JOSÉ RAMÓN MÁRQUEZ
El que espere ver aquí hoy algo referido a la tauromaquia ya puede dejar de leer en este mismo instante, porque el folio de hoy apenas va a contener cosas referidas al toreo y a sus circunstancias, dado que lo que hoy se celebró en Las Ventas fue un festival dionisiaco, un reverdecimiento de los cultos ctónicos, esos dioses telúricos que, en la antigua Grecia, representaban un espíritu de la naturaleza, que animaba creativamente al hombre, las cosas y el mundo. Para entenderlo mejor, hoy la Plaza de Toros Monumental ha pasado a ser un templo en el que un significativo número de creyentes han ido a adorar a su deidad, una deidad gordita y mofletuda como el Xochipilli teotihuacano, esa deidad conocida como el "Dios Gordo". La Plaza de Toros era hoy más un lugar dedicado a una ceremonia distinta de la cotidiana ceremonia de la confusión que da salsa y valor a Las Ventas, porque hoy estaba la asamblea convocada, como en unas panateneas moranteras, a una fiesta principal en honor a José Antonio Morante de la Puebla, fiesta que se celebra cada 27 años a mayor gloria del ídolo de La Puebla del Río.
Lo principal de la tarde estuvo en el final, y esto es decididamente lo más relevante de la tarde, cuando un enorme tropel, un incontable gentío se abalanzó al ruedo para poder llevar en volandas a Morante de la Puebla hasta donde sus fuerzas o la Policía les permitiesen. El punto final marcado por los que siempre andan llamando a todo el mundo «cabayero», esos malencarados seres que ni «serve» ni «protect», al parecer se fijó frente al bar Los Timbales, en la calle de Alcalá esquina a la del Cardenal Belluga, pero la intención de los creyentes era la de portar en volandas a su deidad hasta el mismo hotel Wellington, desde cuyo balcón principal se tuvo que asomar después Morante para decir unas palabras de agradecimiento a los que le vitoreaban desde la calle y, significativamente, besar la bandera de la Patria, acto que le honra.
A lo largo de los años que llevamos viendo toros en Madrid nunca hemos tenido la ocasión de ver una salida a hombros más cuantiosa y clamorosa que la que hoy se le ha dispensado a Morante de la Puebla. La primera salida a hombros por la Puerta Grande de Las Ventas como matador de toros de su dilatada carrera ha sido totalmente apoteósica, con cientos de personas acompañando al torero en su vuelta al ruedo a hombros, un grupo lento y compacto en cuyo centro asomaba la cabeza del ídolo, recorriendo el redondel pegados a tablas, y, después, la multitudinaria salida a la calle de Alcalá, vitoreado como héroe popular, como demiurgo, como sumo sacerdote, como deidad, como divo.
¿Y qué hizo Morante para esas demostraciones extremas de afecto y de estima? Pues básicamente cortar dos orejas, una a cada uno de sus toros y hacer ciertas cosas de toreo del que se ve poco o nada, adobadas con su propia personalidad y, ¿por qué no?, de su genialidad. Faena como tal no hubo en ninguno de sus toros, pero en ambos hubo apuntes, momentos, adornos, desparpajo, invención y gusto. Esas proposiciones cayeron en un fértil suelo abonado por miles de creyentes que habían tramado ir a la Corrida de Beneficencia en loor de su ídolo y que arroparon a la deidad desde el primer momento en que se abrió de capote. Todo era óptimo, porque esta magna reunión de conversos a la fe morantera no estaban dispuestos a que algo estropease el devenir de la tarde que ellos deseaban triunfante, para poder contar a los nietos. La verdad es que hubo pocas cosas óptimas y algunas más buenas, pero que si eso mismo lo llega a hacer el hijo de Jarocho igual no le mira nadie, porque lo principal de la tarde era la propia presencia de José Antonio Morante y la indiscutible voluntad de la mayoría de los que se sentaban en la piedra de que aquello fuera triunfal. En ese sentido ya nada vale tratar de explicar que los dos toros, por llamarlos algo, que le echó Juan Pedro Domecq tenían más de ganado ovino que de bovino y menos del de lidia; que las dos deficientes estocadas, derrame en la primera, baja la segunda, no hablaban bien del que las había perpetrado; que en ambos trasteos no existe una unidad de faena, que son pases sueltos dados de manera contingente, algunos ligados, pero que no son suficientes como para crear un conjunto que podamos llamar «faena». El pasado día 28 Morante firmó en Madrid una gran faena de principio a fin, una faena redonda, ensamblada, dotada de una incuestionable unidad, plena de cuajo y de belleza, y hoy sin embargo, ha actuado como un gran sugestionador que ha puesto en los ojos de las gentes los prodigios que ellos querían ver, a despecho de que esos prodigios existiesen realmente o no. Faena quijotesca de un alunado, como el inmortal personaje de Cervantes, que presenta donde menos te lo esperas un retazo de genialidad, una ocurrencia inesperada o una singular salida de tono que a todos sorprende y que hace volar la imaginación. Mucha ingeniosidad la de Morante, que resalta de manera especial en un mundo tan adocenado como el que representa el vigente toreo, tal y como se ha podido comprobar día a día en la pasada Feria de San Isidro, en la que la vacuidad ha sido la nota predominante.
¿Alguien lo pasó mal esta tarde? Pues lo mismo hubo algún amargado que no se entretuvo con las cosas de Morante, pero lo cierto es que daba gusto ver la imprevisibilidad de su propuesta, la variedad de sus recursos -el molinete o el molinete invertido, el pase de trinchera, el remate airoso-, lo mismo que algunos naturales y redondos de sello muy personal, resaltados y engrandecidos por ese cuerpo de hombre mayor y nada atlético. Hubo cositas y nadie puede negarlas, pero lo impresionante de verdad fue el nivel de comunión de la Plaza para con el ídolo, la manera en que se vitoreaba por igual lo óptimo que lo de arte menor, la manera en que las gentes empujaban mentalmente al feble toro para que aguantase hasta el final del muletazo y poder prorrumpir en aplausos, la firme necesidad de tantos de ver triunfar a su fetiche, a cualquier precio. Morante dio un baño de ilusión a muchos y es posible que haya dejado la semilla en algunos que llegarán a ser los aficionados del día de mañana, los que seguirán yendo a los toros cuando nosotros ya no podamos y recordarán este día como crucial en el devenir de su afición.
Tras arrastrar al sexto, el ruedo se vio literalmente invadido por cientos de personas, muchas de ellas muy jóvenes, que se aproximaron al burdadero del 9 a vitorear a Morante, casi como un rock-star. Ni los más viejos del lugar habían visto algo así anteriormente y por ello nos congratulamos de que las monsergas de Urtasun y de otros cuantos idiotas como él no calen en unos jóvenes que son capaces de acercarse sin complejos a este viejo rito y emocionarse con algo tan sencillo como ver a un hombre manejando con ingenio y talento un trapo rojo frente a un toro.
Su Majestad el Rey no tuvo tiempo para ir.
ANDREW MOORE















