Ignacio Ruiz Quintano
Lo más interesante que uno haya leído en el periodismo sobre el mundo de la silicona era el reportaje de Tom Wolfe sobre Bob Noyce, un palurdo de Grinnell, Iowa, cuya providencial ingeniatura condujo al formidable proceso de transformación del valle de Santa Clara en el Silicon Valley. «Un triunfo de los palurdos», comentó el administrador de la Nasa cuando Armstrong pisó la Luna.
La explicación que el propio Noyce ofrecía de su prodigioso dominio de la ingeniería era la necesidad: «Cuando en un pueblo pequeño se te estropea algo, no te quedas esperando una pieza nueva que tarda en llegar. La fabrica uno mismo.» Y en 1948 Grinnell era un pueblo tan pequeño que, según Tom Wolfe, todavía conservaba el olor a desinfectante del protestantismo decimonónico. No se vendía alcohol y los vecinos corrían las cortinas al paso de un forastero. Por cierto, Gary Cooper era el ex alumno más célebre de la universidad de Grinnell.
Después de su incontrastable habilidad técnica, lo que más contribuyó a que Bob Noyce se alzase como el padre del valle del silicio fue que producía lo que los psicólogos llaman el «efecto halo», y las personas con esta característica logran, en efecto, que uno vea un halo encima de sus cabezas. Pero ¿quién se atreve a asegurar si el halo es un producto de la naturaleza o del arte?
Antes de la silicona y del psicoanálisis, fray Giovanni Dominici, en su «Regola del governo di cura familiare», ya aconsejaba a los padres tener buenas imitaciones en las casas por la influencia moral que ejercen sobre los hijos: cuadros sobre la matanza de los Inocentes —«para que se hagan temerosos ante brazos y hombres armados»— para los niños, y para las niñas, para favorecer una identificación con la virginidad, muñecos del Niño Jesús. En fin, que todo el mundo parece convenir en que los individuos con halo no necesitan otra cosa: proyectan su halo y consiguen lo que quieren.
Aquí, donde más lucen los halos es en la política, por hablar de la primera industria española. El de Alfonso Guerra llegó a parecemos enorme, pues una vez, convencido, el hombre, de que el fresón de Lepe podía tener tanta demanda como el silicio de Santa Clara, proyectó su halo y vio que Andalucía sería la California europea. Ahora, como un cocuyo, nos luce el de Celia Villalobos, que también tiene su alcance: cuando lo proyecta, sus efectos, al menos para los supersticiosos, son comparables con los del Itzcuintli, un perro de origen prehispánico, lampiño y caliente, que absorbe las enfermedades de sus amos en esta vida, y en la otra, según la antigua cosmogonía mexicana, los ayuda a cruzar el río de los muertos.
Al halo de Villalobos debe mucho esta visión mágica de la ciencia que invita a ver en el científico a un oráculo, a un brujo o a un «deus ex machina». ¿Cómo llamar, si no, al forense que, precisamente en Andalucía, ha tenido la ocurrencia de confundir un muñeco de silicona con un feto de nueve semanas y media?
¡Silicona! Frente al laboratorio septentrional, interesado en ella únicamente para investigarla, el titirimundi meridional, que la trata con mimo de nodriza en pos del alma. Nuestro forense necesitó de las pruebas del ADN para salir de su error, por lo que las autoridades sanitarias, atendiendo, sin duda, a los deberes del Estado en relación con su tradición científica, han decidido investigar, no la capacitación profesional del forense, sino la procedencia del muñeco.
¿De dónde venía? ¿De dónde había recibido la Inspiración de la caridad? ¿De dónde había salido con aquellos cabellos de oro? ¿De los libros de ciencia? ¿De los laboratorios de química? ¿De los anfiteatros de anatomía, en los que se negaba cobardemente el alma? ¿De las gélidas escuelas de filosofía, que convertían a Jesús en un precursor de Robespierre? Son las preguntas que ya se hacía Rufino, el bachiller trasmontano de Eça de Queirós, al entrever en el azul al Ángel del Socorro batiendo sus alas de satén. Rufino había osado interrogar al ángel, humillándose, la rodilla en tierra. Y el Ángel del Socorro, apuntando al espacio divino, le había susurrado: «Vengo del Allende.»
La explicación que el propio Noyce ofrecía de su prodigioso dominio de la ingeniería era la necesidad: «Cuando en un pueblo pequeño se te estropea algo, no te quedas esperando una pieza nueva que tarda en llegar. La fabrica uno mismo.» Y en 1948 Grinnell era un pueblo tan pequeño que, según Tom Wolfe, todavía conservaba el olor a desinfectante del protestantismo decimonónico. No se vendía alcohol y los vecinos corrían las cortinas al paso de un forastero. Por cierto, Gary Cooper era el ex alumno más célebre de la universidad de Grinnell.
Después de su incontrastable habilidad técnica, lo que más contribuyó a que Bob Noyce se alzase como el padre del valle del silicio fue que producía lo que los psicólogos llaman el «efecto halo», y las personas con esta característica logran, en efecto, que uno vea un halo encima de sus cabezas. Pero ¿quién se atreve a asegurar si el halo es un producto de la naturaleza o del arte?
Antes de la silicona y del psicoanálisis, fray Giovanni Dominici, en su «Regola del governo di cura familiare», ya aconsejaba a los padres tener buenas imitaciones en las casas por la influencia moral que ejercen sobre los hijos: cuadros sobre la matanza de los Inocentes —«para que se hagan temerosos ante brazos y hombres armados»— para los niños, y para las niñas, para favorecer una identificación con la virginidad, muñecos del Niño Jesús. En fin, que todo el mundo parece convenir en que los individuos con halo no necesitan otra cosa: proyectan su halo y consiguen lo que quieren.
Aquí, donde más lucen los halos es en la política, por hablar de la primera industria española. El de Alfonso Guerra llegó a parecemos enorme, pues una vez, convencido, el hombre, de que el fresón de Lepe podía tener tanta demanda como el silicio de Santa Clara, proyectó su halo y vio que Andalucía sería la California europea. Ahora, como un cocuyo, nos luce el de Celia Villalobos, que también tiene su alcance: cuando lo proyecta, sus efectos, al menos para los supersticiosos, son comparables con los del Itzcuintli, un perro de origen prehispánico, lampiño y caliente, que absorbe las enfermedades de sus amos en esta vida, y en la otra, según la antigua cosmogonía mexicana, los ayuda a cruzar el río de los muertos.
Al halo de Villalobos debe mucho esta visión mágica de la ciencia que invita a ver en el científico a un oráculo, a un brujo o a un «deus ex machina». ¿Cómo llamar, si no, al forense que, precisamente en Andalucía, ha tenido la ocurrencia de confundir un muñeco de silicona con un feto de nueve semanas y media?
¡Silicona! Frente al laboratorio septentrional, interesado en ella únicamente para investigarla, el titirimundi meridional, que la trata con mimo de nodriza en pos del alma. Nuestro forense necesitó de las pruebas del ADN para salir de su error, por lo que las autoridades sanitarias, atendiendo, sin duda, a los deberes del Estado en relación con su tradición científica, han decidido investigar, no la capacitación profesional del forense, sino la procedencia del muñeco.
¿De dónde venía? ¿De dónde había recibido la Inspiración de la caridad? ¿De dónde había salido con aquellos cabellos de oro? ¿De los libros de ciencia? ¿De los laboratorios de química? ¿De los anfiteatros de anatomía, en los que se negaba cobardemente el alma? ¿De las gélidas escuelas de filosofía, que convertían a Jesús en un precursor de Robespierre? Son las preguntas que ya se hacía Rufino, el bachiller trasmontano de Eça de Queirós, al entrever en el azul al Ángel del Socorro batiendo sus alas de satén. Rufino había osado interrogar al ángel, humillándose, la rodilla en tierra. Y el Ángel del Socorro, apuntando al espacio divino, le había susurrado: «Vengo del Allende.»
Bob Noyce
Ahora, como un cocuyo, nos luce el halo de Celia Villalobos: cuando lo proyecta, sus efectos son comparables con los del Itzcuintli,
perro de origen prehispánico, lampiño y caliente, que absorbe las
enfermedades de sus amos en esta vida, y en la otra, según la antigua
cosmogonía mexicana, los ayuda a cruzar el río de los muertos