Ignacio Ruiz Quintano
El viejo Sócrates era lo que en nuevo periodismo llaman un «referente», y de los «emblemáticos», además. Pero al viejo Sócrates lo mató la democracia. «No me hablen de ese ateo para quien sólo hay un Dios único», decían de él sus contemporáneos, los demócratas.
Los demócratas de entonces, que sólo aspiraban al poder, acostumbraban sacrificar sus opiniones a sus carreras públicas, pero el viejo Sócrates, que sólo aspiraba al saber, escogió sacrificar su carrera pública a su opinión, y, en vez de defenderse, se burló de sus tres jueces: un político demócrata, un poeta claro y un retórico oscuro, es decir, tres sacamuelas. Con arreglo a lo menos que debe esperarse de un Estado de Derecho, ni qué decir tiene que el viejo Sócrates podía retractarse y salir del pleito tan pimpante, pero la única excusa que tuvo a bien ofrecer fue la de no saber expresarse en oración compuesta, convenientemente adornada de palabra y frases. Él, según su propia declaración, era un tábano, y pasar por tábano conllevaba entonces las mismas consecuencias fatales que hoy conlleva pasar por anarquista. «Soy un tábano enviado por Dios al Estado, y difícil será encontrar otro como yo», fueron sus palabras.
Excitar y hacer brincar es, en efecto, la función utilitaria de un tábano cuando pica. Por ejemplo, una de las preocupaciones constantes del viejo Sócrates fue el problema de nombrar hombres competentes para los puestos de mando: en la política, decía, ningún hombre honrado puede vivir mucho tiempo, y únicamente con esto ya se explica la hostilidad que se ganó aquel hombre que, en cualquier caso, si damos crédito a sus contemporáneos, era más feo que todos los silenos del drama satírico. Como dice Bertrand Russell, si el viejo Sócrates practicó la dialéctica del modo descrito en la «Apología», todos los tontos de Atenas se unirían contra él. Y la cicuta fue la venganza contra la mayéutica.
Se la tomó encantado de la vida, pensando que en el otro mundo nadie le impediría hacer preguntas, puesto que sería inmortal. «A mí me toca la mejor parte», decía para consuelo de los presentes, pero los presentes, como es natural, debían de estar todos con la cabeza en otra parte, cavilando el mejor modo de aprovechar la ocasión para ganarse a la posteridad con una de esas ampulosas redacciones que se conocen como necrológicas. Cómo debió de ser la cosa para que el viejo Sócrates, en semejante trance, tuviera que recordarles la obligación de sacrificar un gallo a Esculapio, el dios de la medicina que, al fin y al cabo, lo había curado de la enfermedad de la vida.
El más tonto de los discípulos del viejo Sócrates era Critón, al que nuestro Clarín, en feliz ocurrencia, situó en un cuento andando detrás de un gallo, grande y blanco como una ninfa de Rubens, que trepaba la alambrada para escapársele y le decía: «¿No comprendes que tu maestro hablaba en parábolas? ¿Que eso de sacrificar un gallo no era más que un modo pintoresco de hablar?» Pero Critón, que, como tenemos dicho, era tonto, pasó de razones y alcanzó al gallo de una pedrada. El gallo, al morir, exclamó: «¡Quiquiriquí! Cúmplase el destino. Hágase en mí la voluntad de los imbéciles.»
Diógenes el Cínico no tuvo, el hombre, ocasión de leer la historia de Clarín, pero, habiendo definido Platón al hombre como un animal de dos patas y sin plumas, lanzó entre su auditorio un gallo pelado —en «robe de chambre», para entendernos—, gritando: «¡He ahí al hombre de Platón!»
Y éstas son las «sinergias» socráticas que a uno, español, se le vienen a la cabeza con la literatura sobre la desaparición de Katharine Graham en América y de Indro Montanelli en Italia, justo cuando en nuestras universidades bullen o hierven —calidades, por cierto, del garbanzo— los cursos estivales sobre ese seno redondo, como de tórtola ahíta, del periodismo nacional: demasiado flaco para dominico, para trapense demasiado lascivo, hablador de más para jesuita, y para benedictino, demasiado ignorante. Después de todo, en el origen de las universidades estaba la demanda de más maestros y de más predicadores para el careo con las herejías que desbordaban las escuelas catedralicias.
Katharine Graham, con Ben Bradlee, su director
Ese seno redondo, como de tórtola ahíta, del periodismo nacional: demasiado flaco para dominico, para trapense demasiado lascivo, hablador de más para jesuita, y para benedictino, demasiado ignorante