Casa de Jorge Amado
A Hughes
Traducción de Ricardo Bada
En vías de separarse, el matrimonio se reconcilia para, a petición mía, hospedar a Pablo Neruda, honor insigne. Deseo proporcionarle al poeta todo aquello a lo que tiene derecho en esa visita a Río, acompañado de Matilde, su nueva esposa. Movilizo a amigos y admiradores: admiradores numerosos, fanáticos, acuden a la redacción de Paratodos. Arrastrando la fila Neném Lampreia, quien allí y entonces conoció a Moacyr Werneck de Castro, mutua pasión devoradora, imperativa.
El apartamento, mezcla de confort y de buen gusto, en Ipanema; Matilde deslumbróse con la playa, el matrimonio, una simpatía. La esposa, rubia y lánguida, malhablada, generalmente en estado de semiembriaguez, cuando no total, ardiente devoradora de hombres: fue rica heredera de nobles latifundistas, cafetales sin fin, se quedó pobre con más refranes que panes. El marido, buen mozo, cornudo manso y placentero, al casarse dio un braguetazo y vació el baúl con competencia y cuernos. Pablo, huésped habitual –viajante sin pausa, bardo sin gastos de hotel–, encontró en su extensa romería por el mundo acogimiento y mimo en castillos y mansiones de estadistas y de millonarios, regalías principescas, ninguna más calurosa y cordial que la del joven matrimonio en Río de Janeiro.
Andaban la casquivana y el marido en marea baja, dinero escaso, gastaron el que tenían y el que no tenían, pidieron préstamos para abastecer la bodega con los vinos chilenos de la predilección de Pablo, para llenar la despensa de manjares refinados, caviar, patês, trufas, salmón ahumado, golosinas para el refinado paladar del poeta. Pablo encantadísimo con los anfitriones y con el hospedaje: preciosos, compadre! [sic, en castellano en el original].
Charla va, charla viene...
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