Ignacio Ruiz Quintano
Gracias a John K. Galbraith conocemos la idea, profundamente retrógrada, que John F. Kennedy tenía de las señoras. Para Kennedy, el asunto no tenía vuelta de hoja: las señoras carecían de talento político por naturaleza,
y quien pensara lo contrario, que diera nombres de señoras que
hubieran triunfado sin discusión en la política. Galbraith aportó el de Eleanor Roosevelt, pero Kennedy, que estuvo de acuerdo, pidió otro. Galbraith propuso el de Isabel I de Inglaterra. Kennedy se rió desdeñosamente y dijo: «Ahora sólo te queda una: Maggie Smith.»
La
señora Smith era una senadora del Estado de Maine a la que Kennedy
detestaba. En cuanto a la señora Roosevelt, Galbraith no recuerda que se
la llamara «la primera dama», término que, por otro lado, juzga
ofensivo. Recuerda, eso sí, su rostro firme, con la belleza, dice, de la
evidente inteligencia. Tenía
su columna de prensa, que se titulaba «Mi día», y, como toda
inteligencia superior, algo más importante: «Una lengua como un látigo.» De Jacqueline Kennedy
destaca Galbraith su belleza, que atraía y retenía la mirada, y su
manera de saludar al encontrarse con uno, cálida, y con una voz tan
queda que «tenía el mismo efecto que un abrazo físico». Nunca hablaba de
política, y, sin embargo, su tarea consistía en observar a las
personas de que tenía que depender el presidente. Por ejemplo, el
general Lyman L. Lemnitzer, que presidía la Junta de Jefes de
Estado Mayor. Lo llamaban Lem y tenía un impresionante aspecto
castrense, aunque poco dado a las honduras mentales. He aquí el
juicioso y severo análisis que Jackie hizo un día del apuesto general: «Jack lo tuvo bien considerado hasta la mañana del sábado que vino a la Casa Blanca con una chaqueta deportiva.» Ella, dice Galbraith, siempre había visto que era el uniforme lo que aguantaba a Lem.
Vienen estas historias a cuento de una declaración radiofónica de Ana Botella que, reducida a titular periodístico, dice: «El País Vasco es parte de España y es obligación de mi marido que continúe así.»
Cuesta
recordar algo parecido —Galbraith, al menos, no lo registra— en boca de
la señora Roosevelt ante el asunto de Pearl Harbor, y tampoco en boca
de la señora Kennedy ante el asunto de Bahía de Cochinos. Claro que el
periodismo se limita a reducir una idea a un titular, sólo que la idea,
en esta ocasión, trasciende la tipografía y termina por reducir la
política a una dimensión doméstica, coloquial y refrescante que a lo
mejor estaba haciendo falta. En la playa, tiramos el Touchard y sintonizamos la radio.
La cuestión, tal como está planteada, es que hay maridos y maridos. Hay maridos linternas, dice Quevedo, muy compuestos, muy lucidos, muy bravos, que vistos de noche a oscuras parecen estrellas, y llegados de cerca son candelilla.
Desde luego, no es éste el caso del marido obligado a mantener la
integridad territorial de una nación cuyo teatro clásico, por cierto, se
caracteriza por un rebosamiento de maridos indignados. El marido del ejemplo ni siquiera ha hecho la mili, como se desprende de su inclinación a saludar militarmente sin gorra.
Ahora bien, ¿cómo piensa cumplir con su obligación ese marido, solo o en compañía de otros?
Una
vez que hemos descendido a los tranquilos términos del lenguaje
coloquial, ésa es la pregunta que nos hacemos quienes hemos hecho la
mili leyendo en el cuerpo de guardia las crónicas de Richard Ford
sobre el invariable carácter de las guerras de España, que no son las
del Renacimiento, cuando los generales se citaban en el campo de
batalla, contaban las tropas de ambos bandos y decidían, por mayoría
democrática, cuál de los dos tenía más razón.
A todo esto, nadie
sabe cuántos españoles se toman en serio el término «autodeterminación»,
que, siempre rodeado de una vaga neblina emocional, carece de
significado preciso, entre otras cosas porque la única persona que nos
ha invitado a contemplarlo con cierto rigor intelectual ha sido otra
señora, Lucía Etxeberría,
que lo hizo cuando, con el título de escritora que más vende en España,
declaró públicamente: «Fuera me consideran buenísima, aquí soy una
mierda.» Mas del «aquí» no nos libera la autodeterminación, sino la
astronomía.
General Lyman L. Lemnitzer