Jean Juan Palette Cazajús
Suelo ver los toros desde la andanada. Por motivos económicos y de amistad. Quizá fuese más correcto hablar de un cierto sentimiento de dependencia clánica. En la plaza de toros de Las Ventas del Espíritu Santo están los espectadores (muchos) y los aficionados (bastantes menos), están los residentes y están los transeúntes, los arraigados y los desubicados. Yo pertenezco, ontológicamente, a esta última categoría, pero cuando tomo asiento en la andanada del 9, a sabiendas de que nunca podré aspirar a la naturalización, disfruto no obstante del grato sentimiento de una benévola aceptación.
Está claro que el sanedrín de «mi» andanada siempre ha considerado su empinado promontorio como el mejor observatorio posible para una perspectiva clínica y despiadada, para una aprehensión kantiana y lúcida de las peripecias del ruedo. La andanada es inasequible a las epidérmicas fluctuaciones emocionales que caracterizan las poblaciones atolondradas que se amontonan en los tendidos inferiores. Usado, este último adjetivo, lo mismo en el sentido espacial que jerárquico de la palabra. Lo habían adivinado.
Desde la andanada, efectivamente, disfrutamos ̶ ¿o, acaso, la padecemos? ̶ de una visión «eidética», dirían Platón y Aristóteles, de la corrida. Desde las alturas del Olimpo, toro y torero se convierten en una Idea de la tauromaquia, en su abstracción pura y dura.
Toro de Costitx (Mallorca)
Cultura talayótica, siglos V a III a. C.
El problema es que la corrida de toros es la negación más genuina de toda abstracción. Es, al revés, organicidad pura y dura, abrumadora carnalidad. Aquello, a un nivel literalmente exhibicionista. Carnalidad, animal y humana, exhibida en su fragilidad y su transitoriedad, como un camino de revelación y de redención. Sin duda el único y el último espectáculo en este sentido, en un universo definitivamente artificializado y virtualizado. En Los Bestiarios, muy original novela taurina del no menos original Henry de Montherlant (1895-1972), escrita en 1926, pero ambientada en 1913, el joven protagonista nos contaba su renuencia a ver una corrida de toros desde cualquier otra localidad que no fuese de barrera, allí donde te salpica la arena levantada por la embestida del toro, donde te acarician la pituitaria los aromas de las bostas y los efluvios animales, donde te llegan al oído los bufidos y las pisadas del morlaco, las voces de la cuadrilla (hogaño: «¡piérdele un paso!»), donde los parpadeos del animal y las advertencias de sus orejas quedan al alcance de tus ojos, al de tus manos los cuajarones y el burbujeo de la sangre generada por varas y banderillas, eventualmente la del propio diestro. Montherlant no dudaba en escribir cosas de este jaez:
̶ Porque, en efecto, Albán, [el protagonista] quería demasiado a los toros para poder pasarse mucho tiempo sin matarlos. Sólo la posesión liberta. Y aquí la posesión era el acto de matar, variante del otro sacrificio. […] Lo que le atormentaba entonces era verse privado de la descarga nerviosa que procura la hoja de acero al hundirse. [...] Profunda era la necesidad de la muerte bienhechora, de la muerte en verdad creadora.
Esto lo escribía el autor de El Caos y la Noche en 1926. Pero seis años más tarde, en Muerte en la tarde, Hemingway tampoco se cortaba un pelo:
–A un gran matador, debe gustarle matar. Si no tiene la sensación de que aquello es la cosa mejor que puede hacer, si no es consciente de la dignidad del acto y no siente que este constituye su propia recompensa, le faltará la abnegación necesaria para una buena práctica de la suerte suprema. […] Deberá experimentar un disfrute espiritual en el momento de matar.
Parece claro que los canceladores animalistas desconocen ambos textos. Hace unos días, en fecha de corrida de gran expectación y huérfano de entrada, terminé en el bar del hotel Wellington donde sólo pude acomodarme en el extremo de la barra, a 50 cm de la pantalla del televisor. Llevaba años sin ver una corrida televisada. No iba a redescubrir a estas alturas, que ni la naturaleza, ni la esencia, ni el aura de la corrida de toros tendrán jamás posibilidad alguna de abrirse camino a través de la muralla lerda e infranqueable de la pantalla. Hoy, las pantallas son la nueva versión tecnológica de la caverna platónica: solo nos transmiten las sombras, eso sí con muchos colorines, de la realidad inteligente e inteligible. Pero sí pude volver a comprobar hasta qué punto quedaba también anulada aquella organicidad fundamental del ritual taurino. La espectacularidad de los primeros planos del televisor resultaba todavía más carente de organicidad que las cumbres nevadas de la andanada.
Esta organicidad fundamental se «actualiza», hablando en jerga filosófica, se hace acto a través de una evidencia primordial: una liturgia cruenta que concluye con la muerte del toro. Un proceso que muy poco ha cambiado a lo largo de los dos últimos siglos y medio. Lo que ha cambiado, y mucho, es lo que siempre había sido la contrapartida tácita de esta liturgia cruenta: el riesgo vital a que se exponía el torero. Tengo ante los ojos una recensión, con nombres y fechas, de las víctimas mortales del toreo. No pondré la mano en el fuego por su exactitud y exhaustividad, pero la creo relativamente fiable e indicativa. Posteriormente al óbito de Pepe Hillo, en 1801, habrían muerto a lo largo del siglo XIX, unos 118 coletudos entre matadores, novilleros, picadores y banderilleros. A mí, la cifra me parece francamente escasa teniendo en cuenta las condiciones de la época, la inexistencia de cualquier clase de enfermería (el «hule» famoso no llegaría a generalizarse antes de la segunda mitad del siglo XIX), el desconocimiento de toda forma de asepsia, el estado de la cirugía y del instrumental existente. De modo que cualquier herida, por razón infecciosa u otra, podía resultar mortal. Esa relativa moderación del balance letal, podría explicarla el menor número de festejos, hasta el último cuarto del siglo XIX, en comparación con las cifras actuales (menguantes), y también el tipo de toreo practicado, a distancia respetable y de muchas piernas.
A partir de 1900 y hasta el estallido de la guerra incivil, en sólo 36 años, la cifra de víctimas mortales habría ascendido hasta las 153. Pese a una notable mejoría de los conocimientos médicos y de las instalaciones sanitarias, al menos en las plazas importantes. Hijo del muy respetado crítico Don Gregorio, Alfredo Corrochano (1912-2000), de quien decía un cronista de la época que era un señorito de derechas, pero un torero de aventajada mano izquierda, alternaba con Ignacio Sánchez Mejías y Armillita aquella fatídica tarde de 1934: «la enfermería de Manzanares tenía un bote de algodón, un cacharro de yodo y otro de agua», contaría más tarde. Y letal resultaba, a su manera, el estado de podredumbre endémica que emponzoñaba, en aquellos tiempos, la crítica y la prensa taurina. Como aquella gacetucha hedionda llamada El Karril, que presumía de ser «el organillo chipén del toreo machote».
Desde 1947 y la muerte de Manolete la lista de las víctimas mortales se redujo de manera vertiginosa. En ningún momento, tras las de Paquirri y Yiyo, echaremos en saco roto las trágicas muertes de Manolo Montoliú (01.V.1992), de Víctor Barrio (09.VII. 2016) y de Iván Fandiño (17.VI. 2017), pero uno se atrevería a hablar de un verdadero cambio de paradigma en la perspectiva del riesgo.
Iván Fandiño. Hacia la muerte
Y no solamente eso. En una sociedad donde ni se podía pensar en la aparición de los medios de comunicación e información actuales, teléfono, radio, cine, TV, vídeo, medios digitales, en una sociedad mayoritariamente analfabeta, en comunidades geográficamente aisladas por la precariedad, lo mismo de los medios de desplazamiento que de los caminos, las únicas vías de acceso al aprendizaje taurino eran la experiencia personal y la transmisión oral por parte de los compañeros veteranos. Las carencias técnicas explicaban la vulnerabilidad de muchos toreros. lo mismo que su romántica aureola. También su muerte, como en el caso de Manuel García Cuesta, El Espartero (1865-1894). Hoy la abundancia ubicua de la información didáctica, visual y referencial, el papel de las escuelas taurinas exigen hablar, también en este caso, de otro verdadero cambio de paradigma.
Last but not least: la inmensa mayoría de la torería andante, a lo largo del siglo XIX, y buena parte del XX, procedía de estratos sociales, fuesen rurales o urbanos, hambrientos y depauperados, y no destacaban ni por la fortaleza física ni por la estatura. Enrique Vargas González, Minuto (1870-1930), de quien Guerrita decía que los gorriones le picoteaban el culo, fue el ejemplo emblemático de una realidad general definida por una particular dificultad y peligrosidad a la hora de lidiar y matar toros que, para mayor inri, solían tener bastante más alzada que la mayoría de los actuales.
Los toreros hodiernos lucen entre 10 y 25 cm más que aquellos menguados antepasados. Bastará recordar las recientes palabras de Albert Serra, director de la admirable «Tardes de soledad», comentando cómo se viera obligado a limitar las tomas de su peli a las plazas más toristas para que la comparación entre la estatura de Roca Rey y el volumen de los bóvidos no resultara grimosa. Y mientras los progresos de la economía, de la ciencia y de la tecnología –la propia coraza del vestido de torear– vinieron devaluando las perspectivas mortales para el torero, viéronse rebajados, al mismo tiempo, hasta niveles en muchos casos caricaturales, todos los atributos que deberían definir al toro bravo y encastado: volumen, trapío, fiereza, poder, sentido e incertidumbre del comportamiento.
Óscar Domínguez. Cabeza de toro (1941)
Poco temible era el puñado de infelices que se desgañitaban, un día, en la explanada de Las Ventas, con sus cuernecitos de plástico en la cabeza, tratando de convencer al indiferente y benévolo público que acudía al festejo de que «Tortura no es cultura». La realidad que brota de la sociedad profunda es bastante menos risueña. Llevo años recopilando datos a través de las encuestas llevadas a cabo por los organismos más fiables. Los resultados suelen ser más que preocupantes. Finalmente, entre los menos pesimistas que yo recuerde podrían figurar los del último sondeo realizado por Sigma Dos y publicado el pasado 20 de abril por el diario EL Mundo, donde «sólo» el 78,2% de la sociedad española se declaraba antitaurina o al menos indiferente, por un 18,8% de opiniones entre favorables e indulgentes Hay algún partido político que defiende, a veces estruendosamente, la tauromaquia. A mí personalmente, sus criterios me parecen muy escasamente convincentes. Luego, resulta que entre los propios votantes del citado partido, un 60 % pasa olímpicamente del asunto. No voy a profundizar aquí sobre el estado y las significaciones de la zoofilia convulsiva que aqueja actualmente todos los estratos, muy particularmente los más juveniles, de unas sociedades occidentales en fase terminal de agresión autoinmune. Hace unos meses, un tren francés de alta velocidad, retrasó varias horas su salida porque un minino se había colado debajo de los coches. En Málaga, han prohibido las calesas que paseaban a los guiris, por maltrato animal. El de los caballos se entiende. La vaquita que provee el chorrito de leche de mi té matutino no sufrió maltrato alguno, leo, aliviado, en un recuadro del tetra pack. Pensar que una institución como la tauromaquia, que camina a contracorriente de un sentimiento social apremiante y abrumadoramente mayoritario, pueda salir ilesa del asunto es de descerebrados.
En realidad, la poderosa agresión externa obra en concomitancia y objetiva connivencia con el proceso de paulatina degradación interna que caracteriza a los actuales públicos taurinos. En la mayor parte de la Piel de Toro, las corridas son hoy patéticas pachangas. Se pudo apreciar en pasadas semanas el grado real de frivolización y alcoholización que parece definir últimamente al público de la Real Maestranza hispalense. Dudo mucho de que alguna vez llegase a ser mayoritaria la asistencia «chaneladora» en las sucesivas plazas de toros matritenses. Pero ciertos públicos actuales parecen alardear de su grado de cerrilidad. Hasta un punto de pura provocación. Reina una mala voluntad pasota y asumida. Los glúteos de muchos de los que llamaré «espectadores», para diferenciarlos de los aficionados lúcidos, pueden llevar años en coyunda con el cemento de Las Ventas, pero nunca brotó la chispa mental que permite, en los toros como en la vida, discriminar entre saber y creencia, entre duda y certeza, entre ser y parecer.
La mayoría de las faenas actuales son idénticas, mecánicas, insípidas, ilegítimas. Parecen compartir procedencia ̶ una misma planta industrial en Shenzhen o en Guangzhou ̶ con aquellos juguetes de plástico que los manteros ponen a chirriar y corretear por la acera. Basta con «poner el trapo», sin necesidad de «gobernar al toro», sin el apuro de «someterle y torear», en expresiones del maestro Márquez. Así fue el trasteo melifluo instrumentado cierta tarde por Pablo Aguado, uno de los selectos titulares del carné de «torero artista», a un animal flojo y particularmente inocente, dotado de esa nobleza que, si prescindimos de la jerga taurina, solo podrá definirse como una completa carencia de neuronas. Faena calurosamente jaleada por el público de marras, no ya con el «¡Ooolé!» vibrante que sale de las tripas, sino con ese arrastrado y cochambroso «¡Bieeenn!» que sale del «yintonic».
Resumiendo. La especificidad y la grandeza de la corrida de toros me seguirán pareciendo inseparables del espíritu que alentaba en la ética de los cazadores o pescadores animistas, tal como supo comentarla el gran Claude Lévi-Strauss. Donde el maestro de antropólogos hablaba de «cazadores y pescadores», nosotros diremos «torero»: «El torero, cuando arrebata una fracción de aquellas vidas, deberá devolverla a expensas de su propia esperanza de supervivencia».
Aquel 28 de mayo, en el primer toro de Morante de la Puebla, coincidieron en el ruedo el «ser» y el «parecer». No hay faena bella sin riesgo ni emoción, si no viene acompañada de la presencia del peligro. Y emocionante –también– llegó a serlo aquella faena de Morante, porque el toro, cornivuelto, astifino y perseguidor, no era la tonta del bote, porque el lidiador se mantuvo impávido en el «sitio», donde los toros cogen, desde el primer pase hasta el último. Porque participaron asimismo las propias debilidades del personaje, las físicas y las psicológicas. Siempre pensé, y sigo pensando, que la vulnerabilidad del torero y lo más personal de sus entretelas eran elementos esenciales en la construcción de la mejor emoción taurina.
La inmensa mayoría de las faenas llamadas «artísticas» constituyen la crème de la crème de un genérico toreo de apariencias. Necesitan que el público que las jalea actúe «como si». Como si el componente animal del duetto fuese un toro bravo. La tauromaquia queda así abocada a un horizonte de inautenticidad idéntico al que define el rejoneo actual: una impostura taurina y ética para un público infantil y verbenero. Al menos, en este último caso, siempre queda el carrusel ecuestre y la gracia española de la gabacha Lea Vicens. Si lo desearan, lo mismo que han llegado a producir un toro semi doméstico, asténico, mecánico y cornicorto, los ganaderos podrían producir un animal tan fiero, poderoso y cornalón que cualquier posibilidad de torearlo resultaría imposible. Y ésta es la aporía de cuya resolución depende la supervivencia de la tauromaquia: reconstruir los límites de los necesarios peligro y poder del toro bravo, en un espectáculo ritual cuya esencia y razón de ser dependen de la persistencia del riesgo mortal. De lo contrario nuestro culto al toro, nuestra afición tienen definitiva fecha de caducidad. Sin necesidad de las carnavaladas animalistas.
Fernando G. Herrera. Acuareela y plumilla
Pd: Este pasado domingo 8 de junio, estaba servidor lejos de Madrid. Se fía uno de manera –casi– ciega del ojo clínico del maestro Márquez. Lo que pasó en Las Ventas era efectivamente previsible, por parte del público navideño que suele acudir a la corrida de Beneficencia, tras el agravio presidencial del pasado 28 de mayo al Quijote de la Puebla. La salida a hombros de Morante parece que fue uno de esos momentos de antigua «efervescencia comunitaria» que el gran sociólogo Emil Durkheim (1858-1917) consideraba necesarios a la vitalidad y conservación de las colectividades. Un momento evocador de ya fenecidas mitologías taurinas, un momento estupendo que lamento amargamente haberme perdido. Pero también un magnífico espejismo. Más una ilustración de nuestras inquietudes, nos tememos, que un mentís a su pesimismo. Huelga decir que el carisma del de La Puebla está muy por encima de la frivolidad de sus veneradores.




