Ignacio Ruiz Quintano
Abc Cultural
Alonso, que es nombre de español de Siglo de Oro –es decir, un español sin medida–, ha triunfado en una actividad excitante pero nada española: el automovilismo.
Un hidalgo de los de toda la vida nunca estaría contra las máquinas: “Son útiles”, pensaría. Pero jamás se le ocurriría ser entendido –reconocer las marcas por el rutar de los motores– ni apasionarse en ellas. Ésas siempre fueron cosas de los Porfirios Rubirosas, que con sus Ferraris un día ganaban las Doce Horas de Florida, y al otro, morían estrellados contra un árbol –el árbol que no deja ver el bosque– del Bosque de Bolonia.
Como el jesuita Teilhard de Chardin profetizaría el advenimiento de Internet, el escolástico Rogerio Bacon profetizó el del automóvil con ocho siglos de adelanto: “Pueden hacerse carros que, sin tracción animal, sean capaces de moverse ‘cum impetu inestimabili’”, dijo, y ahí quedó la idea hasta que la pilló Henry Ford. Y luego dirán que no es cultura el automovilismo.
Gertrude Stein, que competía con Ford en energía viril –americana–, confesaba únicamente dos distracciones: los cuadros y los automóviles. Bertrand Russell, que por las tardes se le metía en casa para discutir, gritaba que lo que América necesitaba era más griego. ¿Más griego? “Eso, Inglaterra, que es una isla, como Grecia, que hubiera podido serlo”, contestaba Stein.
Stein sostenía que, de necesitar algo América, era una cultura continental, es decir, el latín, y para probarlo hablaba de la naturaleza abstracta de las ideas americanas, citando ejemplos en que mezclaba el automovilismo con Emerson, ante lo cual Russell suspendía su estridente risa loca de pájaro carpintero y se iba corriendo.
En España, el automóvil siempre representó el vértigo de otras civilizaciones ajenas. El automóvil, decía Pemán, testigo del acontecimiento, nació rodeado de un recelo de cosa rebelde, demoledora de usos y costumbres: un coche sin caballos –la profecía de Bacon– era aquí una proposición que sonaba a herejía y anarquismo.
Los ingleses tuvieron la revista “Punch”, que definía al automóvil como coche en que los animales, en lugar de ir fuera, van dentro. Los italianos tuvieron a Marinetti, que llevaba en la mano una piedra para romper escaparates mientras explicaba a gritos que un automóvil tenía más belleza que la Victoria de Samotracia. Y, unos cien años más tarde, los españoles tenemos a Alonso, quien, sobre un solar, ha levantado un imperio. O sea, todo lo contrario de nuestros cineastas, quienes, habiendo recibido un imperio, han terminado acotando un solar y sin dejar de tirar de la chaqueta a los contribuyentes.