Ignacio Ruiz Quintano
Abc Cultural
La muerte, que apenas sabe el nombre de quien se lleva, ha estilizado para siempre todas las líneas de un goloso de la fruta, Xavier Valls, pintor, no de la “naturaleza muerta”, sino de la “vida quieta”. ¡La vida! La vida, tiene dicho Ruano, no es más que un valor entendido, y cuando van fallando aquellos que nos servían para entenderla y compararla, nos entra el miedo enorme de la soledad y de tener un como idioma prebabélico, que no sirve ya para comunicar con los más jóvenes.
–Es la víspera larga de la muerte de cada uno lo que vemos en la muerte de “cada otro”.
Valls podía ser el hombre más delicado –peces gordos hubo que por delicadeza perdieron su vida– que uno haya visto nunca. Hombre en su siglo y feliz con su siglo, el siglo que para él comenzó, psicológicamente, tras de la guerra del 14. Estaba fascinado por los “Senderos de gloria” de Kubrick, con su lluvia negra de muerte y supervivencia. Él mismo fue un superviviente, pero de otra guerra: la guerra contra la figuración de la abstracción, aquel mundo, disparatado y estridente, que, con la algazara de los “esnobs” de la tierra y el escándalo de todos los burgueses, constituyó, según Foxá, la primera conspiración contra el orden y la medida de Occidente, el primer saqueo de la Acrópolis, el primer asalto a mano armada del Renacimiento.
–No mires lo que hacen los otros, no te pases a la moda, haz lo que sientas –le dijeron a Valls sus amigos Giacometti y Luis Fernández.
Y Valls, que para el público realista él no era realista, perseveró en el estilo –“yo soy muy estilista, desgraciadamente” (!)– figurativo cuando todos los amigos se pasaban a la abstracción porque los figurativos eran tratados como se trata a un “pompier”.
–Lo importante –insistía él– es que los cuadros tengan duende.
No se puede madurar una manzana con un soplete. Pero Valls conseguía madurarlas con un ojo. (Cuenta Foxá que Bombita, de verde manzana y oro, no se atrevió una tarde veraniega, en la plaza de San Sebastián, a entrar a matar por segunda vez a su toro, porque vio rodar unas lágrimas en sus ojos enrojecidos por la ira.)
A Valls también le gustaba “robar”. El más grande, decía, es Velázquez, pero a Velázquez, ay, no puede uno robarle nada. Velázquez gustaba de ver sus temas en los espejos. Valls, como Lorca, gustaba de verlos en los ojos de los demás. “Por los ojos de la monja / galopan dos caballistas”. (En el caso de Valls, cambiemos a la monja por Bergamín, al que daba de cenar.)

