Ignacio Ruiz Quintano
Abc Cultural
La peonza de la Tierra tiene cuerda para sostener mil ochocientos millones de culturas, anotó un gran poeta, y hay que tener en cuenta que desde que el hombre se detuvo en su carrera aterrorizada por bosques y praderas, y plantó, valientemente, su primer campamento, hasta nuestros días, sólo han transcurrido veinte culturas.
–¡Queremos una comisaría! –gritan los vecinos menos castizos de Lavapiés, el ombligo de Madrid, con ánimo de deporte y romería, que es como se iba a la Acrópolis para oír a Esquilo al amanecer.
Se lo gritan a la ministra Calvo y al alcalde Gallardón, que se han aparecido en el barrio para inaugurar el Teatro Valle-Inclán.
–He aquí un ejemplo de lo que hacemos en beneficio del ciudadano –pregona la ministra, la que en Sevilla negara dinero a las ruinas de Itálica por ser cosa de romanos, y los romanos, “unos fascistas”.
–¿Es éste el nuevo centro social? –inquieren los vecinos.
–Queremos un centro presidido por la cultura –engatusa el alcalde, quien, en esa comunidad ilusoria llamada cultura por los progres, cree disponer de lo que los americanos denominan el “dark gift of the vampyre”, es decir, el don oscuro del vampiro.
–Muertas de tanta cultura –protestan unas vecinas–... ¡Y sin centro de salud!
“Del arroyo, del manantial, bebe el pequeño conejo y el gran onagro, y cada uno sacia su sed”, nos dice San Agustín.
¿Teatro, en Madrid?
Dicen que Dionisos se emborrachó un día con el jugo de las viñas que verdeaban al pie del Himeto, y que las ninfas y los sátiros también se emborracharon, y que, juntos todos, en ronda, se extendieron por la ciudad, y que el teatro, ay, nació de esta borrachera.
En Grecia, eso sí, los fondos destinados al teatro eran tan sagrados que se penaba con pena de muerte a quien los distrajera para otros fines. Esto no lo saben los lavapiecezuelos que abuchean a Calvo y Gallardón. Y Calvo, la que sostiene que el dinero público no es de nadie, tampoco.
A Franco no le gustaba el teatro –sólo le tiraba el cine–, pero no se molestaba en ocultarlo. Tres veces se dejó llevar al Español por sus familiares–más, en cualquier caso, de lo que hoy va la afición a ver a Mario Gas–, que insistieron en presentarle a su director, Cayetano Luca de Tena: la primera vez, lo presentaron llamándole Juan Ignacio, y las otras dos, lo hicieron llamándole Joaquín Calvo-Sotelo.
Camino de la inauguración del Valle-Inclán, mientras el pueblo reclama una comisaría, Calvo y Gallardón se canjean impresiones de la importancia del octosílabo en el teatro español, pero esto sólo es otra impresión.

