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Desde el mismo instante germinal de la Modernidad, en el siglo de las Luces, Nafta y Settembrini sostienen un pulso interminable en la cumbre de la montaña mágica. A veces, parece que se va a imponer Settembrini. Entonces el "nosotros" cede paso al "yo"; el espíritu nacional, a los valores universales; la costumbre, a la razón; y las emociones, al intelecto. Pero pronto cambian las tornas y es Nafta quien humilla la muñeca de su oponente, empujándola con fuerza contra el tablero. En ese momento la cultura se desvanece en su plural imposible; retorna la comunidad a ocupar el sillón del gran inquisidor; y salen de sus guaridas los románticos con sus particularismos gregarios, su culto pagano al Volksgeist y su glorificación de cuanto suene a "popular". Así, hasta que en la cumbre el brazo de Settembrini comience a recuperar de nuevo la vertical y en la planicie dé inicio un nuevo ciclo.
Hace unas horas, acaba de desaparecer el mejor aliado que jamás tuviera Nafta, Lévi-Strauss, padre putativo de uno de los mayores dislates intelectuales engendrados durante el siglo XX: el estructuralismo. Al punto de que necedades como la Alianza de Civilizaciones no se comprenden sin reparar en la difusión que alcanzó la vulgata de su antropología antihumanista. Y es que hubo un tiempo en que el clítoris sin mutilar de una niña valía más que la opinión de Alá al respecto; la palabra de un hombre no primaba sobre la de su mujer; la poligamia constituía aberración inconcebible; y matar a un homosexual por el hecho de serlo, una patología criminal. Hasta que llegó Lévi-Strauss para liberarnos de nuestro supremo prejuicio etnocéntrico, a saber, que la cultura occidental valdría más que cualquier atavismo bárbaro refractario a la autonomía moral de los seres humanos. Gracias a él, pues, descubrimos que Erasmo de Rotterdam resulta equiparable al chamán de cualquier tribu centroafricana, y que Shakespeare no merece superior consideración que los percusionistas jamaicanos de Bob Marley, entre otras nuevas.