Curtis Yarvin
Al parecer, hubo una vez una especie de proto-blog obsoleto que denominaban «libro».
Un «libro» era como un blog, salvo porque el autor guardaba todos sus posts durante uno o dos años y luego los volcaba todos en una gran impresión. Este producto costaba miles de microcréditos, y tenías que hacer una solicitud al Departamento de Hechos si querías escribir uno. E incluso si Hechos te sellaba el carné del partido, todavía tenías que convencer a Información para que te promocionara, y los que destacaban en esta tarea gloriosamente opaca solían hacer que Talleyrand pareciera Montaigne.
Aunque en realidad esto apestaba tanto como parece, tenía ciertas ventajas. Una de ellas era que tus lectores recibían un argumento nítido y estructurado, en lugar de un gran río de estiércol instantáneo cuyo color y consistencia pueden variar escandalosamente. Esto se debía a que el «libro» podía ser «revisado» y «editado», prácticas que ahora consideramos poco éticas.
Y con razón, por supuesto. No queremos volver al pasado. Nadie quiere eso. Sin embargo, si uno escribe en Internet y quiere hablar con algo de confianza, tiene que poder cambiar de opinión. Idealmente, esto no se hace editando subrepticiamente los archivos, como si uno estuviera escribiendo un «libro».
Como se ha recordado ad nauseam a los lectores de UR, una de mis muchas opiniones excéntricas es que la tradición a la que se ajustan los occidentales más sofisticados de 2007 está mejor caracterizada como una secta del cristianismo. Puesto que esta tradición se ve a sí misma como un producto puro de la ciencia y la razón, ni sectaria ni cristiana, ni siquiera tradicional, mi perspectiva es herética en el sentido estricto de la palabra. Ambos no podemos tener razón.
Mi argumento es que, aunque la tradición está teológicamente atrofiada, sus posiciones morales y políticas, y los modos personales e institucionales en que se transmite, la identifican como la legítima sucesora moderna del protestantismo progresista tradicional. Dado que se trata de la rama más poderosa del cristianismo en la nación más poderosa del planeta, me resulta un poco difícil tragarme sus pretensiones de inocencia.
Esta herejía implica una revisión cualitativa sustancial de la realidad tal y como la conocemos. Por ejemplo, Richard Dawkins se considera seguidor de algo que denomina «religión einsteniana», que no parece diferir en absoluto de la tradición antes mencionada. Desde la perspectiva de Dawkins, está defendiendo la razón contra la superstición. Desde mi punto de vista, está enjuiciando a una secta cristiana en nombre de otra. Ñaspas.
No es realista esperar poder hacer esta revisión, o incluso evaluarla de forma justa, sin ajustar el lenguaje que utilizamos para «enmarcar» la cuestión. Con este fin he probado sobre el terreno algunos neologismos, tales como ultracalvinismo y criptocalvinismo, y también me he convencido de que los nombres existentes, como liberalismo, son tan inútiles y confusos como parecen.
El problema de los neologismos es que prejuzgan el argumento. Es imposible hacerlos no peyorativos. Tal vez esta tradición-a-falta-de-nombre sea un bolo de mentiras antiguas e ignorantes, y tal vez sus seguidores sean zombis engañados u oportunistas sin principios a los que habría que detener. Pero de lo que se trata al nombrarla es de sintetizar una «píldora roja» que podamos dar a los primeros, y ninguna de esas píldoras tiene por qué ser amarga.
Así que he decidido que me gusta el nombre Universalismo, con U mayúscula. La mayoría de los universalistas aceptarían este nombre como un sustantivo impropio, porque al fin y al cabo consideran que sus creencias son universales. Es decir, piensan que todo el mundo debería compartirlas, y a largo plazo todo el mundo lo hará. Así que lo único que tienen que tragarse es la letra mayúscula. Se traga fácilmente con un sorbo de agua, se disuelve rápidamente en cualquier bebida caliente, se puede triturar y mezclar con compota de manzana, etc.
El Universalismo es la fe de nuestra casta gobernante, los brahmanes. La mejor forma de verlo es como el credo de la victoria de la Segunda Guerra Mundial, y es fácil relacionarlo con las diversas instituciones internacionales nacidas de esa victoria, que los universalistas siguen considerando sagradas aunque ocasionalmente manchadas por la fragilidad humana, del mismo modo que un católico inteligente ve la Iglesia Romana. (No es casualidad que «católico» y «universal» sean sinónimos).
En realidad, Universalismo ya es el nombre de una doctrina cristiana, la doctrina de la salvación universal. Esta idea, según la cual todos los perros van al Cielo y no existe el Infierno, se caracteriza mejor como una mutación extremista del calvinismo en la que todos forman parte de los elegidos. La idea moderna de la salvación universal nos llega de pensadores unitarios como Emerson, y forma la segunda mitad del UUismo, cuyos devotos son, huelga decirlo, los perfectos universalistas. (Es un ejercicio interesante comparar los principios del UUismo con los de la «corrección política»).
La síntesis Universalista unió dos tradiciones estadounidenses que en el pasado habían estado a veces enfrentadas. Una era el movimiento protestante ecuménico tradicional, ejemplificado por instituciones como el Consejo Federal de Iglesias, cuyos teólogos más atrevidos se acercaban al humanismo. El otro era lo que podría llamarse (rindiendo homenaje a Edward Bellamy) el movimiento nacionalista, una vasta bandada de pragmáticos seculares, socialistas, anarquistas, comunistas y otros reformistas, que acudían en masa al sistema universitario de inspiración alemana que se desarrolló a finales del siglo XIX, convirtiéndose en una especie de trampa para cucarachas pero para las malas ideas.
(Uno de los filósofos nacionalistas más sensatos, William James, propuso seriamente los trabajos forzados paramilitares como cura para todos los males sociales en 1906. Oh, Billy, ¡si tú supieras! Y la utopía contenida en la enormemente influyente Looking Backward (1888), de Bellamy, es esencialmente la Unión Soviética).
Aunque estos grupos habían cooperado en general durante la Era Progresista, existían algunas tensiones —por ejemplo, en torno a la Prohibición, que a los nacionalistas laicos les resultaba difícil de digerir. Estas tensiones disminuyeron sustancialmente durante el New Deal, en gran parte debido al brillante golpe de estado con el que los progresistas capturaron el Partido Demócrata, su antigua oposición, y lo convirtieron en un movimiento progresista extremista, al tiempo que derogaban la Prohibición. FDR incluso hizo imprimir un libro titulado Looking Forward firmado por él.
(Curiosamente, tanto el protestantismo tradicional como los movimientos nacionalistas seculares tienen profundos vínculos con el malvado Juan Calvino, ayatolá de Ginebra. El protestantismo tradicional desciende del calvinismo a través, por supuesto, de los puritanos. Los nacionalistas también estuvieron fuertemente influidos por esta tradición, en sus formas posteriores unitarista y trascendentalista, pero muchos también estudiaron en el sistema universitario prusiano, donde aprendieron las versiones seculares del Estado divino de Calvino propugnadas por el ginebrino Rousseau, y más tarde por Hegel. La muerte es un maestro alemán).
Después de la Segunda Guerra Mundial, ya no había ninguna disputa visible entre estas facciones. Cualquier punto de vista que contradijera el Universalismo se volvió socialmente inaceptable en la sociedad educada. El cristianismo progresista, a través de teólogos seculares como Harvey Cox, abandonó los últimos jirones de teología bíblica y completó la larga transformación en mero socialismo. El nacionalismo también se convierte en un término inapropiado, ya que con el crecimiento del poder estadounidense se transformó en internacionalismo y, como la mayoría lo llama ahora, transnacionalismo. En lugar de gobiernos regionales sacralizados, los transnacionalistas quieren construir un gobierno planetario sacralizado, basándose en el principio de que, como dijo Albert Jay Nock, «si una cucharada de ácido prúsico te mata, una botella llena es justo lo que necesitas para que te haga mucho bien».
No es difícil encontrar declaraciones sobre el credo del Universalismo. A mí me gustan los Manifiestos Humanistas (versión 1, versión 2, versión 3), que prácticamente lo dicen todo. La Declaración de los Derechos Humanos de la ONU también es buena. Ningún protestante tradicional encontrará nada moralmente objetable en ninguno de estos documentos.
En un intento probablemente vano de resumir toda esta perorata, he definido los cuatro Ideales principales del credo como Justicia Social, Paz, Igualdad y Comunidad. Como ya hemos visto, Justicia Social significa violencia política y Paz significa victoria. En breve hablaremos de Igualdad y Comunidad.
El último capítulo de esta triste y salvaje historia se escribió en la década de 1960, cuando la primera generación de la posguerra alcanzó la mayoría de edad. Estos jóvenes, hombres y mujeres, habían sido educados por el «establishment» universalista que ganó la guerra, y no eran conscientes de que cualquier persona seria e inteligente podría estar en desacuerdo con el consenso universalista. El resultado fue una especie de talibanización progresiva en la que las doctrinas del Universalismo se hicieron cada vez más extremas, un proceso que continúa hasta hoy.
Hoy en día, quizá la definición más sencilla de Universalismo sea que es el sistema de creencias que se enseña en las universidades estadounidenses (al menos, en las financiadas con fondos federales). Pero, de nuevo, es fundamentalmente una secta cristiana, y sus principios morales y políticos encontrarán eco en Massachusetts y el norte del estado de Nueva York en cualquier momento desde la década de 1830. El Romance de Blithedale, de Hawthorne, por ejemplo, es una sátira de los hippies escrita en 1852. Sólo falta el pachulí.
Los universalistas, como descendientes de la escatología postmilenial de Calvino, se dedican a construir el reino de Dios en la Tierra. (Los postmilenialistas originales creían que una vez construido este reino, Cristo regresaría —una ensoñación teológica descartada hace mucho tiempo. La visión de la ciudad en una colina es una tradición continua desde John Winthrop hasta Barack Obama. En Gran Bretaña, el movimiento evangélico, estrechamente relacionado con el anterior, empleaba el término «Nueva Jerusalén», que me temo que nunca llegó a cruzar el charco, pero que expresa la visión quizá mejor que ningún otro. Siempre me he imaginado la Nueva Jerusalén («en la verde y agradable tierra de Inglaterra») como un montón de enormes torres de hormigón, con «Guns of Brixton» de los Clash sonando en algún lugar en la radio de algún gueto, y una abuela cuarentona gritando a su hija yonqui, pero no estoy seguro de que fuera así como la veían en la década de 1890.
Lo realmente impresionante del Universalismo es la forma en que esta fantasía mesiánica adolescente ha atraído, y sigue atrayendo, a tanta gente que no cree en absoluto en el mundo espiritual, que sólo fuma hierba los fines de semana y que se considera a sí misma sensata y con los pies en la tierra. Por supuesto, la creencia de que todos los ideales universalistas pueden justificarse sólo con la razón es una condición necesaria. Pero los apologistas cristianos han estado derivando el cristianismo de la razón pura desde San Agustín. Uno pensaría que estos pensadores supuestamente escépticos serían un poco más escépticos.
Como no universalista, no puedo dejar de admirar el éxito de esta réplica en particular. Está brillantemente diseñada, como el virus de la viruela. El hecho de que nadie la haya diseñado, al igual que nadie diseñó el virus de la viruela, y que sea simplemente el resultado de la selección adaptativa en un entorno altamente competitivo, aumenta mi asombro en lugar de disminuirlo.
Lo mejor del Universalismo es que tiene la oposición perfecta. Si un cristiano que cree que su fe está justificada por la razón universal es un universalista, un cristiano que cree que su fe está justificada por la revelación divina —en otras palabras, un «cristiano» tal y como se utiliza hoy en día esta palabra— podría denominarse revelacionista.
Supongamos que tienes dos creencias. Ambas afirman ser absoluta e indiscutiblemente ciertas. La fe A te dice que es una consecuencia ineluctable de la razón. La fe B te dice que es la palabra literal de Dios. ¿Cuál tiene más probabilidades de ser cierta?
La respuesta es que no tienes ninguna información. Quizá la fe B sea la palabra literal de Dios, pero no tienes forma de distinguirla de algo que alguien se acaba de inventar. Tal vez la fe A pueda derivarse de la razón pura, pero no tienes forma de saber si la derivación es exacta a menos que la trabajes tú mismo. Y en ese caso, ¿para qué necesitas la fe A?
De hecho, de las dos, la fe A es casi con toda seguridad más poderosa y peligrosa. Como sabe cualquiera que se haya especializado en estudios marxistas-leninistas, es muy fácil construir un edificio de pseudo-razón tan vasto y desalentador que estudiarlo concienzudamente sea casi impracticable. Y este edificio es mucho más libre de contradecir el sentido común; de hecho, tiene un incentivo para hacerlo, porque los resultados sin sentido son especialmente sutiles y difíciles de seguir.
En la medida en que la palabra de Dios contradice el sentido común, la idea de que podría no ser realmente la palabra de Dios no es demasiado difícil de concluir. En otras palabras, si la fe A contiene alguna falacia, está camuflada, mientras que los pasos «y Dios dice» en los silogismos de la fe B están claramente marcados y son de colores brillantes, y la fe B paga un precio en escepticismo si la opinión de Dios está obviamente en desacuerdo con la realidad física.
Así que un observador razonable podría suponer que, de hecho, los principios de la fe B tienen más probabilidades de ser ciertos, simplemente porque les resulta más difícil salirse con la suya si son falsos. Pero, en realidad, estas deducciones no nos dicen nada. Probablemente la fe A tenga razón en algunas cosas, y la fe B en otras.
Sin embargo, en la lucha entre el Universalismo y el revelacionismo, el primero siempre gana. Dado que los universalistas controlan el sistema educativo y de información dominante, esto no resulta en absoluto sorprendente. Pero dado que, como hemos visto, no es racional para un observador razonable elegir la justificación por la razón sobre la justificación por la revelación, en un sistema político en el que los universalistas son los Globetrotters y los revelacionistas son los Generals[1], la propagación sistemática de mentiras está prácticamente asegurada.
Ya hemos visto algunas de estas mentiras, y veremos bastantes más. Sin embargo, creo que la dinámica de la lucha se ilustra mejor con cuestiones en las que, por el motivo que sea, los universalistas tienen razón y los revelacionistas se equivocan.
Por ejemplo, como mi código postal es 94114 [de California], aunque soy hetero como una lanza de hierro[2], resulta que no veo nada malo en el «matrimonio gay». De hecho, simpatizo completamente con el punto de vista universalista, en el que el hecho de que las parejas tengan que ser de sexos opuestos es una especie de extraño vestigio de la Edad Media, como la silla de inmersión o la prueba de fuego. No me queda claro por qué la homosexualidad, que obviamente tiene alguna causa biológica extremadamente concreta, es tan común en las poblaciones occidentales modernas, pero es lo que hay.
Sin embargo, como soy heterosexual, etc., y también porque no soy universalista, creo que el tema no es realmente una de las preocupaciones más acuciantes a las que se enfrenta la humanidad. Y por eso se me ocurre preguntarme cómo exactamente el matrimonio homosexual se ha convertido en un «problema», cuando hace veinte años nadie pensaba siquiera en esa posibilidad. Sea cual sea la fuerza que lo ha provocado, me resulta difícil imaginar que alguien pueda describirlo como «democrático» con cara seria.
Si alguien puede aportar un ejemplo de cómo ha cambiado la opinión pública estadounidense en este mismo sentido, pero con el cambio yendo en contra de los universalistas y a favor de los revelacionistas, sin duda me interesaría escucharlo. Creo que hay algunas excepciones —sobre todo en el ámbito de la economía—, pero todas parecen implicar una intrusión extremadamente dramática de la realidad, una fuerza que rara vez tiene un impacto directo en la opinión estadounidense.
[1] Dos equipos de baloncesto de exhibición que se reparten los papeles: los Globetrotters son siempre los buenos y los Generals siempre los malos.
[2] Straight es el término inglés para hetero y también para recto.
Leer en La Gaceta de la Iberosfera