domingo, 1 de noviembre de 2020

Una lucha interna



Hughes

Abc

Los episodios de violencia callejera de las últimas horas tienen un aspecto heterogéneo, quizás con el único elemento común de la juventud.

También llama la atención la rápida extensión por varios puntos de España. Ya no es Gamonal, ni es Bilbao, son bastantes sitios, lo que permite hablar de algo mimético o, quizás, de cierta organización.

Las televisiones sí están sacando estos saqueos, más y antes de lo que hicieron con Estados Unidos y las “pacíficas protestas”. Eso era una causa noble, y no como la de aquí, que encima es contra el gobierno.

Por la dificultad para tratarlo (¿son buenos? ¿son malos? ¿son de los míos?…) quizás se parezca a lo de los Chalecos Amarillos. La incomodidad para manejarlo en el izquierda-derecha quizás nos lleva a otro eje, a otra forma de ver la realidad… Esto da tanta pereza como problemas.

¿Ante qué estamos? Algunos medios lo están atribuyendo a dos cosas: la extrema derecha y/o el negacionismo, un poco al tuntún, lo que resulta más un deseo que una evidencia porque no hay convocatorias, manifiestos, pancartas…

El negacionismo es la banalización del negacionismo primero de todos que es el del genocidio. Es una palabra lo suficientemente fea y problematizadora como para hacer su función. En cierto modo, es un sinónimo lejano de nazi. Es una de sus acepciones. Quien sea “negacionista” es alguien digno, como mínimo, de ser puesto en observación, tan sospechoso de loco como de violento porque negacionista es el que niega verdades sentadas, que como no pueden ser religiosas son científicas. El negacionista es el hereje de ahora.

Y además es alguien que niega “las violencias”, la violencia contra la mujer, las muertes de judíos, las muertes por coronavirus, en suma, el sufrimiento de otro… Por esto, tiene la carga suficiente de inhumanidad.

El problema de la palabra “negacionismo” es, como de costumbre, ir gastándola. Desde cierto punto de vista, todo puede ser negacionismo: el yihadista niega al infiel, su religión o su falta de ella, el ladrón niega la propiedad… Tampoco se puede pasar por alto que negacionista lo use mucho la izquierda, que fue, para empezar, la primera negacionista del covid (“yo no sé, chico…”), pero que además está integrada por acreditados negacionistas: negacionistas de las leyes básicas de la economía, de la historia de España, de la biología, de las verdades humanas inmutables (negacionistas, a veces, de lo humano mismo)…

Los otros “culpables” de la violencia son la “extrema derecha”, que guarda, hemos visto, cierta relación con los “negacionistas”. El negacionismo primero viene de ahí y ahí volvería. La extrema derecha es la explicación habitual de las cosas que no tienen aún explicación; la explicación de lo que nos da miedo políticamente: el coco, el hombre del saco. Sobre el miedo al “nazi” se edificó el edificio institucional europeo y sus regímenes políticos de posguerra, y, desde entonces, el miedo a la extrema derecha sirve para mucho, sobre todo para encastillarse más los partidos en el Estado. Con el miedo a la extrema derecha todo se justifica. Hasta la violencia, como nos han enseñado a asumir con “antifa”.

Se podría responder, llegados a este punto, lo de Trump con el “supremaciosmo blanco”: “Pero ¿quién? Dígame un nombre”.

En el lenguaje propagandístico actual, la “extrema derecha” en España es Vox, así lo repite día tras día Ferreras, por ejemplo, que en términos de propaganda no es un cualquiera, así que le están echando encima esa violencia a la tercera fuerza de España, seguramente más de cuatro millones de españoles ahora mismo. Esto puede tener una utilidad a medio y largo plazo: seguir arrinconando a Vox hasta que no haya más remedio que hacer algo legal en ese parlamento que, como hemos visto, invocándose peligro o excepción aprueba cualquier cosa. Pero además de esta posible intención estratégica, se observa estas horas un curioso fenómeno en izquierdistas (y también, a su modo, en ciertos, deliciosos, centristas del tipo liberalio), una lucha instintiva, una especie de bloqueo. Por un lado, está su proverbial fascinación por el que protesta, late ahí su grito protestativo, pero también está la vocecilla insidiosa de la coherencia básica por haber estado justificando como episodio mítico emancipador cualquier reunión de quince personas con un mechero y un cántico; pero por otro lado… por otro está el gobierno, el suyo, el de ellos, y aquí se revela una naturaleza más íntima, más real, quizás, que pide porra y pide mano dura. Es visible su bloqueo, cierta lucha interna en esas almas, un forcejeo entre su superficie libertaria y su profundo sentido represor y estatalista, sovietizante… ¿y cómo se resuelve? ¡Se resuelve con Vox! Vomitando en las redes contra Abascal (o Abaskal, puesto que le votan los okupas de Barcelona) y responsabilizando al partido o a su “Cayetanos” de los saqueos (¿acaso no han ido a por los Lacoste?). Con ese elemento un poco expiatorio, ya pueden sacar p’a fuera tó lo que llevan dentro: ¡porrazo y mano dura! Y si hay que dar, ¡se da!

(En los centroliberalios no se da esa lucha, lucha por la que compadecemos amigablemente a algunos izquierdistas que habrán sufrido por ella; en los liberalios manda su afición viciosa, histórica, innata, mamada – y quizás mamatoria – por el orden público).