En el cuarto de la tarde y último toro que iba a matar en Madrid, dio una lección de conocimiento del toro y del público. Se fue a torear al tendido siete
PEPE CAMPOS
Plaza de toros de Las Ventas.
Sábado, 28 de septiembre de 2024. Primera corrida de la Feria de Otoño. Tres cuartos largos de entrada. Tarde agradable de inicio del otoño.
Toros de Garcigrande —procedencia Domecq— (1º, 2º, y 3º) y de Juan Pedro Domecq (4º, 5º, y 6º). De escasa presencia, a excepción del cuarto. Aparentes cornamentas sin dar sensación de agresividad, ni miedo. Los de Garcigrande sospechosos de haber sido arreglados en sus defensas. Del tercero al sexto, cinqueños. Mansos. Nobles. Flojos. Inválidos (2º, 3º y 5º). Poco y mal picados. No empujaron en varas. Se dejaron torear. El segundo se rompió el pitón en la primera entrada al caballo, dando una sensación lastimosa en su lidia, por ello debió ser cambiado.
Terna: Enrique Ponce, de Chiva (Valencia), de lila y oro, con cabos blancos; silencio y dos orejas; treinta y cuatro años de alternativa; en su año de retirada. David Galván, de San Fernando (Cádiz), de verde menta y plata; palmas tras aviso y silencio; doce años de alternativa; en 2023, quince festejos. Samuel Navalón, de Ayora (Valencia), de lila y oro; ovación, con divisiones, tras dos avisos y oreja; confirmaba la alternativa, tomada dos semanas antes en Albacete; en 2023, once festejos como novillero.
Suerte de varas. Picadores: Primer toro —Antonio Muñoz—, primera vara, picotazo caído tras rectificar y cae la montura, sale suelto el toro; segunda vara, caída, tras rectificar. Segundo toro —Agustín Collado—, primera, trasera, se rompe el pitón el toro; segunda, trasera y caída; el toro sale suelto de ambas varas. Tercer toro —Juan Pablo Molina—, primera, detrás de la cruz, picotazo caído tras rectificar, el toro sale suelto; segunda, trasera, caída. Cuarto toro —Daniel López—, primera, detrás de la cruz, caída, con metisaca, el toro sale suelto; segunda, detrás de la cruz, leve. Quinto toro —Juan José Esquivel—, las dos varas, traseras y caídas. Sexto toro —Cristian Romero—, primera, trasera, caída, el toro sale suelto; segunda, se rompe la vara, y en nuevo encuentro, picotazo.
Cuando se suele decir que hemos vivido un día especial, normalmente se quiere indicar, con ello, que no sabemos explicar muy bien lo que hemos vivido. Pues bien, ése debe ser el calificativo que debemos poner al día de ayer desde el punto de vista taurino, «un día especial», y ha correspondido con la despedida de Enrique Ponce de la plaza de Las Ventas. Entrar en materia para trasladar de manera diáfana lo que sucedió ayer en el coso madrileño en la última corrida de Ponce en Madrid, se nos hace intrincado; debido a que puede entremezclarse en nuestra valoración, el mérito verdadero de lo que aconteció en la arena venteña ayer, con una rememoración histórica de su figura (seguimos hablando de Ponce) tan controvertida en el mundo de los toros desde que inició su andadura.
Por un lado, nos viene a la memoria el día de su presentación en Madrid, hace treinta y seis años —que se dice pronto— cuando el niño Ponce —pues tenía dieciséis años— asombró a todos los aficionados asistentes a aquella novillada, por su sabiduría y su desparpajo delante de los novillos —el primero de Lupi, el segundo de La Fresneda—. Tal fue su desenvoltura delante de aquellos astados que hasta Joaquín Vidal quedó anonadado y escribió: «Ayer se hacía de miel (la seria afición de Madrid) cada vez que Enrique Ponce ponía la muleta por delante, se traía al novillote toreado, cargaba la suerte, embarcaba suave en torno al eje de su propia personilla, vaciaba limpio, ligaba los pases».
La presentación de Ponce en Las Ventas ha quedado como uno de los momentos cimeros de la aparición de un torero en el engranaje taurino, digamos, para los que nos hicimos aficionados a finales de los años setenta del siglo pasado en la plaza de Madrid. Para mí, también, en el recuerdo, comparable, si hablamos exclusivamente de presentaciones —la tarjeta de visita—, la de Pepín Jiménez, en 1981 —un príncipe del toreo, clásico, puro, elegante—; y de manera singular la de Luis Pauloba, en 1990 —un torero clásico por los cuatro costados, uno de los mejores intérpretes de la verónica de los últimos tiempos—. Pero volvamos con Enrique Ponce y su capacidad para entender a los toros y para saber torearlos según mandan los cánones, algo que ha formado parte del potencial que ha atesorado el torero valenciano a lo largo de toda su carrera. Una distinción, la de conocer los secretos de la tauromaquia, por parte de Ponce, que no siempre ha hecho uso de ella, para alcanzar los fines de la autenticidad y de la verdad en el toreo. Ya que Ponce, sabiendo dominar a los toros —recordemos su faena a «Lironcito» en 1996, una cúspide de valentía y de sometimiento—, o poseyendo los entresijos del arte y del buen gusto —por ejemplo, con su toreo único por bajo—, en demasiadas ocasiones ha elegido la senda de la comodidad. La de elegir ganaderías comerciales con toros previsibles. La de torear despegado. La de desplazar al toro hacia las afueras. La de caer en un barroquismo cercano a la cursilería. Todo esto se encuentra en su debe, cuando por el contrario ha sido un torero que no se ha arredrado ni por los pitones de los toros, ni por sus condiciones agresivas. Pero Ponce ha preferido llevar a su tauromaquia al camino del confort.
Así fue —también— ayer al elegir para despedirse dos ganaderías comerciales, de toros previsibles, de ganado facilón para él. Un tipo de toro alejado de sus verdaderas capacidades técnicas y de conocimiento. Un aspecto que no es ninguna sorpresa para los aficionados, porque ha sido la clase de ganado con el que se ha visto Ponce las caras durante muchos de sus treinta y cinco años como matador de toros. Es la prerrogativa que tienen las figuras del toreo desde hace varios lustros, la de torear toros sin peligro, ni aparente ni real, para decadencia de la propia tauromaquia. Una lástima. Un sendero equivocado porque todo aquello que aleje al toreo de la sensación de riesgo y de peligro, lo conduce por el camino de la nada. Ayer, la corrida fue discurriendo por ese camino de la inexistencia, mientras se lidiaron los toros de Garcigrande. También sucedió con la lidia de los toros de Juan Pedro Domecq (sangre dominante en las ganaderías de bravo actuales). Del vacío y de la inoperancia de las lidias, los toreros no pudieron salir porque no hubo toros bravos, de poder, con acometividad y con fiereza. Hubo toros flojos, nobles, desrazados, dóciles, dúctiles y predecibles. Toros que vemos lidiar en multitud de ferias a lo largo de la temporada taurina española. De ese ámbito, de esa atmósfera, no quiso salirse Enrique Ponce para su adiós. Porque la atmósfera de la comodidad encaja fielmente con parte de la carrera de Ponce. Es decir, en ese espacio de confortabilidad, de bienestar, donde Ponce alcanza una cota de holgura propicia, para exponer su ideal de arte al servicio de una superficialidad que a él, parece ser, le ha sido grata, durante muchas temporadas, y ahora le conecta y le está conectando con su fase «terminal» o última en la tauromaquia.
De lo sucedido en la corrida de ayer comentar que David Galván ante dos toros inválidos, toreó por fuera, muy despegado, sin cruzarse y desangelado. Buscó el temple simple y no consiguió ninguna verdad. En cierto modo pasó desapercibido. Mató a su primero de estocada contraria caída, más tres descabellos. A su segundo, de pinchazo y bajonazo en la suerte contraria. Por su parte, Samuel Navalón, ante un lote más propicio no llegó a encontrarle la distancia a los toros, lo que le complicó su labor. En el primero, el toro de su confirmación, sin cruzarse con él, toreó muy por las afueras. Intentó el temple y la ligazón, pero el uso del pico y no estar en la jurisdicción le fueron alejando del toreo y acercando al arrimón, y a que le dieran un aviso sin haber entrado a matar. Lo hizo, con pinchazo caído, en la suerte contraria y de estocada atravesada, desprendida, en la misma suerte, más un descabello. En el sexto toro todo condujo a la exposición de valor por parte de Navalón. Al acortar la distancia al astado, sin tomarle el pulso, sufrió una cogida, a lo que siguió el arrimón, el exceso y la falta de mando. Remató con bernardinas que supieron a gloria a gran legión de sus seguidores. Mató en la suerte contraria de estocada atravesada.
Sobre Enrique Ponce decir que a su primer toro tuvo que matarlo tras un preámbulo de pases de castigo al rompérsele el pitón al animal en la suerte de varas y no haber sido devuelto al corral; lo hizo de pinchazo bajo y de media caída, atravesada. En el cuarto de la tarde y último toro que iba a matar en Madrid, dio una lección de conocimiento del toro y del público. Se fue a torear al tendido siete.
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El toro embestía mejor por el pitón izquierdo, con suavidad, sin demasiada largueza. El astado fue noble y algo remiso. Ponce con la muleta en la diestra lo llevó de manera que se propiciara el cambio de mano hacia la zurda, exponiendo temple y dominio en esa parcela donde siempre lo ha bordado, en esos cambios de mano, y en las trincherillas, preludio del toreo por bajo, donde hay que reconocer que ha creado un estilo personal único. En dos ocasiones imantó al toro por la izquierda por bajo con largura. Se recreó en ello y consiguió «el momentazo» de su despedida. Fue un reflejo de lo que ha sido Ponce y su tauromaquia. La sorpresa vino cuando se fue derecho a matar al toro en la suerte contraria y dejó el estoque en la yema, después de haberle echado el buen morlaco la cara arriba en el cruce de la acción. A continuación vino la apoteosis, las dos orejas —excesivas para muchos de los aficionados—, su solemne y ceremonioso saludo casi al estilo nipón y la multitudinaria salida por la puerta grande.
Las dos orejas —excesivas para muchos de los aficionados—, su solemne y ceremonioso saludo casi al estilo nipón y la multitudinaria salida por la puerta grande
ANDREW MOORE