VOLVERÉ A TOREAR
Por L.G. de L.
Estampa, 1 de Julio de 1934
Hace tres años, Belmonte no hablaba de torear. Cuando alguien le preguntaba si volvería a pisar vestido de luces el ruedo, se encogía de hombros y cambiaba el rumbo de la conversación. A veces, si los amigos insistían demasiado en sus preguntas, gruñía:
-Los toros dan mucho miedo. Mucho…
Así hablaba Juan Belmonte, el ídolo, el “fenómeno”, el torero que con mayor despreocupación ha regado de sangre todas las plazas de España. Belmonte confesaba a todo el mundo que le quería oír las angustias sufridas en silencio, los instantes de desmayo, las debilidades de la carne dolorida…
En aquella época, el maestro de toreros era un rico hacendado andaluz que lucía ideas avanzadas en cuestiones sociales. Andalucía estaba en huelga. Los campesinos, cruzados de brazos, contemplaban los trigales. Y las espigas, que aquel año habían crecido más y mejor que nunca, se agostaban en los campos dorados.
-Belmonte es comunista –decían los segadores de Carmona.
-Es sindicalista –afirmaban los de Alcalá de Guadaira.
Y no se ponían de acuerdo más que en los pases de pecho y en los naturales.
-Como él, ¡naide! –convenían todos.
¿Belmonte comunista? ¿Belmonte hablando de toros y repitiendo insistentemente la palabra miedo?
Las gentes sensatas, las que tienen una idea de las cosas y ésa les sirve para toda la vida, sujetaban la cabeza entre las manos y comenzaban a sospechar que la Humanidad caminaba hacia la locura.
Una mañana llamé a la puerta de la finca de Belmonte. Sus campos estaban segados. Los gañanes volvían con las bestias, blancas de sudor. Bajo el sol, en un trigal cercano, las hoces describían círculos de fuego.
El torero estaba en el zaguán de la casa, al fresco.
Vestía un pijama sobrio y elegante. Para levantarse dejó caer de sus manos una novela inglesa.
Vengo –le dije- a comprobar si es usted, como dicen, comunista. También quisiera que me hablara de ese miedo que afirma usted haber sentido.
Juan Belmonte se echó a reír y me dijo:
-Yo no sé si soy comunista o si no lo soy. Supongo que no. Pero creo que todo está mal organizado y procuro ordenar las cosas a mi manera. Esta finca la he parcelado y mis colonos la explotan en beneficio propio. Les adelanté dinero para las primeras siembras y para la adquisición de útiles de labranza. Ya me lo irán devolviendo poco a poco.
-¿Y si no pueden?
Belmonte se quedó un instante pensativo.
-Si no pueden, volveré a torear.
La carne herida
Volveré a torear… Esa frase, Belmonte la pronunció consciente de todas sus consecuencias. Demasiado culto, demasiado inteligente para no haber reemplazado por otras emociones la del aplauso de las multitudes, hablaba del toro con fría lucidez.
-Torear es algo horrible, espantoso.
Lo interrumpí.
-Era usted el más valiente. Su toreo poseía una fuerza dramática que no igualó el de ningún otro, y su cuerpo conserva las huellas de muchas cornadas. ¿Por qué habla usted tanto de ese miedo que nadie adivina?
-Porque existía… Yo no creo que nada en el mundo produzca tanto pavor como el espectáculo de un toro en el ruedo al que hay que arrimarse y matar. El que diga lo contrario, peca, creo yo, de falta de sinceridad. Esas comidas frugales antes de las corridas no son para conservar la agilidad ni cosa parecida. El torero no come más porque el miedo no le deja tragar a gusto. Además la víspera de la corrida no hay quien duerma tranquilo. No recuerdo qué compañero me contaba que durante la noche sufría mareos, cólicos y angustias hasta tal punto que al día siguiente iba a la plaza en condiciones desastrosas. Para remediarlo, su mozo de estoques inventó un ardid:
“¡Maestro, que está cayendo un aguacero espantoso! ¡Ay, maestro, qué desgrasia tan grande, que no vamo a podé atoreá!” Y el maestro se curaba instantáneamente, dormía y se levantaba fresco como una rosa.
Belmonte insistió:
-Hace falta una voluntad terrible para arrimarse al toro cuando ya se ha sufrido una cogida grave. Es la carne herida la que tira de uno. Hay que dominarla, vencerla…
-Y ahora –le pregunté-, después de recordar todo esto, ¿insiste usted en lo que me ha dicho antes? ¿Volvería usted a la plaza para luchar, para ganarse la vida como antes?
Belmonte, durante unos minutos permaneció silencioso. Los perros que sesteaban en el portalón se arrimaron a él y le lamieron las manos. Unas mujeres cruzaron el patio cantando.
-¿Y por qué no? –murmuró al fin-. Morir en la Plaza o en otro sitio, ¡qué más da!
Volveré a torear… Esa frase, Belmonte la pronunció consciente de todas sus consecuencias. Demasiado culto, demasiado inteligente para no haber reemplazado por otras emociones la del aplauso de las multitudes, hablaba del toro con fría lucidez.
-Torear es algo horrible, espantoso.
Lo interrumpí.
-Era usted el más valiente. Su toreo poseía una fuerza dramática que no igualó el de ningún otro, y su cuerpo conserva las huellas de muchas cornadas. ¿Por qué habla usted tanto de ese miedo que nadie adivina?
-Porque existía… Yo no creo que nada en el mundo produzca tanto pavor como el espectáculo de un toro en el ruedo al que hay que arrimarse y matar. El que diga lo contrario, peca, creo yo, de falta de sinceridad. Esas comidas frugales antes de las corridas no son para conservar la agilidad ni cosa parecida. El torero no come más porque el miedo no le deja tragar a gusto. Además la víspera de la corrida no hay quien duerma tranquilo. No recuerdo qué compañero me contaba que durante la noche sufría mareos, cólicos y angustias hasta tal punto que al día siguiente iba a la plaza en condiciones desastrosas. Para remediarlo, su mozo de estoques inventó un ardid:
“¡Maestro, que está cayendo un aguacero espantoso! ¡Ay, maestro, qué desgrasia tan grande, que no vamo a podé atoreá!” Y el maestro se curaba instantáneamente, dormía y se levantaba fresco como una rosa.
Belmonte insistió:
-Hace falta una voluntad terrible para arrimarse al toro cuando ya se ha sufrido una cogida grave. Es la carne herida la que tira de uno. Hay que dominarla, vencerla…
-Y ahora –le pregunté-, después de recordar todo esto, ¿insiste usted en lo que me ha dicho antes? ¿Volvería usted a la plaza para luchar, para ganarse la vida como antes?
Belmonte, durante unos minutos permaneció silencioso. Los perros que sesteaban en el portalón se arrimaron a él y le lamieron las manos. Unas mujeres cruzaron el patio cantando.
-¿Y por qué no? –murmuró al fin-. Morir en la Plaza o en otro sitio, ¡qué más da!