"DESPUÉS DE SHAKESPEARE, YO"
Por Alberto Guillén
-Pase usted -dice la criada-, el señor se está bañando, pero le ruega que lo espere.
Yo paso. Lo espero, lo espero; medito filosóficamente y me consuelo. Algún derecho han de tener los hombres superiores. Entre ellos, el de hacerse esperar. En medio de la habitación, un poco de agua canta burbujeando en una cacerolilla sobre una estufa de gas. Schopenhauer hace gestos misántropos sobre unos botines delicadamente caídos sobre un diván. También Goethe insinúa su testa de mármol y unos zapatos asoman su risa grotesca en un sillón. Hay libros viejos y nuevos. El Doctor Sutilis, de Clarín, junto a la República, de Platón. También hay las obras completas de Ibsen, una Biblia protestante y algunos tomos de Shakespeare. Estos, muy manoseados. Sobre la mesa, un drama sacro de Zúmel muestra sus versos subrayados con un vigor terrible. Aparece Grau. Yo me emociono tres veces como los monaguillos.
-Usted perdone. Me estaba bañando.
-Perdonado. Ya me lo había dicho la criada. ¿Usted también se baña?
-Sí, yo siempre me baño. Siembre, todos los días. De la cama al baño. Al salir del baño soy otro, me siento como nuevo; parece que las ideas geniales afluyen con mayor rapidez. ¿Me permite usted que me ponga un chaleco?
-Hombre, lo que usted guste.
Grau pasa a la otra habitación y sale con un chaleco verde; encima, una americana creo que gris. Luego vuelve a hablar.
-¿Le hice esperar mucho? Perdóneme. ¿Sabe usted? ¡El jabón, la toalla, el agua de colonia! Yo tengo que perfumarme para poder escribir.
-Muy bien, señor Grau, así su producción olerá bien.
-Es usted americano, ¿verdad?
-Sí, señor.
-Ya me lo parecía por la melodía de su hablar. Ustedes los americanos hablan muy bonito.
-¿Sí? Gracias. ¡Usted no sabe el placer que siento al conocerle!
-Muchas gracias. Como usted sabrá, yo soy un genio -me dice a boca de jarro.
-Sí, señor; ya lo sabía.
-¿Quién se lo dijo?
-¡Todos! Todos: Sanchiz, Concha Espina, Marquina. ¡Todos! Su nombre ya empezaba a sonar en mis oídos americanos y en España me encuentro con que todo el mundo lo cree un imbécil.
-¿Y me llaman genio?
-Sí, le llaman genio, riéndose.
-¿Pero los inteligentes?
-No sé a quiénes llamará usted inteligentes. Pero todos los escritores que he visitado me han dicho lo mismo. Y no sólo ellos; hasta las porteras y los estudiantillos de la Universidad. Todos, literatos y señoras novelistas muy respetables, todos; y esto bastaba a que se me hiciese usted interesante. Siempre es interesante un hombre de quien la gente habla mal. Yo quería convencerme. ("Hay genios de la brutalidad" -decía Hermida.)
Don Jacinto se turba un poco y ríe con risa forzada. En esto entra su señora. Don Jacinto me la presenta y le dice:
-Mira lo que dice el señor Guillén.
-¿Qué dice? -pregunta la señora.
-Que todo el mundo me habla muy mal de su marido, señora.
Grau tiene lentes y una carita de papagayo. Es deliciosamente tartamudo, pero habla con vehemencia. Manotea. Escupe al interlocutor. Es necesario un paraguas para entrevistarse con el genio. Lo aviso a los que vayan a verle tras de mí.
-¿Quiere usted un cigarrillo? Escoja usted. Los españoles no les podemos ofrecer buen tabaco a ustedes, los americanos...
-Es verdad. ¿Y a qué cree usted se deba la odiosidad que le tienen sus paisanos?
-Es que estos españoles son muy brutos, mucho; brutos como adoquines. No reconocen nunca lo grande que tienen entre las manos. A Cervantes, como usted sabrá, casi lo hacen morir de hambre en un cuartucho. También lo encarcelaron.
-Sí, es verdad. Pero...
-No. Los únicos inteligentes son los adoquines españoles.
(Con los adoquines lapidaban los antiguos a los mentecatos, pero, según Grau, los adoquines españoles son muy inteligentes.)
-Sí, señor; será verdad. Pero hay algunos que lo reconocen: Ramiro de Maeztu, por ejemplo, me ha dicho que hay que esperar a que tenga usted cincuenta y tantos años, como Ibsen.
-Es que Ramiro de Maeztu es la probidad literaria por excelencia. Es que es el más grande pensador del mundo, el más alto valor con que cuenta España, tiene una honradez a toda prueba. Él y Baeza, que es el crítico más fino de nuestra generación, son los más grandes, son los únicos que me comprenden. Pero yo he escrito El conde Alarcos. ¿Usted no ha leído El conde Alarcos?
-Sí, señor; yo lo he leído.
-¿Y qué le ha parecido? ¿No es verdad que es formidable? Usted habrá visto que es lo más grande que...
(Yo no he visto nada, pero digo que sí por señas.)
-Usted habrá visto que es lo más fuerte, lo más grande que se ha escrito en Europa en estos diez últimos años.
-Es verdad, señor Grau -digo, mirándome las puntas de mis zapatos, que sonríen-, es verdad.
Estoy muy serio. He resuelto hacer de monaguillo y sacudir el incensario hasta cuando guste don Jacinto.
-Es verdad, señor Grau. Esquilo...
-No, no -me interrumpe don Jacinto, haciendo bailar los lentes-. Ésa es una frase canalla que me atribuyen. Afirman que yo digo: "Shakespeare, Esquilo y yo". No; yo no he dicho eso. Lo que digo yo es: después de Shakespeare, yo. Yo espero el fallo de los siglos. Yo viviré en la Conciencia Humana. Yo he de...
Aparece la señora de don Jacinto. Don Jacinto se calla mansamente. La señora entra con los cabellos muy rubios y las medias de color de perla. Es muy inteligente. Se sienta entre los dos. Es decir, entre don Jacinto y yo, y, desde entonces, sólo habla ella. Es un ángel, el ángel de la guarda de don Jacinto. Ha venido a salvarle. Habla mucho, mucho, de su vida en los teatros, de su asco por España. Habla tanto que ya no la escucho, aunque no dejo de mirar sus ojos claros y sus cabellos tan rubios. Grau ha puesto una mano sobre la otra, con la mansedumbre de la Gioconda. Parecen palomas las manos de Grau. La señora sigue hablando, con su lenguaje cálido. Nosotros escuchamos. Yo con los ojos, y Grau con toda el alma. De cuando en cuando, don Jacinto me alcanza su mechero para encender un puro, testarudo y malo, que apenas hace humo. Yo fumo para esfumar un poco a la señora, que me mira con sus ojos vivos. Al fin se cansa la señora y se va. Grau se recobra y vuelve a hablar.
-Cuando yo haya escrito veinte cosas como El conde Alarcos o El hijo pródigo. Cuando pueda dar todo el genio que yo llevo aquí...
El genio se ha dado con la mano en la frente, ni más ni menos que Chénier; y los lentes han rodado por el suelo. El genio los recoge apresuradamente y vuelve a hablar; para recogerlos ha tenido (¡el Genio!) que ponerse en cuatro patas, como un perrito o como un asnito.
-¿Usted no conoce El hijo pródigo? Es grandioso, estupendo; lo más grandioso, lo más estupendo que se ha visto en Europa. Yo le voy a dar un ejemplar. Procure usted que se extienda en América. Su estreno fue una apoteosis. Después de verlo, un húngaro, que tenía su señora, vino y, sin decirme nada, me besó. Yo lloraba como un niño.
La señora ha vuelto.
Yo agito de nuevo el incensario.
-En América se le lee mucho, señor don Jacinto.
-¿Entre los viejos?
-No, entre los nuevos. En el Perú también. Yo he oído hablar de usted a algunos muchachos melenudos.
-¡Cómo! Pero ¿no es Bedoya lo único que hay en el Perú?
-¿Me permite usted que me sonría? ¡Ni mucho menos! Bedoya es...
-Pues Bedoya dijo un día que él y Sassone eran los únicos escritores que había en el Perú! Bedoya es un idiota; a mí me pegó una paliza. Valle-Inclán es otro idiota, porque no quiere leerme. Pero a mí no me importa; él se hace un mal a sí mismo, desconociéndome, negándome: aunque estoy seguro de que, a solas, me lee y me admira, y hasta me atrevo a asegurar que... ¡me plagia!
-¡Es muy posible! Valle-Inclán, según dicen, está agotado.
-Sí, sí; está agotado, muy agotado, enteramente, absolutamente, definitivamente agotado; además, ya nadie lee a Valle-Inclán. Ya nadie se acuerda de él, ya pasó; es un recuerdo histórico, algo así como un megaterio literario; hasta a veces me parece más viejo que el propio don Miguel de Cervantes Saavedra. ¿De modo que en América?...
-Sí, en América le reconocen como un Genio -digo con seriedad cómica, dándole una vuelta a mi sortija, que brilla sobre mi dedo como la sangre de una estrella; mi sortija, que se pusieron todas mis amadas y es el recuerdo de un virrey; mi sortija, que es el amuleto de mis triunfos y un regalo de mi padre; mi sortija, que... (Un día he de escribir el libro Mi sortija encarnada.)
Ya don Jacinto no me escucha. Me ha pedido mi pluma fuente y me está dedicando libros, libros, muchos libros: El hijo pródigo, Conseja galante... Luego me los da y quiere abrazarme. Yo le digo que son las dos de la tarde y que aún no he almorzado. Don Jacinto se compunge muy sinceramente y se arrepiente de todo corazón.
-¡Y yo que le hice esperar tanto! -me dice-, pero ya usted comprende, ¡el jabón, la toalla, el agua de colonia!...
Del libro La linterna de Diógenes (1920), de Ave del Paraíso Ediciones, 2001.