Abc
Dos fulgores madridistas han apartado mi atención del Combinado Autonómico que el marqués de Del Bosque prepara con el mismo mimo que Colón sus carabelas: el fulgor de la camiseta fucsia y el fulgor del fichaje de Ramires.
De rosa, yo sólo recuerdo a un equipo de la Once, y porque no veían o veían poco, empezando por su estrella, Alex Zulle, un suizo gafapastas que sólo Dios sabe cómo bajaba los puertos.
Es verdad que Berlanga, autor del mejor anuncio de la Once, contaba, fascinado, que al terminar el rodaje le convocó Miguel Durán en la sede de la organización “para ver el copión”, aunque todo el mundo se tomaba aquel cuento como otra “boutade” de Berlanga.
Total que, de rosa, el once de Ancelotti me va a parecer la Once de Manolo Saiz haciendo abanicos por los ventisqueros de Albacete, cuna de Bernabéu. Miraré a Xabi Alonso y veré a David Gilmour. Luego miraré a Ramires…
El rumor de Ramires me tiene desconcertado. Ramires es un centrocampista limpiaparabrisas de una negritud risueña y antillana. No digo yo que al Madrid no le haga falta Ramires, sólo que el Madrid, de rosa y con Ramires, sería como la Sonora Matancera, con Casillas de Celia Cruz.
El fichaje de Ramires, de cuyos pies suele salir el balón como mordido por un juanete, podría verse como la venganza del fútbol español contra Mourinho, que le ha quitado a la Mejor Liga del Mundo a Courtois y Diego Costa.
Y a todo esto, ¿quién le pone una camiseta rosa a Carvajal, joven de Leganés que es lo que Mallarmé (y Jarroson, si le preguntáramos) llamaría “l’absence de toute rose”?
Se necesita haber ganado diez Copas de Europa para salir a jugar al fútbol con Ramires y Carvajal vestidos de rosa, y ahí entra el sentido italiano para el modismo de Ancelotti, un sentimental que no ha podido evitar las lágrimas en la boda de su hija con el nutricionista del Real.
Aquí, el patrimonio del sentimentalismo lo había tenido siempre el catalanismo culé, pero el Madrid de Florentino, aun con sus lluvias de Dánae y sus Ibex 35, es mucho más sentimental que el Barcelona de Cruyff (hasta el 73, el Barcelona fue Gamper, y del 73 a hoy, siempre Cruyff).
Cruyff es el setentero que aprendió de Abbie Hoffman que con las vacas sagradas se pueden hacer las mejores hamburguesas. Si Cruyff cayera hoy en el Madrid, vendería a Ronaldo, pues cinco años son, según su experiencia, el ciclo máximo de un futbolista en un equipo. Explicaría que Ronaldo, que empezó muy joven en la alta competición, tiene una edad en que ya no va a mejorar sus prestaciones. Explicaría también que lo urgente para el equipo del futuro es dejarle el campo libre a Bale. Y lo vendería por un dineral que marearía al cardenal Sistach. El culerismo, que lleva medio siglo sometido a Cruyff porque es “fértil en recursos”, igual que la expedición de la "Odisea" con Ulises, cree que el sentimentalismo es comerse a las vacas sagradas entre dos panecillos que son dos euros. La última de esas vacas, de dar crédito a Piqué, sería Cesc, uno de los vértices (con Robben y Kaká) del triángulo de las Bermudas de un Calderón que anda, el hombre, disertando de teología (sí, teología) por las noches en los cenadores de Madrid. ¿Falló Cesc el penalti contra El Salvador a posta por buenista (no era penalti)?
DIEGO COSTA
Desmiente Del Bosque que por Diego Costa vaya a haber más agresividad
contra España, y no necesitaba hacerlo: todo el mundo sabe que esa
agresividad diegocostera queda reservada, al menos mediáticamente, para
cuando actúe en el Chelsea de Mourinho. Con el Combinado Autonómico,
Diego Costa encarna los mismos valores que Casillas y Xavi, nuestros dos
sultanes de Persia: buenismo y balón al pasto, o sea, césped raso.
Pemán preguntó a Lorca qué hacía Domecq, su pariente, en el entierro del
Camborio (“detrás va Pedro Domecq, con dos sultanes de Persia”) y el
poeta le explicó que en todas las juergas flamencas había botellas de
Domecq. Es el papel poético que yo le veo en Brasil a Diego Costa.