Hughes
Abc
La noche en la que a España le metieron cinco me encontré a Manolo saliendo del estadio. Andaba solo, como yo, buscando desorientado el autobús que debía recogernos. Durante un rato le llevé el bombo. Sentí que formábamos una pareja quijotesca. Aún quedaba mucho público y fueron incontables las fotos que pudo hacerse. Manolo tiene dos genialidades, el retrato y el bombo. La primera se comprende en su local. Miles de retratos por el mundo. La habitual foto hostelera Manolo decidió universalizarla. Si el mundo no pasaba por su bar, él saldría por el mundo. Y a Manolo se le sigue pidiendo esa foto preselfie en la que siempre es necesario un tercero (¿nos la haces?). Y nunca la niega. Es más, como te vea cerca y solo se te coloca al lado y ya no hay más remedio que sacar el móvil. Es como el monigote de los retratos de las playas con una invariable sonrisa de alegría. La del encuentro amistoso con el otro. En cada retrato tiene la misma y yo he visto cómo se le forma milagrosamente.
Manolo también es la ocurrencia del hombre que decide agarrar un bombo y empezar a gritar. Hay algo de arrebato baturro, de frenesí tamborilero en ello. Porque hay mucho individualismo en él. Se le junta la gente, pero es un hombre que va solo. Esa soledad resulta clamorosa cuando se le ve sin bombo. Manolo conoce las historias de todos los emigrantes que se ponen sentimentales cuando juega España y le cuentan de su pueblo. Hay en él una españolidad tronada y andariega.
Y en este Mundial ha faltado la Copa, pero también la foto del Corcovado junto a Manolo.