Martín-Miguel Rubio Esteban
Doctor en Filología Clásica
Un buen amigo y familiar político, empresario en Almería y de origen zamorano, José Luis Carrión Dacosta, antiguo militar de carrera, trabajador indesmayable y prototipo de self made man, que en España siempre ha sido más difícil que en la tierra de Henry Ford, tras haberse acercado al mundo del cine, me ha informado hace unos días que se está preparando una película sobre la gran pintora santanderina María Blanchard, en la que él mismo está enredado, y que será pilotada por el portentoso Víctor Erice, el gran director de obras como “El espíritu de la colmena”, “Cerrar los ojos”, “El sol del membrillo”, o de la legendaria obra maestra “El Sur”, sobre el texto novelesco de la inolvidable Adelaida García Morales, su primera mujer, y que uno tuvo la suerte de coincidir dos momentos con ella en la época en que reinaba en nuestras vidas de rebeldes intelectuales el maestro Agustín García Calvo. Nunca se sabía si la bella Adelaida –nombre de la primera reina de Francia, ojo– vivía en este mundo desterrada como un ángel precioso o era habitante de los intermundia, como le ocurría a aquel personaje de la famosa novela de Paco Nieva, El Primo Mentiroso.
A María Blanchard la descubrí cuando investigaba la vida y la obra de otra gran santanderina, quizás la mejor escritora española del siglo XX, Concha Espina, pues que la pintora era prima carnal del marido de la egregia escritora, Ramón de la Serna y Cueto. El nombre completo de María era María Gutiérrez Cueto y Blanchard. Enrique Gutiérrez Cueto, padre de la genial pintora, se había casado con una dama polaco-francesa, Concha Blanchard. Una tarde Concha Blanchard sale de paseo en una calesa tirada por caballos vivos y de genio nervioso; de repente hacen estos un movimiento de impaciencia; lo justo para que Concha Blanchard, en estado de buena esperanza, no alcance al estribo y caiga. Cuando María Blanchard nació ya estará señalada para siempre con la enorme desventura de su deformidad… La polaca, la madre, se refugió entonces en una acendrada religiosidad. Recitaba de memoria en magnífico francés trozos de los sermones de Bossuet. Su padre, al verla desde que nació deforme sin remedio, la guió por el camino del arte. Don Enrique –mal que bien– pintaba. Y él fue mostrándole a su hija los álbumes más hermosos de Europa. Puso en sus manos de niña el pincel, el tiento y la paleta; después la acarició el pelo liso, dorado, suavísimo.
–Debes ser pintora. Serás, si quieres, una gran pintora. Dios te auxiliará.
Muy pronto se metió en el cubismo. Valiente, callada, exponía sus cuadros de locura en un saloncito en Madrid de la Calle el Carmen. Eran los días del alto y guapo Caballero Audaz, José María Carretero, un grandísimo periodista que protegería sus inicios con generosa crítica. Días antes de una gran inauguración mandó a Concha Espina un cuadro enorme, Ninfas encadenando a Sileno, pintado al modo clásico, y con la técnica de Anglada: un cuadro espléndido, premiado en la última Exposición Nacional. Al poco rato llegaría María Blanchard: hablaba con fatiga, con una voz delgada, siempre un poco angustiosa, pero muy dulce:
–Conchita, te he mandado ese mamotreto para que lo guardes en el sótano, si por casualidad tienes la llave. Y si no, que se lo lleve el trapero.
–María, tengo la llave sin casualidad. Pero el cuadro es hermoso y no irá al sótano; ni digas locuras de dárselo al trapero, y siéntate ahora a tomar el té – replicó Doña Concha Espina, de la que Ramiro Maeztu diría que sus obras constituían toda una “epopeya católica”.
Las Ninfas encadenando a Sileno acabarían siendo la gala del salón en el último hogar de Concha Espina en Madrid.
Años después María Gutiérrez Cueto y Blanchard tendría un precioso estudio en París, visitado por reyes y multimillonarios; la cual la tuvo siempre sin cuidado, pues los trataba con la misma humanidad, cariño y respeto que a los mendigos que también la visitaban.
–Ser pobre no supone jamás ser deshonesto – solía decir.
Tenemos un precioso testimonio de Josefina de La Maza, hija de Concha Espina, en una carta que sobre María Blanchard le escribió Federico García Lorca, y ésta para Josefina representaba una joya, dado que es una prosa inédita y autógrafa de Federico García Lorca, dedicada a la propia Josefina. En este precioso texto de historia viva podemos encontrar el siguiente párrafo de bellísima prosa poética: “…Es la época en que María Blanchard vive en Madrid y cobija en su casa a todo el mundo, a un ruso, a un chino, a quien llame a la puerta, presa ya de ese delicado delirio místico que ha coronado con camelias frías de Zurbarán su tránsito en París…Aguantaba la risa que causaban sus primeras exposiciones…Aguantaba a sus amigos con capacidad de enfermera, al ruso que hablaba de coches de oro, o contaba esmeraldas sobre la nieve, o al gigantón Diego Rivera…Aguantaba a los demás y permanecía sola, sin comunicación humana, tan sola que tuvo que buscar su patria invisible, donde corrieran sus heridas mezcladas con todo el mundo estilizado del dolor. La Vida y Pasión de Cristo fue tomando luz en su vida y, como el gran Falla, buscó en ella norma, dogma y consuelo”. Era lógico que María Blanchard y Concha Espina fuesen tan amigas. Estaban conectadas con el más allá. La libertad del artista es una energía sagrada y un movimiento metafísico que se inclina siempre necesariamente por el bien y por el bien que se siente y presiente mayor. Todo un personaje y una historia del cine de Víctor Erice. El cine español debe salir de la charca de los Torrente, de la secatura del quedar bien ante el poder, de los poderes vicarios y clientelas indeseables. Claro que la propia basura del cine español ya entraña una esperanza, pues como decía Shaftesbury, que de vivir hoy sería apresado por el actual gobierno británico, “incluso la putrefacción no es más que el camino a algo mejor”.