El juez Corral, pintado por Velázquez
Ignacio Ruiz Quintano
Abc
Al oír hablar en la calle de justicia, me vienen a la cabeza los tres jueces de D. Rodrigo Calderón, cuya muerte “fue la que vivió, y su vida no fue más que su muerte”, en palabras de Quevedo nuestro señor, quien, preso en su Torre de Juan Abad (¡la “Trump Tower”!), escribe “en el fin de una vida y en el principio de otra, de un monarca que acabó de ser rey antes de empezar a reinar y de otro que empezó a reinar antes de ser rey”.
El pésimo cuadro de las costumbres públicas en lo que va del tercer Felipe a Felipe IV está en los “Grandes anales de quince días”, donde Quevedo sorprende el instante en que gira la rueda fatídica y los cortesanos de presa, como los llama Alfonso Reyes, van y vienen, enloquecidos, las pasiones al descubierto.
Felipe III manda a procesar a D. Rodrigo, prendido el 20 de febrero de 1619 en Valladolid por corrupción: tratar en las piedras de barberos y cobrar por las bulas de la Cruzada son sus medros, más hechicería (pasándole un alfiler por el pecho a alguna de sus muñecas mágicas) en la muerte de la reina, muerta, dice Quevedo, “de abreviada y no de enferma, y que de su fin tenían más culpa los malos que los males”.
Sus tres jueces son Corral, el bueno, que se conforma con la prisión y tormento; Contreras, el malo, que propone la degollación (“degollado por la garganta, hasta que muera naturalmente”); y Salcedo, el del consenso, que con su voto resuelve el empate en favor de la muerte. Los defensores Mena, Molina, Cueva y Tripiana sobran.
El pueblo, que odiaba en D. Rodrigo la representación de un régimen, se arrepiente ante la grandeza de D. Rodrigo en la desgracia. El camino desde su casa en la calle Ancha de San Bernardo hasta la plaza Mayor es una fiesta popular.
¡Populismo! ¡Antipolítica! (“Populismo” y “antipolítica” fueron –son– las formas franquistas de llamar a la democracia).
–Por detrás no, amigo –dice D. Rodrigo al verdugo en el patíbulo–. No me han castigado por traidor.
Qué hombre.
Abc
Al oír hablar en la calle de justicia, me vienen a la cabeza los tres jueces de D. Rodrigo Calderón, cuya muerte “fue la que vivió, y su vida no fue más que su muerte”, en palabras de Quevedo nuestro señor, quien, preso en su Torre de Juan Abad (¡la “Trump Tower”!), escribe “en el fin de una vida y en el principio de otra, de un monarca que acabó de ser rey antes de empezar a reinar y de otro que empezó a reinar antes de ser rey”.
El pésimo cuadro de las costumbres públicas en lo que va del tercer Felipe a Felipe IV está en los “Grandes anales de quince días”, donde Quevedo sorprende el instante en que gira la rueda fatídica y los cortesanos de presa, como los llama Alfonso Reyes, van y vienen, enloquecidos, las pasiones al descubierto.
Felipe III manda a procesar a D. Rodrigo, prendido el 20 de febrero de 1619 en Valladolid por corrupción: tratar en las piedras de barberos y cobrar por las bulas de la Cruzada son sus medros, más hechicería (pasándole un alfiler por el pecho a alguna de sus muñecas mágicas) en la muerte de la reina, muerta, dice Quevedo, “de abreviada y no de enferma, y que de su fin tenían más culpa los malos que los males”.
Sus tres jueces son Corral, el bueno, que se conforma con la prisión y tormento; Contreras, el malo, que propone la degollación (“degollado por la garganta, hasta que muera naturalmente”); y Salcedo, el del consenso, que con su voto resuelve el empate en favor de la muerte. Los defensores Mena, Molina, Cueva y Tripiana sobran.
El pueblo, que odiaba en D. Rodrigo la representación de un régimen, se arrepiente ante la grandeza de D. Rodrigo en la desgracia. El camino desde su casa en la calle Ancha de San Bernardo hasta la plaza Mayor es una fiesta popular.
¡Populismo! ¡Antipolítica! (“Populismo” y “antipolítica” fueron –son– las formas franquistas de llamar a la democracia).
–Por detrás no, amigo –dice D. Rodrigo al verdugo en el patíbulo–. No me han castigado por traidor.
Qué hombre.