Ignacio Ruiz Quintano
La vida sin cortesía es más amarga que la cuasia y que la retama, como dicen los cisnes de la poesía clara, y la nuestra ha sido siempre una nación de formalistas dispuestos a perderse por la gracia de un gesto, por la destreza de un ademán. Montesquieu, el barón que separaba poderes como parejas cualquier juez de Reno, sentía pelusa de nuestra gracia y de nuestra destreza: «Tienen cortesías —rabiaba— que en Francia se estimarían fuera de lugar, por ejemplo: un capitán nunca le pega a un soldado sin pedirle permiso, y la Inquisición jamás quema a un hereje sin excusarse antes con él.» ¿A qué viene, entonces, tanta conmoción con las reverencias de nuestro canciller al presidente de los Estados Unidos de América?
Es verdad que una vez, en Sicilia, el general Patton abofeteó a un soldado sin su consentimiento, y también que en Indiana han despachado a un tal McVeigh sin presentarle una sola excusa, lo cual, de suyo, puede constituir un hecho estupefaciente para nuestro refinado espíritu formal. En cuanto a las reverencias de nuestro canciller, ¿cómo interpretarlas? Ciertamente, hizo muchas reverencias a todos, y con la mano una ceremonia usada de los que beben en charco, yendo así, quizás, más allá del «toujours la politesse» que prescribe el credo cortés entre potencias. Francamente, pensábamos que estas afectaciones de pastor de villancico, que por venir de quien vienen llamaremos «picuelinas», aumque revelan una línea estilística de alta retórica muscular, sólo las practicaban hoy nuestros literatos, epígonos de aquellos leones obedientes del desierto que merodeaban por el Jordán en tiempos de los anacoretas. Ahora, ¿qué pensarán de nosotros los americanos?
«Basta con estar en España para que se te quiten las ganas de construir castillos en el aire», dijo chismosamente en una carta Madame de Sevigné a Madame de Grignan. Y, sin embargo, por dos cosas, oficialmente, han venido los americanos a España: la primera, por nuestra habilidad para dar a ganar estupendas sumas mordisqueando en la palabreja «hispanoamericanismo»; y la segunda, por nuestra disponibilidad para ayudar a George W. Bush a construirse ese castillo en el aire llamado «escudo antimisiles», el que lo preservó, seguramente, de las cabezadas de nuestro canciller, y que no es sino la versión tecnológica del castillo que los «ricos-homes» solían levantar sobre un risco a cuyo alrededor se agrupaban las casas de sus vasallos, con la ventaja, en el caso de Madrid, de que con ese artilugio igual nos ahorramos la cubierta de la plaza de Las Ventas.
El «rico-home» había mandamiento y poderío sobre todos aquellos que vivían bajo su manto, y, a cambio de protección, exigía, con el reconocimiento de su autoridad, derechos y servicios. Por ese lado, los americanos no pueden tener queja, y sin menoscabo en nuestro orgullo. Al fin y al cabo, todas las imágenes distribuidas por TV evocaban la entrañable escena referida por el conde Keyserling en su análisis espectral de Europa: «Cuando el terrible duque de Alba penetró en Portugal a la cabeza de su ejército, mandó a sus tropas que se detuvieran delante de un puente. Corría por allí un pequeño portugués, de aspecto muy insignificante. Sombrero en mano, se adelantó hacia el duque de Alba y le dio a entender cortesmente que por él no se detuvieran: “Passai, passai, que ñáo vos farei mal.” Ese gesto, realizado sin duda con seriedad y sinceridad, servía para expresar el orgullo del... pequeño.»
Ocurre, decía Ortega, que en cada época predomina un repertorio de formas, y que la vida española, en el fondo, consiste enjugar a ellas. Él se quedó con las ganas de desarrollar un tema intacto: la historia del garbo en España. Otra cosa es que el español, que entiende de estilo en las actitudes, encuentre mayor garbo en el descabezamiento de D. Rodrigo Calderón, que subió sin turbarse las gradas del cadalso, recogiendo el capuz airosamente sobre el hombro, que en las cabezadas de D. Josep Piqué, por cierto, «culé» de toda la vida, razón por la cual el periodismo malintencionado ha aprovechado el episodio para presentar frívolamente a nuestro canciller como el complemento ideal que Florentino Pérez anda buscando para los centros portugueses de Luis Figo.
El terrible duque de Alba penetró en Portugal a la cabeza de su ejército, mandó a sus tropas que se detuvieran delante de un puente. Corría por allí un pequeño portugués, de aspecto muy insignificante. Sombrero en mano, se adelantó hacia el duque de Alba y le dio a entender cortesmente que por él no se detuvieran: “Passai, passai, que ñáo vos farei mal.” Ese gesto, realizado sin duda con seriedad y sinceridad, servía para expresar el orgullo del... pequeño.»