Hughes
Abc
El martes, o más bien el miércoles, cuando Donald Trump denunció el fraude, no estaba empezando algo, estaba terminando. Pareció ya mucho que pudiera hacerlo, que pudiera dar ese mensaje. Twitter ya estaba censurando y horas después las televisiones, algunas de ellas, no volverían a permitirlo.
En ese momento quizás se desdibujaba o se hacía confusa la resolución electoral; sin embargo, los últimos meses adquirían coherencia y nitidez. Esto se agradece, cualquier forma de sentido se agradece.
Cuando Trump salió a denunciar el fraude, todos esperaban que lo hiciera porque después de apagarse la famosa trama rusa comenzó otra, comenzó la preparación del escenario electoral.
Por supuesto estaba el aspecto miliciano de BLM y Antifa, que caldeó y radicalizó el ambiente hasta la violencia sin que importara nada la pandemia, es más, haciéndose perfectamente compatible con la pandemia: las protestas eran pacíficas y, de alguna forma, inmunes al virus. Estas cosas son posibles: puede importar la muerte de Floyd, pero no el vídeo o su autopsia; puede importar la muerte de Floyd, pero no las muertes negras provocadas por la violencia y tampoco, aunque esto ya es mucho pedir, las muertes blancas de partidarios de Trump. Por otra parte, resulta curiosa la costumbre de la izquierda americana de no votar presencialmente, pero sí salir a manifestarse.
Éste era el discurso principal que nos llegaba: de Rusia se pasaba, sin decir ni media, al racismo sistémico de Trump, sitiado simbólica y no tan simbólicamente en la Casa Blanca.
Pero junto a esta línea de acontecimientos serpenteaba una especie de retórica de la fantasía golpista. El Proyecto para la Integridad de la Transición o los debates sobre si Trump aceptaría o no irse de buen grado. Trump no mintió entonces: ya veremos si aceptaré o no. Porque llevaba meses anticipando lo del voto por correo. No era sólo en el plano de la realidad trumpiana, la Realidad avisaba con los cambios regulatorios de algunos estados y con el desarrollo de una “narrativa” que, después de animar las protestas e ignorar los altercados, imponía de repente una profilaxis electoral: que hagan campaña y salgan a votar los republicanos, que ellos no creen en el covid. Biden no hizo una gran campaña, era como si no la necesitara o estuviera por encima de ella. ¿No era como si estuviera ya hecha o replegada en su sótano?
De Trump y su negativa a la transición tranquila (privilegio exclusivamente demócrata) se había hablado mucho; de las advertencias de Trump sobre las posibles irregularidades del voto por correo se habló muy poco o nada.
Así las cosas, cuando Trump salió el miércoles por la mañana (nuestro miércoles), todo el mundo esperaba que lo hiciese, que confirmara por fin lo muy Hitler que era. Pero nadie se escamó o sintió una ligera sospecha cuando, poco antes, y con Trump en cabeza, algunos estados demócratas dejaron de contar votos (ante la naturalidad con la que eso se acepta, por cierto, cabe preguntarse si en el futuro y aunque se trata de sistemas distintos, podemos esperar que suceda en España). Al no estar nadie sobre aviso, salvo los muy escarmentados, Biden pudo salir sin que un rumor se levantara, sin que un carraspeo de duda preludiara nada. Que ninguna gran cadena allí (ni La Foxta) ni ninguna aquí reparara, por ejemplo, en la casualidad de que sucediesen estas cosas en estados demócratas y que fueran demócratas los que permitieron la incubación de un clima de violencia en los meses previos. ¿No hay ningún científico social que se atreva a atar cabos?
Todos esperaban que Trump se resistiese, confirmando (¡por fin! ¡por fin!) su tiranía, pero nadie enarcó una ceja al ver el revulsivo de las sacas de Biden. El público estaba preparado para una cosa, pero no para la otra. El escenario estaba terminado para que salieran los actores: si Trump se resistía, lo único que podía hacer, estaba confirmando la visión de él. Confluyó allí, con éxito completo, la (fea palabra) narrativa comenzada tras el fin de la trama rusa.
Porque nunca, ni antes ni durante, fue legítimo el gobierno Trump.
Sobre sus quejas, y pendientes del destino judicial que tengan, tampoco sería el primer pucherazo en Estados Unidos, como tampoco es la primera elección presidencial disputada tras las urnas, por mucho que el coro lamentable que nos rodea lo repita una y otra vez. Sólo es esperable que entre los muertos que han votado al menos no haya bajas de Irak y otras guerras neocon. Esto ya sería demasiado, aunque se comprende que el resto de muertos sí se levantara para votar, pues el antitrumpismo, lo antifa e interseccional son movimientos fundamentalmente zombis.
La denuncia del fraude electoral deberá aportar pruebas a la justicia, pero no suena tan descabellada. Si durante años ya hicieron cosas ilegales para echar a Trump, ¿por qué no iban a hacer una más? Tampoco debería escandalizar tanto (las sales, anda, tómense las sales…) después de cuatro años sosteniendo que las elecciones de 2016 las decidió Rusia. Aunque el escándalo, esos soponcietes de nuestras camelias, se entiende porque muchos tienen en este episodio la última ocasión de justificar su ceguera, estupidez o vileza en torno al personaje.
El plebiscito sobre Trump, sin embargo, es el enésimo engaño. La cuestión no era ni es Trump, como descubriremos en cuanto se vaya. Sin entrar en el trumpismo con o sin Trump (asunto interesante, aunque he de parar por el bien de todos), las elecciones americanas descubrieron que no era necesaria una campaña porque la campaña estaba hecha, y que Biden supera en votos a Obama porque, no nos engañemos, Obama estaba detrás. Fue su mano derecha y no cuesta verlo como muñidor de una revancha contra Trump. La colusión no era Rusia, sino otra. A ella faltaban por sumarse las encuestas (las polls, que quedan también para siempre con el apellido fake) y las redes sociales, que han echado el visillo y el resto sobre los tuits de ciertas personas. Lo dijo Bannon: guerra informativa, y a las 24 horas le cerraron la cuenta. ¿Decapitar? ¿De verdad? Tiene gracia que quien comenzó una campaña hablando de acabar con el ISIS (¿Dónde está el ISIS, por cierto?) sea silenciado por decapitador. La literalidad fue la primera forma de manifestación del radicalismo antitrump, profundamente antidemocrático (aunque anime a votar a los muertos) y con una escala mundial.
Los “malos” suelen acertar, así que a Bannon le cerraron el chiringo. Los buenos aciertan menos y lo “fake”, que fue la primera forma de deslegitimar aquel naciente trumpismo (por los científicos defensores de la Verdad, palmeros de la 2ª Mentira Masiva Mundial) la revirtió Trump genialmente, asociándola ya para siempre a los media, polls, etc., ese “fake” ha acabado desembocando aquí en las comisiones de la verdad (que criticarán los antedichos). En Estados Unidos, el “fascista” de Trump, que ha hecho famosos mundialmente a importantes mendrugos como Acosta, todavía no se ha ido y AOC anda ya pidiendo la realización de listas negras. ¿Piensan acaso que con Trump se acabará para ellos el trumpismo, aquello que no puede ser dicho? Trump fue Trump por decirlo.
La impresión, y ya acabo, que dejan estos años es la de un juego pero dos reglas, o dos escenarios. Cuando se jugaba en su casa el terreno podía estar embarrado y podían lanzarse bengalas y objetos al campo, como un estadio turco de los de antes. A Trump, sin embargo, le pedían un Wimbledon: algo perfecto, caballeresco, con señores y señoras muy elegantes comiendo fresas o bebiendo té. Esta diferencia llegaría (cómo si no) bien viva hasta el último día: el parón en el recuento demócrata no hizo sospechar nada, no hizo encender alarma alguna; el ejercicio por Trump de su derecho a luchar en los tribunales permitió que salieran todos los bomberos de lo demoliberal sacando esa manguera que nunca se pisan.
Pero nunca vimos a Trump bebiendo té.