Fernando Sánchez
JOSÉ RAMÓN MÁRQUEZ
El plomo (Pb) es un metal pesado y tóxico. El plomo no tiene la nobleza del bronce, el «intaladrable bronce» de Homero, ni la ligereza del aluminio, tan querido por los arquitectos contemporáneos, ni la tenacidad del acero con el que nuestros antepasados construyeron las falcatas de curvas hojas con las que combatieron a Roma. El plomo sirve para describir a una persona o cosa pesada y molesta y el plomo es el que delimita perfectamente la tarde de hoy en Las Ventas en la que las 22.964 almas que nos hallábamos en la Plaza hemos sido testigos de cómo se iba llenando el ruedo de toneladas de plomazo a medida que la calurosa tarde iba avanzando.
Por cierto, que lo de las 22.964 almas hay que tomarlo con mucha suspicacia, porque habiendo puesto el letrero de «No hay billetes» había bastantes huecos sin ocupar, como viene siendo habitual en estos días en los que de una parte dicen que no hay billetes y, sin embargo, cualquiera comprueba que está habiendo bastantes sitios libres. A saber cómo cuentan y a saber quién da la orden de poner el letrero.
Para esta tarde de domingo la decisión empresarial de Plaza1 fue traer a los toros de la Corporación Andaluza de Inversiones, S.L., ganadería conocida por su nombre comercial de El Parralejo, que yo no sé si la inversión que han hecho los de la Corporación Andaluza con estos toros es una inversión de ésas de capital riesgo, visto lo que vamos viendo de este ganado a lo largo de los años, desde aquel mayo de hace diez años que se presentaron en Madrid con una novillada tan tonta en sus acciones como los seis galanes que hoy nos han soltado. Varios de los toros de esta tarde fueron recibidos con silbidos y diversas chuflas por parte de la cátedra, y eso que echaron a tres Matusalén, al borde de los seis años, que efectivamente proclamaban a los cuatro vientos su vetusta edad, aunque en eso eran como tantas personas, que la vida no les ha servido de nada, y con sus cinco años y buen pico eran igual de idiotas que cuando fueron becerros. El único de los toros que demostró cierta personalidad fue el quinto, Juguete, número 20, que sin renunciar a su tontería congénita sí que sumió a su matador en ciertas dudas y contradicciones. Las otras señas de identidad del encierro fueron la mayor o menor endeblez, con algún desplome incluido y, sobre todo, lo tontos que eran, y nadie dude que si Urtasun el ministro fuera toro llevaría marcado el hierro de El Parralejo, para que se calibre el nivel extremo de tontería del que hablamos.
Para avalar el desarrollo plúmbeo de la tarde se contrató a Miguel Ángel Perera. Como aviso a navegantes el de La Puebla del Prior, cuya tauromaquia es capaz por sí sola de despertar la somnolencia, se nos vino vestido de gris plomo y azabache, toda una declaración subliminal. Perera hace mucho tiempo ya que ha consagrado su carrera a la adoración de Somnus, el dios romano del sueño -de la acción de dormir, no de la de soñar, que eso no se encuentra al alcance del torero extremeño-, dedicándose con gran aplicación a su soñolienta tauromaquia en la que el único resquicio que nos deja a los aficionados es ir contando penosamente cada pase que va dando para entretener el tiempo y no caer en esa aburrida quietud, que acaba llevándote al sopor. No puede decirse que salgamos satisfechos, y entendemos que Miguel Ángel Perera tampoco, porque ninguna de sus dos faenas de hoy ha conseguido llegar siquiera a los cincuenta pases. La debilidad congénita del primer viejarras Parralejo no ha permitido expresarse a Perera a sus anchas y ha dejado lo que para él es un mero apunte con sólo 38 pases. Lo cierto es que el animalejo no podía ni con su alma y por más que Perera lo ha intentado, no le ha sido posible ni siquiera llegar a los cuarenta, que es un número de pases muy exiguo en él. Bien es verdad que ninguno de esos treinta y ocho ha conseguido despertar un solo «ole» de aprobación, ni siquiera un solo «bieennnn»; esto puede indicar que la mayoría del público estaba ya sesteando, lo cual sería el gran triunfo del matador. En su segundo, que tenía menos mermadas las facultades motrices, se pudo expresar Perera un poco más llegando a los 46, repitiendo la gesta de no conseguir un solo «bieennnn», ni siquiera de algún paisano.
Unos cardan la lana y otros llevan la fama. Fernando Adrián se presentó en Las Ventas de azul pavo y oro. A su primero así, a lo tonto, le dio 53 pases entre los que hubo varias caídas del toro y, a la altura del pase 48 una tumbada espectacular que hizo precisa la ayuda del peonaje para jalar del rabo y del pitón del toro y ayudarle a levantarse, estando su labor trufada de descolocamiento y ventaja, lo mires por donde lo mires. El detalle que mejor define al toro es cuando, llevándole al caballo, el torero tropieza y cae ante él, y entonces el Parralejo se queda atónito mirando sin concebir siquiera la idea de abalanzarse hacia él, que aún recordamos la saña con la que el de Dolores Aguirre se revolvió buscando a Juan de Castilla para dejarle hecho unos zorros, por si sirve de comparación. Lo malo fue lo del segundo, que era un déja-vu de lo que le ocurrió el pasado otoño con uno de Victoriano del Río, aquel Bisonte, número 151, pues hoy lo mismo con el quinto de la tarde, Juguete, número 20 de El Parralejo, que en el momento que el animal se salió de lo que se esperaba de él y manifestó unas mínimas ideas propias la cosa taurómaca se le vino abajo al madrileño y aquello fue una especie de aperreamiento al que no se le presuponía un final feliz. En el primer tercio el toro empuja y se emplea en el vis-a-vis con José Adrián Majada y, aunque es remiso a entrar al caballo por segunda vez, una vez que lo hace vuelve a empujar metiendo la cabeza bajo las faldillas protectoras. En banderillas acude a los cites de Roberto Blanco, sobrio y eficaz, y acude sin maldad, alegremente, hacia Marcos Prieto y Diego Valladar. A la vista de esos indicios, Fernando Adrián se va a brindar al público y se dispone a recibir al toro de rodillas. Le da dos pases por la espalda y como el toro aprieta, opta por levantarse. Su tarea comienza por la derecha y ahí ya se ve que al toro hay que gobernarle, que no sirve con ponerle el trapo, que hay que someterle y torear. La posición del torero no es la del que quiere someter, porque él viene a que el del Parralejo le embista sin rechistar y el rechiste que hace este Juguete le es muy incómodo. Pronto se ve que no va a llegar a nada con él. Acaso nos hubiera gustado ver a Perera con este toro, para que sacase a relucir su oficio, porque las medicinas que Adrián le está recetando no son las que el bicho precisa. Que en dos comparecencias consecutivas Fernando Adrián haya estado aperreado con el toro que ha planteado unos ciertos problemas no nos hace ser muy optimistas respecto de los días futuros de este torero.
A Rufo un amigo nuestro le dice Rufó y yo creo que le vamos a dejar con ese Rufó hasta que vuelva a aquel inicio suyo que nos hizo concebir ciertas esperanzas respecto de este torero, porque la verdad es que es como si desde aquel día le hubiera apadrinado algún Darth Vader taurino que le ha llevado de cabeza al lado oscuro, al de dar pases, que como nos advertía Domingo Ortega, no es lo mismo que torear. Las dos faenas de Rufó han estado guiadas por idéntico impulso: la ventaja. Su segundo era de los viejarras: cuando herraron al animal Rufó aún no había tomado la alternativa. Para vérselas con él se fue al tendido 5 a buscar el apoyo de aquellas gentes; en el principio casi lo arrolla el toro estando de rodillas y luego, en pie, le desarma. Esa parte sería la parte épica, porque a partir de ahí la cosa tomó otra dimensión basada en que no osó cruzarse una sola vez, el cite con el pico, el cuarto de pase o cuarto y mitad, el feísmo descarnado, la descolocación. El toro se desplazaba dócil a las llamadas de la muleta de Rufó y esa repetidera, ese vaivén sin sentido, excitó al tropel de los que comenzaron a aplaudir aquel carrusel pleno de vulgaridad. En su primero, fue todo lo mismo pero sin los vítores y aclamaciones de las gentes, porque el toro se paraba más. Si mata a su segundo a la primera intentona lo mismo le dan la oreja.
Tuvimos de espectador a Marco Pérez y, en el callejón, junto a Fernando Adrián, a Marcos Pérez. Sánchez pareó con eficacia al tercero y «Espartaco» picó arriba al sexto. A las ocho de la tarde no habíamos visto un solo pase digno de tal nombre. A las nueve y diez, cuando acabó la corrida, tampoco.
ANDREW MOORE
FIN












