamente que los de Cataluña».

Resulta que hoy la historiografía se ha vuelto notablemente más benevolente con el siglo XVIII español, al menos por lo que se refiere a la segunda mitad de la centuria, y se ha pasado de la idea de la decadencia a la de la regeneración. Pero en 1782, en aquel contexto prejuicioso, un plumífero francés de segunda fila, Nicolás Masson de Morvilliers publicó en «La nouvelle Encyclopédie» un texto titulado "Que doit-on à l'Espagne?", ¿Qué debemos a España? La respuesta era: poco menos que nada. Huelga decir que la reacción en España fue volcánica, tanto por parte de quienes leyeron el panfleto, en realidad muy pocos, como por parte de quienes no lo leyeron, casi todos. Entre las réplicas airadas, recordemos la de Juan Pablo Forner en su «Oración apologética por España y su mérito literario» (1786), la cual fue contestada en tono tan irónico como amargo por León de Arroyal en un panfleto cuyo título, «Pan y toros», (1793), se iba a convertir en tópico expresivo. Hasta entrado el siglo XX, el libelo del inoportuno Masson constituyó para algunos el odiado símbolo de una muy improbable hostilidad francesa pues el personaje era harto segundario y nada representativo. En cualquier caso sus vituperios no podían hacer olvidar que la hispanofobia virulenta e «institucional» procedía masiva y esencialmente de los países protestantes.

Tipo de barcaza cañonera en que murió Cadalso

Lo recordábamos hace un rato. Sesenta años antes que Masson, el insigne Montesquieu también se había dejado llevar por cierta mala leche antiespañola en su «Carta Persa LXXVIII». En ella se burlaba de los españoles, sin hacer demasiada sangre y retomaba los tópicos de la época de los Austrias. Sus pullas más aceradas son las que insisten en pintarlos, consabidamente, como perezosos y "bigots", o sea intransigentes meapilas. Mucho más interesante y significativa que el propio texto de Montesquieu, es la respuesta que dedicó a lo que él llamaba "Carta Persiana", el coronel Don José Cadalso, uno de los españoles más inteligentes y lúcidos de su tiempo. Murió trágicamente en 1782, a la temprana edad de cuarenta y un años, a bordo de una de aquellas barcazas cañoneras inventadas por Antonio Barceló (1717-1797) para el último y fracasado sitio de Gibraltar. La brevedad de su vida truncó una obra que se anunciaba especialmente clarividente. Cadalso había vivido mucho tiempo en Francia, también en Inglaterra, y él mismo cuenta cómo ingresó en el “Seminario de Nobles” de Madrid «con todo el desenfreno de un francés y toda la aspereza de un inglés».

La deliciosa «Carta marrueca LXIII» recoge su gran irritación por el afrancesamiento de las costumbres. Los «petimetres», o sea los «petits-maîtres», los «bobós» de la época, además de vestir a la francesa, saturaban su vocabulario de palabras que la época no llamaba todavía “galicismos” sino “francesismos”. Pero nada de ello es obstáculo, en Cadalso, para una vibrante francofilia. Sentimiento que caracteriza la «Carta marrueca XXIX», de la que citaré amplios extractos, por resultarnos interesante por partida doble en el asunto que nos ocupa. El contenido es inusitadamente afable con los franceses, sin duda el primer texto en este sentido desde el famoso alférez Gutiérrez Díaz de Games entre 1404 y 1406. Pero detrás de los cumplidos de Cadalso, y un poco como nos ocurrió con el paralelo entre las opiniones de Herrero García y las de Guez de Balzac, se pueden vislumbrar en filigrana algunos de los tradicionales defectos, o considerados como tales, achacados durante siglos por los españoles a los "gabachos". Leamos:

 Cartas marruecas

- «...Los franceses están tan mal queridos en este siglo como los españoles lo estaban en el anterior, sin duda porque uno y otro siglo han sido precedidos de las eras gloriosas respectivas de cada nación, que fue la de Carlos I para España, y la de Luis XIV para Francia. Esto último es más reciente, conque también es más fuerte su efecto; pero bien examinada la causa, creo hallar mucha preocupación de parte de todos los europeos contra los franceses. Conozco que el desenfreno de su juventud, la mala conducta de algunos que viajan fuera de su país profesando un sumo desprecio de todo lo que no es Francia, el lujo que ha corrompido la Europa y otros motivos semejantes repugnan a todos sus vecinos más sobrios, a saber: al español religioso, al italiano político, al inglés soberbio, al holandés avaro y al alemán áspero; pero la nación entera no debe padecer la nota por culpa de algunos individuos. En ambas vueltas que he dado por Francia he hallado en sus provincias, que siempre mantienen las costumbres más puras que la capital, un trato humano, cortés y afable para los extranjeros, no producido de la vanidad que les resulta de que se les visite y admire, como puede suceder en París, sino dimanado verdaderamente de un corazón franco y sencillo, que halla gusto en procurárselo al desconocido.»

- « [...] Ni aún dentro de su capital, que algunos pintan como centro de todo el desorden, confusión y lujo, faltan hombres verdaderamente respetables. Todos los que llegan a cierta edad son, sin duda, los hombres más sociables del universo, porque, desvanecidas las tempestades de su juventud, les queda el fondo de una índole sincera, prolija educación, que en este país es común, y exterior agradable, sin la astucia del italiano, la soberbia del inglés, la aspereza del alemán ni el desapego del español […] El mismo hecho de ser extranjero es una recomendación superior a cuantas puede llevar el que viaja».
 
- «La misma desenvoltura de los jóvenes, insufrible a quien no les conoce, tiene  un no sé qué que los hace amables. Por ella se descubre todo el hombre interior, incapaz de rencores, astucias bajas ni intención dañada […] Del mismo dictamen es mi amigo Nuño, no obstante lo quejoso que está de que los franceses no sean igualmente imparciales cuando hablan de los españoles....»

 Petimetre

Creo que será útil abrir aquí un pequeño inciso sobre la percepción histórica de aquellos siglos por los franceses actuales. Vaya por delante que el sentimiento de la mayoría es la más completa indiferencia por una razón muy sencilla: la absoluta ignorancia y desconocimiento de los datos de la Historia. Dicho lo cual convendrá observar que la mayoría de los enfrentamientos militares entre la monarquía «católica» y la monarquía «muy cristiana» se desarrollaron, si exceptuamos las Guerras de Italia, en zonas pertenecientes al Norte y el Noreste de Francia; que el porcentaje de lansquenetes alemanes alcanzaba, a veces, una tercera parte de las tropas imperiales; que el adversario inicial fue el  borgoñón y francófono Carlos de Habsburgo, Primero de España, pero básicamente conocido en Francia como Charles Quint, o sea, Carlos Quinto de Alemania.Tras él, vinieron los monarcas de la dinastía austriaca con sus ramificaciones y alianzas centroeuropeas. De modo que todo ello, condicionado por el peso de la posterior historia, contribuyó a dar a los escolares franceses, educados en el mito de la continuidad historica, la  errónea y difusa sensación de que aquellos enfrentamientos no eran sino los primeros episodios de la "eterna" enemistad francoalemana. Pocos franceses conocen los dimes y diretes de aquella rivalidad político-dinástica y pocos tienen el sentimiento o el conocimiento de haber estado tanto tiempo en guerra con España.

La batalla de San Quintín (1557) según la tele

Martes, 28 de Agosto


Nadie comprendía el perfume

lunes, 27 de agosto de 2018

La dolce vita

 La dolce vita

Ignacio Ruiz Quintano
Abc

    Es lo de Mahoma y la montaña. Si Mr. Marshall no viene a Tebas, Tebas irá a Mr. Marshall. Y para inaugurar la Liga en los Estados Unidos, una genialidad, o sea, un Gerona-Barcelona. ¿Cómo no se nos ocurrió antes?

    Recordemos, servida por Jean Palette, una idea de Ganivet, aquélla de que España es una nación absurda y metafísicamente imposible, y el absurdo es su nervio y su principal sostén:

    –Su cordura será la señal de su acabamiento […] Quiero decir con esto que Don Quijote hizo tres salidas y que España no ha hecho más que una y aún le faltan dos para sanar y morir.
    
Todo indica que esa tercera salida será la Liga de Tebas en los Estados Unidos, y para empezar, un Gerona-Barcelona. La Gerona de Palafox y Dalí y el Barcelona de Gamper y Messi. ¿Dónde? Lo suyo sería Las Vegas, con esos hoteles que parecen sacados del calcetín de Tàpies, pero Nevada es un desierto como Pucela, malo para la hierba, y el Barcelona pide una alfombra como los campos de golf de Trump en Miami.
    
Si no los miras y oyes sólo el ruido del balón, parece una canción –susurró un día Roura, el entrenador de rondos en la Masía, al Tato Martino, que ignoraba los secretos del tiquitaca guardiolés (“En España, sólo a mí y a Bielsa nos gusta cortita”, tenía dicho el Gandhi de Sampedor).
    
Qué canción? “Bon cop de falç! / Bon cop de falç, defensors de la terra! / Bon cop de falç!”

    –En la segunda parte, el césped estaba muy alto –fue una vez la explicación de un canterano del Barça a su mal partido en Pamplona.

    La hierba cortita, como tallos de juncia, es el manjar culé del canterano triscador: el doctor Juan de Dios Huarte advertía ya en 1575 que cuando nos acordamos de algún manjar delicado y sabroso la sustancia vital acude al estómago y llena la boca de saliva, y es tan veloz su movimiento que si alguna embarazada tiene antojo de cualquier manjar y está siempre pensando en él, vemos por experiencia que arriesga abortar si luego no se lo dan.

    El sábado, en Valladolid, falló el césped, y las Desdémonas del Barcelona no pudieron desmayarse como acostumbran, por temor a lastimarse su pie inverosímil en el barbecho pucelano, y “amenazaron” a Tebas con no viajar a los Estados Unidos, si la hierba no es lo bastante cortita para cantar la canción que Roura oye en los rondos. Pero si Morante consiguió que en Madrid le quitaran la lenteja al ruedo que estorbaba para sus verónicas sin toro, ¿no va a conseguir Busquets que en Miami le corten la hierba donde echarse para ejercitar las dos cualidades que según Bergson constituyen el juego de la vida: elasticidad y tensión?
    
Después del Barcelona-Sevilla de Rubiales en Tánger, un Gerona-Barcelona de Tebas en Miami, lejos de la guerra civil Tractoria-Tabarnia, que a saber cómo pintarán los bastos el 27 de enero.
    
El saque de honor del Gerona-Barcelona lo haría Sánchez, que descendería al círculo del campo en helicóptero, escena ensayada este fin de semana en la finca toledana de Quintos de Mora. Con los contribuyentes circulando a 70 kilómetros por hora en la M30 por el antojo de los comunistas colocados en el Ayuntamiento de Madrid, el hiperactivo presidente está condenado a moverse por el aire, adquiriendo una pericia que le vendrá muy bien para el espectáculo de presentación americana de la Liga. Dado que en los Estados Unidos creen que España es México (políticamente, no sin razón), y para evitar que el ingenuo público confunda nuestro helicóptero presidencial con otra fuga del Chapo Guzmán, el genio de Iván Redondo podría recurrir al truco de Fellini en “La dolce vita”: un helicóptero que sobrevuela Roma con un Corazón de Jesús colgando, seguido por otro helicóptero informativo con el reportero Marcello Rubini. Redondo, fecundo en ardides, sólo debe cambiar la estatua del Corazón de Jesús por el cuerpo de Franco y a Marcello Mastroianni por Nachete Escolar. Sánchez, como se dijo, haría el saque, y consolidado en enero como dictador soberano (ahora sólo es un dictador comisario) podría incluso jugar un tiempo con cada equipo.

La dolce vita

EL SUEÑO DE KROOS

    Si Piqué se queja del césped, Kroos se queja del sueño. “Normalmente estoy durmiendo a esta hora”, dijo mientras jugaba contra el Getafe su juego wagneriano, ya que Wagner se adapta muy bien a banda, y siempre con metrónomo, como exigía el maestro Luna, para que hasta el último tonto mantuviera el compás. Es el sueño que Schuster pasó en el Barcelona de Maradona (¡y Cyterszpiler!), que volvía a dormir a casa cuando el alemán se levantaba para correr. Igual que Kroos, Luna era de pelo rubio, corto, y se peinaba “a lo Amadeo”. Y tampoco le gustaba la noche: componía de día, pero con luz eléctrica, para hacerse la ilusión de que era de noche. Y mientras Kroos juega, el pipero sueña, y su sueño se llama Mbappé.

Españoles y Franceses: Un turbulento ayer, un presente mohíno, un improbable futuro Capítulo 7


CAPÍTULO 7  (de 26)


[Este trabajo constituye la refundición de un artículo publicado en 2015

 en el N.º 28 de la revista «Encuentros en Catay»

 Julio Caro Baroja en la biblioteca del caserío de Itzea


Jean Juan Palette-Cazajus

7. Julio Caro Baroja, el escepticismo y la lucidez

Por todo ello es hora de aludir a un trabajo algo olvidado de un gran historiador, etnógrafo, polígrafo, dibujante, cuya impronta en la segunda mitad del siglo XX fue notable. Hablo del estupendo Julio Caro Baroja (1914-1995) que publicara en 1970 «El mito del carácter nacional, meditaciones a contrapelo». El sobrino de Don Pío había heredado toda la sorna y el escepticismo del linaje barojiano y el título enuncia sin ambages la postura adoptada frente al problema que nos tiene  en vilo. Como sabe quien conozca la obra, su autor no diserta sobre el tema, propiamente dicho. Tal vez para evitarse problemas con un régimen político que, próximo a su final, seguía rigiéndose por una definición, bastante fantaseada y discutible, del país y de su historia. El texto se podría resumir como un catálogo comentado y razonado de la bibliografía sobre el tema hasta la Guerra civil.

Empezando con el «Libro de Aleixandre», a principios del siglo XIII:

          «Los pueblos Despanna (sic) muchos son ligeros,
          Parecen los franceses valientes caballeros…
          Engleses son fremosos de falços corazones,
          Lombardos cobdiciosos, alemanes fellones».

 
 Estatua yacente de Du Guesclin
Basílica de Saint Denis

No es casualidad que aquellos fueran los tiempos de Blanca de Castilla (1188 - 1252), esposa primero, luego viuda de Luis VIII de Francia, regenta del Reino durante la minoría de su hijo el futuro San Luis.  La abuela de Blanca, no era otra que la famosa Leonor de Aquitania (1122 – 1204), cuya boda con el monarca inglés Enrique II a quien aportase su inmenso ducado, había provocado ya los primeros encontronazos entre franceses, aliados de Castilla, e ingleses. Resumiendo: vemos que ya en el siglo XIII los juicios que los pueblos emiten unos sobre otros están lógicamente mediatizados por la contingencia histórica y en aquella época las circunstancias propiciaban cierta francofilia castellana.

Que irá perdurando como se verá, a raíz de las vicisitudes de la primera guerra civil castellana (1366 – 1369), donde intervienen franceses e ingleses. Constituye, para los historiadores, un claro episodio de la Guerra de los Cien Años la sangrienta batalla de Nájera, en 1367. En ella caerá prisionero del Príncipe Negro, Bertrand Du Guesclin, tan feo y contrahecho como recio, valiente y astuto. Fue en esta ocasión cuando dijo, como nos enseñaban de críos, en el colegio: “Todas las mujeres de Francia hilarán con su rueca para pagar mi rescate”. El caudillo bretón participará luego, de forma más o menos legendaria, en la muerte de Pedro I, “el Justiciero” para unos, “El Cruel” para otros, tras la batalla de Montiel, en 1369. Ya recordarán aquello de «Ni quito ni pongo rey....». Agradecida, la dinastía Trastamara mantiene la alianza con Francia, razón por la cual allí se encuentra, a principios del siglo XV, practicando el corso contra los ingleses, el alférez Gutiérrez Díaz de Games (1379 - 1450), al servicio de Don Pero Niño de quien relatará más tarde las hazañas en el famoso «Victorial», o «Crónica de Don Pero Niño». Las efusiones francófilas del valiente alférez merecen un breve alto en el camino, ya que, a partir de entonces, las opiniones sobre los franceses tenderán, como mínimo, a ser más mitigadas y en este aspecto, como diría un castizo: “¡Hasta hoy!”: «Los franceses son noble nación de gente; son savios e muy entendidos e discretos en todas las cosas […] son muy gentiles […] son francos e dadivosos […]son muy corteses e graziosos en su fablar […] son muy alegres…». ¡Para qué quieres más, Tomás! Para remate, los ingleses, ellos, entre otras cosas, «non an amor a ninguna nación».

 
 Sargento de los Tercios

Al hilo de las preguntas inducidas por las opiniones de Monsieur Fouillée, hemos aludido a la tradición pesimista española, cuyos referentes nos enumera puntualmente Caro  Baroja. El polígrafo vasco llama nuestra atención sobre un tipo de pesimismo, no sólo antropológico, sino también «fisiográfico» en general: malos son los hombres y mala la tierra. Al fin y al cabo lo que venía glosando Unamuno en espléndido artículo publicado en el diario “Ahora” del 22 de agosto de 1933 bajo el luego tan manoseado título de «País, paisaje y paisanaje»”. Notemos de paso que el “paisanaje” dolorosamente aludido en el título no se refería al español sino, muy concretamente, al paisanaje vasco y “bizkaitarrista” o nacionalista, del autor. Pero para Julio Caro Baroja -otro vasco– uno de los representantes más conspicuos de tal pesimismo “fisiográfico” era el gran geólogo Lucas Mallada, autor de «Los males de la patria y la futura revolución española, consideraciones generales acerca de sus causas y efectos», publicado en 1890. En las  páginas previas, Caro Baroja se dedica a un repaso escrupuloso de numerosos autores de los siglos anteriores, de cuya lectura se desprende que las opiniones de Fouillée no hacían sino “reciclar”, como ahora se dice, buena parte del tradicional acervo de opiniones sobre España y los españoles acumuladas, en Francia y otros países, a lo largo de los siglos XVI, XVII y XVIII.

 
 Lucas Mallada

Llama nuestra atención Caro Baroja sobre un libro publicado en 1927, «Ideas de los españoles del siglo XVII», obra de Miguel Herrero García, de quien nos dice que fue profesor suyo de latín, a quien califica de extrema derecha y considera eminente representante de aquella escuela -por cierto aún vigente-  empeñada en determinar no tanto quienes son los españoles sino lo que «deben» opinar de sí mismos. Mientras Fouillée aparece como “etnicista”, Herrero García sería él un “esencialista” cultural. Considera, como muchos antes que él y unos cuantos todavía ahora, que la «ideología española» cristalizó durante el reinado de Felipe II y -quiere creer el autor- se ha ido manteniendo naturalmente hasta la fecha. Y caso de que no fuese así, debe mantenerse en el presente. Según este presupuesto, los españoles son: «sobrios, valientes, veraces, arrogantes, corteses, agradecidos, hospitalarios, pecan de soberbios, poco aficionados a oficios y trabajos, coléricos y sin gran simpatía mutua».

 Antes de intentar cualquier comentario, resultará particularmente interesante comparar el listado de Herrero García con la opinión que le merecían asimismo los españoles al escritor francés Jean-Louis Guez de Balzac (1597-1654), gran reformador de la prosa gala y buen conocedor de la lengua española : «nobles de alma, valientes, amantes de su patria, servidores de sus principios, obstinados y sobrios pero de orgullo insoportable, despreciadores de las demás naciones, opresores y contrarios a la libertad  ajena. Sobre esto vagos e hinchados». Estaremos de acuerdo en que poca es, asombrosamente, la distancia entre quien  propone aparentemente un modelo de la “españolidad” y quien era un adversario, un autor francés que se proclamaba a sí mismo más enemigo de la dinastía de los Austrias que de la propia nación española.

 
 Madame d'Aulnoy
Relación del viaje a España

He hablado de «adversario», no de «enemigo». Muy pocos de los incontables autores franceses que han hablado de los españoles en aquel período adopta el tono de la franca enemistad. A veces hay sarcasmo, casi siempre cierta distante ironía. Pero cierto tipo de condescendencia gabacha a la que son particularmente alérgicos los españoles, no aparecerá hasta el siglo XVIII. Ninguno ha dejado de reconocerles, loándolo o censurándolo, el sentido del honor, el orgullo de linaje. No hallaremos jamás en aquellos comentarios franceses nada parecido, ni de lejos, a la asombrosa animadversión que caracteriza la literatura antialemana surgida con motivo del primer conflicto mundial. Se llegó al ridículo extremo, un ejemplo entre mil, de atribuirles a los germanos un volumen de producción excrementicia superior al peso medio civilizado; a más de nauseabundos olores corporales. Los alemanes, por su parte, tampoco se quedaron cortos, bien se lo pueden imaginar. En este caso se trataba claramente de odio.

Nada parecido en la literatura que nos interesa. «La relación del Viaje a España» de la, tan famosa como fantástica y aventurera, Condesa Marie-Catherine d'Aulnoy (1651 – 1705), han levantado a veces ampollas en la tradicional susceptibilidad española. Muy injustamente me parece; si bien es cierto que el tono general de sus comentarios es, lógicamente etnocentrista y con frecuencia esperadamente chauvinista, no es menos cierto que sus testimonios reflejan fascinación, cuando no admiración por aquella, sin duda particular y exótica corte de los Austrias fenecientes: «Todas estaban sentadas sobre almohadones, con las piernas cruzadas por debajo del vestido, antigua costumbre que han heredado de los moros[...] me senté con mayor comodidad junto a un brasero de plata, donde ardían huesos de aceituna, para evitar el tufo del carbón. Allí estaban acurrucadas seis o siete señoras, y cuando llegaba nueva visita, la enana o el enano se adelantaban para anunciarla, con una rodilla hincada en el suelo. […] Cuando las españolas andan parecen que vuelan; en cien años no aprenderíamos nosotras ese modo de andar. Aprietan los codos contra el cuerpo y corren sin levantar los pies del suelo, como quien resbala

Quienes escriben aquellos relatos suelen ser de procedencia aristocrática, cortesana o letrada. Pero, según pasan las generaciones, se “democratiza” algo la procedencia social de los viajeros al paso que cambian los valores sociales. Las sociedades europeas, la inglesa antes que la francesa, empiezan a valorar el trabajo, el bienestar, la civilidad. La sociedad española, mientras, se va enquistando en sus valores. El reproche de pereza y de desprecio por los oficios "mecánicos", como se decía, se volverá entonces recurrente, y se hará frecuente el retrato del hidalgo tan "vago" como "hinchado" que decía Guez de Balzac. Pero, al fin y al cabo, no otra cosa nos dice el propio Herrero García, poco sospechoso de autoflagelación, cuando retrata a los españoles como «poco aficionados a oficios y trabajos». Ciertamente, la opinión europea consideraba generalmente la España del siglo XVIII como un país, extenuado, inerte, decadente. El caso es que no hay más remedio que admitir que muchos escritores españoles de la época parecían compartir semejante criterio.

 
Dama del abanico
Velázquez