Ignacio Ruiz Quintano
Que lo que los americanos llaman «El Rancho de Aznar», gran devoto, por cierto, de la poesía de largo aliento, sea, en realidad, la finca toledana de Los Quintos, revela el esfuerzo publicitario del Gobierno por resolver un problema que dura ya cuatro siglos: la mansedumbre pregonada del español para la guerra. «A la guerra me lleva mi necesidad; / si tuviera dineros, no fuera en verdad», cantaba el voluntario para Italia cuando encontró a Don Quijote.
El español, en efecto, sólo sienta plaza a la fuerza, con lo que necesidad de infantería y escasez de tropa constituyen, históricamente, nuestro mal endémico. Geoffrey Parker, que se ha molestado en echar la cuenta, sostiene que el ejército de Flandes estaba integrado por tropas de hasta seis naciones diferentes, desde españoles, los más fieros en el ataque, hasta alemanes, los de mayor confianza en la adversidad, incluida la consabida falta de pago.
A partir de 1620, el método de sentar plaza fue la coacción sobre quienes carecían de trabajo y parecían bien dotados físicamente. La muestra es una noticia recogida por Deleito y Piñuela: «Azotaron aquí en Madrid a una mujer de buena casa, que ayudaba a cierto capitán, su galán, a buscar soldados. Conducía esportilleros con cosas de comer, cerrábalos con arte en una cueva, dejábalos sin comer hasta que sentaban plaza y tomaban paga, y de este modo tenía ya redimidos infinitos.» El propio Parker refiere el caso de la expedición, en 1639, de don Antonio de Oquendo, que debía buscar y destruir la armada holandesa antes de llegar a los Países Bajos, y que sólo se pudo formar embarcando a punta de pistola a «dos mil padres y esposos» de la región de La Coruña. Siete años después, Felipe IV tuvo que ordenar a los corregidores de Madrid que arrojaran violentamente de la Corte a los nobles para que asistieran al ejército de Estremoz, en la línea de Portugal, porque la corona estaba perdiendo a Portugal y no había manera de que nuestros nobles acudiesen a la guerra, por la sencilla razón de que no se sentían capaces de renunciar a las delicias de Madrid, según Ortega, que achacaba el apagón del ardor guerrero al cansancio de mandar en el mundo, al ansia de goces cortesanos, a la existencia alucinada y alucinante de espaldas a toda realidad, a las geniales comediantas, a las tapadas traviesas, al formalismo vital, a la poesía retórica... «Rataplán, rataplán, / los soldados vienen ya; / rataplán, rataplán, / la ra rá, la ra rá; / ya no hay miedo, no hay temor, / lucharemos con valor.» Pero, si los soldados no vienen, ¿qué cantarán los poetas de largo aliento?
Es fama que el actual ministro del ramo, nada más contemplar el campo de maniobras de España, dijo: «El ejército profesional ya no tiene que ver con la “puta mili”». Ante esta declaración, al margen de los significados que el psicoanálisis asigna a los tacos proferidos con boca de piñón, los reservistas sentimos frío en la espina dorsal. Después de todo, nuestros constituyentes, cesaristas antes que liberales, como garantía del ordenamiento constitucional pusieron a los soldados. Pero ¿qué soldados?
Por este trance ya pasó la República, cuando había ocho divisiones y, detrás, sólo una nación taquicárdica. Entonces Azaña, que al parecer es el modelo, tranquilizó al Parlamento diciendo: «Ése es el ejército de ahora, pero el de la guerra consistiría en el desdoblamiento de tales divisiones.» ¿Cómo? «Guardamos en unos ficheros el plan de desdoblamiento.» ¿Con qué jefes? «Se desdoblará todo. Ahí están los ficheros.» ¡Desdoblamiento!
En caso de guerra, el sistema no podía ser más sencillo: ocho divisiones, que harían dieciséis; dieciséis que, desdobladas, harían treinta y dos... Etcétera. La pega está en tiempo de paz, cuando la magia del procedimiento se aplica sólo a la Administración civil: habilitados, asesores, poetas de largo aliento, todo eso. Del apuro de las garitas vamos saliendo con guardas jurados, aunque, como parece precipitado entregarle al Consejo de Administración de Prosegur, un suponer, la garantía del ordenamiento constitucional, los reservistas andamos escamados, pues nos vemos, otra vez, haciendo la tercera imaginaria, que era la que nadie quería ni pagando. Ahí estarán los ficheros.
«Azotaron aquí en Madrid a una mujer de buena casa, que ayudaba a cierto capitán, su galán, a buscar soldados. Conducía esportilleros con cosas de comer, cerrábalos con arte en una cueva, dejábalos sin comer hasta que sentaban plaza y tomaban paga, y de este modo tenía ya redimidos infinitos.»