Banderillas rojigualdas
Jean Palette-Cazajus
Aparte de preocupada por la calidad informativa y la altura del debate, la radio France Culture es un excelente barómetro de las sensibilidades sociales. En sus ondas, el tratamiento de las temáticas animales, bajo todas sus costuras, se multiplica. Pero resultó muy significativo ver, en poco más de una semana, cuatro espacios dedicados a esta problemática en el marco de algunas de las emisiones más significativas. En “Réplicas”, animada por el filósofo Alain Finkielkraut, en la cotidiana “Los caminos de la filosofía” y, en dos ocasiones, en el espacio de debate del medio día, llamado “La grande table”. Digamos que, en las cuatro ocasiones, el contenido del debate fue ampliamente similar. Me detendré un instante en el perfil y la actitud de los tres invitados en “Les chemins de la philosophie”. Aquel día, la emisión era subtitulada: “Faut-il manger les animaux?”, o sea "¿Debemos/podemos, comer los animales?"
Allí estaba Philippe Descola, prestigioso etnólogo, sin duda el discípulo más aventajado de Claude Lévi Strauss. Autor de “Naturaleza y Cultura”, libro cardinal donde muestra el carácter artificial de una oposición, la que enuncia el título, que sustenta desde hace siglos nuestra estructura epistemológica. Es un gran conocedor del llamado “Animismo”, considerado por él como una de las cuatro matrices ontológicas que identifican las culturas humanas. El animismo se caracteriza básicamente por la atribución de parecidas interioridades a humanos y animales y es propio, entre otras culturas, de las amazónicas. He recordado en más de una ocasión, que el animalismo actual no se puede entender sin asumir que las viejas capas geológicas de nuestro siquismo siguen siendo animistas y predeterminan todavía nuestra relación con los animales. La radical postulación animalista de una universal identidad “sintiente” y “sufriente” -en su jerga habitual- aconsejaría hablar mejor de “unanimismo”.
Contra el foie-gras
La segunda invitada era Vinciane Despret, conocida sicóloga y filósofa belga, que proyecta sobre las cuestiones animales una mirada innovadora, perspicaz y perturbadora. El título de dos de sus obras, “Pensar como una rata” y “¿Qué dirían los animales si se les hiciera las buenas preguntas?”, ayuda a entender su propósito axial de romper con el antropomorfismo tontorrón. Conozco mal su obra, pero intuyo en ella la influencia de Jakob Von Uexküll (1864-1944) y su concepto del “umwelt”, entendido como el entorno particular de cada animal, determinado por la especificidades fisiológicas y cognitivas de su relación con el mundo. Los diferentes “umwelten” animales serían así incomunicados y recíprocamente excluyentes. Hoy en día, las ideas de Von Uexküll han quedado de alguna manera marginadas, precisamente porque cuestionan radicalmente el gratificante “unanimismo” contemporáneo.
La tercera, desconocida para mí, se llamaba Astrid Guillaume, presentada como semióloga y profesora en la Sorbona. En seguida se reveló como la zoófila químicamente pura del trío. Digamos en seguida que Philippe Descola dio la “espantá”. Participó poco, repitió los cuatro tópicos básicos de su obra. Sus reticencias a la hora de expresarse traicionaban descaradamente el temor a perjudicar su imagen universitaria y pública ante una audiencia que él imaginaba, sin duda con razón, mayoritariamente filoanimalista. En cuanto a Vinciane Despret, su visión de la realidad animal era original, inteligentísima y estimulante, pero nadie cuente con que aparezca un buen día en Las Ventas, sentada entre los numantinos de la andanada del 9. En cierto momento describió la estrategia de debate usada por los animalistas como una voluntad desordenada y sistemática de acumular los argumentos, cualquiera que fuera su naturaleza y procedencia. Resultó cómico comprobar cómo la señora zoófila parecía empeñada en corroborar tal descripción acumulando sin parar argumentos ecológicos, sanitarios, técnicos o morales, infligidos a troche y moche con la típica febrilidad de los prosélitos.
PETA en Berlín
Pero cualquiera que fuese el rumbo que tomase el debate, en cuanto tenía la palabra, aquella señora regresaba de forma obsesiva a los mantras del “sufrimiento animal” y a la necesidad de tener en cuenta su “sintiencia”. Añadiré que su discurso venía enunciado con un tono de voz para mí exasperante, como quebrantado por una especie de sollozo contenido y perpetuo. La “sintiencia” dice una página de “filosofía vegana” es “la capacidad de experimentar sensaciones y de tener experiencias subjetivas”. Es uno de los nuevos conceptos fetiche del “umwelt” animalista. Es muy propio de aquella militancia la obsesión por meter con calzador en nuestro vocabulario conceptos que suenen a científicos, al mismo tiempo que parecen acarrear todo el dolor del mundo.
Mi ironía no es la del optimismo. No se entiende bien de qué se habla mientras no se sepa desde dónde se habla. En este momento hablo desde la espinosa postura del aficionado a los toros. Aprendí en la milicia que no había error más letal que el de subestimar los efectivos y la potencia de fuego del enemigo. En nuestro ínfimo mundillo reina una vertiginosa ignorancia, aliñada con desprecio, respecto de los efectivos y de la potencia de fuego de los animalistas. Sigue generalizada la creencia de que sólo se trata de una secta minoritaria azuzada por cuatro moscas cojoneras. Y si no, se busca por el lado de un sórdido complot urdido por los eternos enemigos de España y de sus Tradiciones. Es más fácil ir de avestruz que tener que admitir la profunda mutación de una sensibilidad societal ya ampliamente mayoritaria -con distintos grados de intensidad- en todas las esferas del mundo occidental y más particularmente en las juveniles. Sobre esta amplísima base social reflejada en el creciente peso mediático que acabo de ejemplificar, actúa una poderosa base militante. En cuanto a los pensadores y especialistas que alimentan la literatura animalista son internacionales, numerosos y eficaces y saben adecuarse a todas las circunvoluciones de los cerebros contemporáneos. La mayoría goza de reconocido prestigio universitario y tiene a sus espaldas una obra difícil de obviar. Así, a voleo, recordaré a Richard Ryder, Peter Singer, Isaac Bashevis Singer, Tom Regan, Gary Francione, Paola Cavalieri, Charles Patterson, Jonathan Safran Foer, Jacques Derrida o Florence Burgat, Jesús Mosterín en España... Últimamente, la utopía animalista babea alrededor de “Zoopolis”, obra de los canadienses Sue Donaldson y Will Kymlicka, que nos propone algo así como un porvenir a medio camino entre “Rebelión en la granja” de George Orwell y el multiculturalismo aplicado a los animales.
Contra el ordeño de las vacas
En cambio, nuestra muy desguarnecida trinchera carece totalmente de artillería de campaña cuya única munición eficaz, hoy por hoy, sólo podría y debería consistir en la capacidad de legitimación de la muerte del toro. Porque el enemigo radical (yo no lo he designado como tal, él me ha designado a mí), lo mismo que las sensibilidades animalistas más moderadas, se han vuelto totalmente indiferentes a todo lo que la mejor literatura taurina pudo alegar tradicionalmente, en su día, sobre lo mítico, lo simbólico, lo antropológico, lo estético o lo ético. Hoy, escritos como los de Pitt-Rivers han quedado reducidos a una faena de alivio y adornos. La realidad le ha dado la razón a Pemán: “Filosofía viene a ser lo que hablan sobre el toreo todos los que no torean”. O sea, simples hojas parroquiales para uso interno de los feligreses. No interesamos a nadie salvo al propio espejo. La intelectualidad progresista suele desconfiar de la noción de “valores”. Pero la socióloga Nathalie Heinich privilegia el estudio de su evolución. Muestra como detrás de los cambios conscientes en los comportamientos sociales hay a menudo una inconsciente transmutación de la jerarquía de tales valores. Recurre sorprendentemente a un ejemplo taurino: en una época -dice- existía cierto equilibrio entre quienes defendían la corrida de toros en nombre de la estética y quienes la condenaban en nombre de la ética. Hoy -añade- la evolución de los valores ha inclinado definitivamente el fiel de la balanza a favor de la ética.
Y la propia estudiosa aparece como el mejor ejemplo de semejante transmutación al conectar tácitamente ética y animalismo. Objetaremos que la ética es una construcción demasiado ambiciosa y exigente para confundirla con la autocomplacencia y la inercia del animismo zoófilo. En cambio, tenemos derecho a pensar que lo que ocurre en los ruedos sería absurdo si no estuviera orgánicamente supeditado a la cuestión de la ética. La socorrida invocación de la “estética” delata a menudo la carcoma que corroe los toros desde el interior. “Nulla aesthetica sine ethica”. Como anillo al dedo viene aquí tan raída locución. La ética taurina queda resumida en el respeto de unas pocas reglas, claras y rigurosas, que podríamos definir, muy sencillamente, como la primacía de la máxima dificultad aplicada a la forma de interpretar el toreo como a la ímproba labor de definir y criar el toro bravo. En los ruedos modernos la “estética” suele ser el artificio usado para escamotear la ética y tapar la violación de las reglas. Si surge de verdad la belleza, muy esporádicamente, es porque se ha cumplido con las reglas de la ética. Algo parecido pensaría Víctor Gomez Pin cuando escribió que “la Tauromaquia no infringe ningún imperativo ético universal”.
Contra el uso del cuero
Actualmente las preocupaciones inmediatas de los animalistas se centran en el despilfarro ecológico de la producción cárnica, en la cría intensiva de aves y cerdos en ámbitos cerrados, en el trato recibido por los animales en los mataderos. De allí la ofensiva vegetariana de la que nuestra comentada emisión constituía un episodio mediático. Otro frente abierto por ellos es el de los animales de circo cuya desaparición exigen y vienen consiguiendo. Muchos de estos temas puede, sin duda debe, compartirlos cualquier aficionado a los toros dotado de cabeza ya que son desafíos sociales infinitamente más complejos y contradictorios que su reducción a las exiguas obsesiones animalistas. Pero cuando los más radicales exigen la renuncia a seguir montando a caballo, a ordeñar las vacas y la desaparición de todo tipo de mascotas, actúan desde una coherencia muy particular. La que considera que los humanos equivocaron el camino desde la revolución neolítica, cuando optaron por la domesticación animal y la ganadería.
Así es como comprobamos, una vez más, que las ideas son como las ramas. Por muchas que tenga el árbol, salen de un tronco único. En el caso de los animalistas se trata de la convicción de que el animal es un ser fundamentalmente inocente. La presencia de un inocente presupone forzosamente la del culpable. Este es el ser humano, que fue pervirtiendo desde un principio su relación con los animales, la cual -piensan- terminó pervirtiendo la propia relación del hombre consigo mismo. Aquel ser humano objeto de la vindicta animalista es, evidentemente, su arquetipo occidental. Como los islamistas, los animalistas han quedado desbordados por la densidad de los saberes y la complejidad de las problemáticas humanas. Como ellos viven poseídos por una mezcla de inseguridad fundamental y de proselitismo vengativo. Como ellos, sueñan con la simplicidad de un mundo sin preguntas, lleno de respuestas transparentes. Comprobada la inoperancia sobre la humanidad de las utopías poshegelianas de las grandes reconciliaciones, les queda intentarlo con la “animalidad”, más callada, previsible y manejable.
En esta ocasión, salieron condenados
Como el islamismo, son pues un síntoma de la crisis agónica de nuestras culturas. Dicho lo cual nos habremos quedado empantanados en la retórica si olvidamos “desde donde” hablamos. Porque en este mundo de los valores transmutantes la corrida de toros aparece como la transgresión por antonomasia, la “sangrante” anomalía, en sentido propio como figurado. Es el único espectáculo en el mundo que vierte la sangre públicamente, que exhibe “la muerte en vivo”, y no de una forma accidental o subrepticia, sino desde la solemnidad de una demorada liturgia pública. No nos engañemos, la relación de fuerzas se está tornando tan desigual que la tauromaquia, acosada por fuera, minada por dentro, bien podría desaparecer en los próximos años sin que se estremecieran las alas de una sola mariposa de Amazonia. Algunos pensamos que la emergencia humana alumbró un ser básicamente vertiginoso y desesperado pero no forzosamente malvado. Creo que es lo que intenta explicarse a través de la corrida de toros. Pero hic et nunc, a imagen y semejanza de “1984”, la novela de Orwell, la “neolengua” ideológica seguirá formateando otro tipo de ser humano, el que busca su meta en la convergencia con aquel lenguaje narcótico. La cuestión ya no es que el ser humano sea bueno o malo sino que sus apariencias coincidan con lo que se reputa correcto para él. Nosotros seguiremos bregando en las cunetas de la “neolengua”, sin esperanza, con convencimiento.
Tenga corazón, hágase vegetariano