Alberto Salcedo Ramos
Hace poco le pregunté a mi hijo Mario, de veinticuatro años, si sería capaz de apagar el televisor en la final del mundial de fútbol y dejar encendido solo el radio.
—¡Ni loco!
Los muchachos de hoy pueden seguir al instante cualquier competencia deportiva. En sus dispositivos tecnológicos encuentran el video, la fotografía, la nota de prensa, el post de Facebook, la frase de Twitter. Ellos aceptan combinar esas opciones con la narración radial, pero jamás renunciarían a la imagen en movimiento para quedarse sólo con la voz del locutor.
—¿Por qué? –le pregunté a mi hijo.
—¡Ni loco!
Los muchachos de hoy pueden seguir al instante cualquier competencia deportiva. En sus dispositivos tecnológicos encuentran el video, la fotografía, la nota de prensa, el post de Facebook, la frase de Twitter. Ellos aceptan combinar esas opciones con la narración radial, pero jamás renunciarían a la imagen en movimiento para quedarse sólo con la voz del locutor.
—¿Por qué? –le pregunté a mi hijo.
—Sin imágenes no sabemos lo que pasa. Necesitamos ver.
Le conté que en mi infancia yo sí estaba obligado a usar la imaginación. Entonces los locutores radiales describían acciones de las que no había ningún registro visual. Ellos eran la única opción que teníamos para saber qué sucedía en los escenarios deportivos. Cuando afirmaban que el balón le sacó astillas al madero, nos figurábamos un remate potente, aunque ignoráramos desde qué punto exacto de la cancha fue cobrado el tiro libre.
Gracias a las voces de aquellos locutores fuimos espectadores en coliseos donde jamás estuvimos, y aprendimos a ver con los oídos.
Yo vi con los oídos algunas hazañas que en su momento fueron esquivas para mis ojos, como el triunfo de Muhammad Alí sobre George Foreman y la actuación de Mark Spitz en los Olímpicos de Múnich (Alemania).
Las voces de aquellos locutores le conferían al deporte un toque mítico. Contaban proezas reales que parecían ilusorias debido a que sus protagonistas eran intangibles. Lo que vemos es profano; lo que no vemos es divino. En la Fórmula Uno, Schumacher ganó más que todo el mundo, pero se dejó ver mientras ganaba, y por eso fue apenas un gran campeón. Juan Manuel Fangio fue un dios porque les hizo sentir su omnipotencia a miles de fanáticos que no podían verlo.
No podían verlo, digo, pero sí seguir sus pasos en las narraciones radiales. Las voces de aquellos locutores –le advierto a mi hijo– no sólo nos contaron momentos sublimes de nuestro deporte; también construyeron una banda sonora bonita para nuestra infancia.
Había que oír la gracia oral que tenían esos tipos. Cuando un beisbolista llevaba tres ponches en el juego, Marcos Pérez Caicedo decía que estaba “atravesando el Niágara en bicicleta”. Cuando un boxeador caminaba a gatas en la lona mientras tanteaba el piso con uno de sus guantes, Napoleón Perea lo definía como alguien que “acaba de despertarse y está tratando de apagar el despertador”. Cuando un ciclista preparaba su bicicleta antes de la competencia, Carlos Arturo Rueda advertía que estaba “enjalmando su caballito de acero”.
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