Hughes
Copacabana era chilena la noche del lunes. Pocos cariocas, pero eso sí, cantando, como los retrató Chico Buarque o jugando al fútbol, que cierta juventud brasileña en lugar de hacer botellones se va a la playa a jugar a la pelota. Luna, playa, amor y fútbol. Allí se termina de comprender el amor brasileño por ese deporte. Por el paseo, mucha gente completando la trilogía carioca con música y caipirinha y aficionados de todos los países, con gran presencia argentina y mayoría chilena. Chichichí, lelelé. Paseaban con sus banderas y algunos cargaban ya con esa llorosa borrachera suramericana que se acuerda de la madre o de la patria.
Pero en medio del paseo, de repente, un tumulto. Junto a la barra circular de un chiringuito, una multitud rodeaba a alguien. Muchas fotos y todos los chilenos arremolinándose alrededor. En el centro de todo, aparecía con dificultad un señor vestido de traje, con corbata y pañuelo rosa pastel y una melena rizada igual (o quizás peor) que la del futbolista colombiano Valderrama. Alguien que parecía sacado de lo más profundo y atroz de los años ochenta improvisaba una barra libre. ¿Pero quién es? «¿Cómo que quién es? ¡Es Farkas! ¡El millonario Farkas!».
Se trataba de Leonardo Farkas, «el magnate del hierro», un empresario chileno absolutamente peculiar. Descendiente de una familia adinerada, de padre húngaro y madre transilvana, en la actualidad se dedica a la administración de sus negocios mineros (le vende hierro a China), pero antes de todo es y se siente músico. Una especie de hombre orquesta y también un pianista de piano-bar situado estilísticamente entre Pablo Sebastian y Nacho Cano. A esto del piano bar ya se dedicó Silvio Berlusconi al inicio de su carrera. Al parecer, ciertos prohombres sacian en ello alguna forma de disparatado egocentrismo artístico antes de dedicarse al dinero y el poder.
Leonardo Farkas ha dado indescriptibles recitales tocando un piano de cola blanco con relojes y joyas cayéndole de las manos como a un Liberace macho (en Chile, ya se sabe...). Se casó con una rica patricia norteamericana, Betina Friedman, aunque la familia de ella, propietarios de la cadena de hoteles Concord, reaccionó con contrariedad y cierta comprensible resistencia.
Farkas tiene en Chile una enorme dimensión pública y alguna vez se ha especulado con su salto a la política. Su presencia tiene algo anacrónico y hortera que sólo se puede comprender desde el conocimiento profundo de lo sudamericano.
En los últimos tiempos se ha convertido en un filántropo y mecenas sistemático. La noche del lunes estaba realizando su última filantropía: dar de beber y animar a la afición chilena en Copacabana. Subido a la barra, con la pinta de un «dealer» sacado de la serie «Corrupción en Miami», reclamaba organización a la hinchada sedienta, pero con ello solo empeoraba las cosas: ¡Presidente, presidente! le gritaban los chilenos. Y alguien, ya trompado y anhelando el mulaterío circundante, lo intentaba para hilaridad general: «¡Que saque las maracas (prostitutas)!». Copacabana ya la ganó Farkas.