Ignacio Ruiz Quintano
Abc
Cigüises es el nombre popular que usa Franceschi para designar a los quitapelillos de los importantes en Venezuela, cuyo alcahuete es Zapatero, en representación nadie sabe de quién o de qué, pero que, visto desde España (primer vendedor de armas al Madurato), produce vergüenza zoológica.
La única movida digna que hay hoy en el mundo es la de la juventud venezolana a pecho descubierto contra los hampones castrochavistas, mientras el beaterío progre disimula rezando su rosario de cuentas de lapislázuli por la capa de ozono, que tanto preocupa a frau Merkel y su nuevo Simplicissimus, Macron, que no tienen hijos, pero que todas las mañanas, al levantarse, van a las playas de Hiddensee y Saint-Tropez y con los dedos de los pies miden la crecida del agua procedente del deshielo polar producido por Trump, que sí tiene hijos, pero que ha pasado ante el Tótem del Acuerdo de París con las manos metidas en los bolsillos, provocando en los sacerdotes del Hamponato Mediático, que se dicen científicos porque han visto dos capítulos de “Genius”, el mismo estupor que provocó Cortés en los sacerdotes aztecas cuando, ante el pasmo del padre Olmedo, dio en derribar el muñeco del Huichilobos con una barra de hierro.
–La Tierra olvidará a la humanidad –nos recuerda John Gray–. El juego de la vida continuará.
El juego de la vida está ahora en la insurrección venezolana, a cuyos jóvenes los matan como a chinches ante el silencio mundial, sólo por la mala suerte de estar peleando contra el canto de cisne castrista, último cascote de la guerra fría, cuyos chulazos habaneros (el medio millón de vagos del partido comunista cubano) llevan veinte años viviendo de chupar la sangre a Venezuela, con la complicidad de todos sus cigüises occidentales (“liberales pimpolludos” de Hughes), que creen mover el globo del mundo con la uña (larga) de su meñique.
Zapatero, el desenterrador de muertos viejos, alcahuetea en Caracas consenso que tape a los jóvenes muertos.