jueves, 26 de junio de 2025

Unamuno



Ignacio Ruiz Quintano

Abc Cultural


Anda el país tan justo de ocurrencias que, si el marqués de Cabriñana admitiera el garrote como arma de duelo, diríamos que ahí están otra vez las dos Españas, en duelo a garrotazos por un quítame allá otra pajarita/paradoja de Unamuno –“Venceréis, pero no convenceréis”–, ahora con motivo del desahucio gubernamental en el Archivo de Salamanca, cuyos papeles sólo saldrían de la ciudad por encima del cadáver del ministro Caldera.


Mon cher cadavre –llamaba la Dudevant a su pálido, triste y macilento madrigalista.


A la banda del progreso la sulfura que la derecha lance contra la izquierda una frase hecha lanzada por Unamuno contra Millán, el general que soñaba con parecerse a D’Annunzio. “¡Esa frase es nuestra!”, protestan los progres, que no han leído una sola sílaba de Unamuno. Pero la derecha, que no ha leído una sola sílaba de Barthes, intuye que esa frase es el “pensamiento escurridizo” que necesitaba para hacerse oír en los telediarios, y no la suelta. “Oh, el dilecto / predilecto / de esta España que se agita...”, suspiró un día Machado. Y pensaba en Unamuno, de quien en el extranjero nunca nos pidieron frases, sino siempre tacos.


A Ruano lo fastidiaban íntimamente casi todos los detalles de Unamuno: “Tomaba, por ejemplo, una taza de café. Pues bien, apartaba un terrón de azúcar, revolvía el resto, lo bebía a pequeños sorbos haciendo ruido... Luego, cuando la taza estaba vacía, echaba el terrón reservado y un poco de agua, revolvía aquella porquería y la apuraba de un trago. También resultaba fastidioso su sentido reverencial del dinero o, por otro nombre, roñosería.”


(Unamuno cuenta en una carta cómo siendo casi un niño, al volver de comulgar, abrió el Evangelio al azar y puso el dedo sobre un versículo. Le salió: “Id y predicad el Evangelio por todas las naciones.” ¿Debía hacerse sacerdote? Como tenía novia, decidió pasar de hoja. Y salió el versículo 27, del capítulo IX de San Juan: “Ya os lo he dicho y no habéis atendido. ¿Por qué lo queréis otra vez?” El recuerdo de estas palabras, que explican toda la papiroflexia unamuniana, lo siguió siempre.)


El joven Ruano había ido a Salamanca en un auto alquilado sólo por la atención de no publicar su libro sobre Unamuno sin el visto bueno del viejo Unamuno. El joven no se cansó en todo el día de pagar, y únicamente al final, cuando llamó al camarero para pagar por última vez dos cafés, el viejo pegó grandes voces:


¡No, no, no! ¡De ninguna manera! Paguemos cada uno el nuestro.