domingo, 8 de noviembre de 2020

Psicología del productor

 

Abc, 27 de Junio de 2001

Ignacio Ruiz Quintano

Los protestantes de la globalización creen que hay otro mundo posible. Allá ellos. Más o menos levantiscos, su exaltación, como la del canguro que se abalanzó sobre Cabrera Infante en Australia, no pasa de ser una enajenación transitoria. Al fin y al cabo, desde Leibniz sabemos que éste es el mejor de todos los mundos posibles, doctrina que Bradley remató con una trincherilla soberbia: «...y en el cual todo es un mal necesario». Y nos ponemos a pensar, por ejemplo, en el dinero.

Pero, bien mirado, los protestantes de la globalización, más que contra el dinero, protestan contra el beneficio. «En el nombre de Dios y del beneficio», encabezaban los mercaderes sus libros de contabilidad, antes del protestantismo y de la crítica. Después de todo, el dinero, cuya belleza, en sus efectos y leyes, era comparada por los emersonianos con la de las rosas, representa la prosa de la vida, y si nadie osa levantar una protesta contra los académicos, que representan la prosa de la muerte, ¿qué sentido tendría hacerlo contra los ricos?

La protesta contra el beneficio debe de tener su fundamento en lo que Bertrand Russell llamaba la psicología del productor. Cien años después de Emerson, era un lugar común que el dinero sólo era útil porque podía cambiarse por mercancías, y, sin embargo, había pocas personas para las que aquello fuera cierto, tanto emocional como racionalmente. A ver, ¿por qué en casi todas las transacciones el vendedor queda más satisfecho que el comprador? Según Russell, la causa psicológica última de nuestra preferencia por el vender sobre el comprar es que preferimos el poder al placer. Esta característica no será universal —Russell, mirándose a medias en el espejo, ponía el ejemplo de los manirrotos que prefieren una vida corta y feliz—, pero es, desde luego, la característica de los individuos prósperos y enérgicos que dan el tono en una época de competencia como la nuestra. Y concluyó: «Es la  psicología del productor lo que determina que los hombres estén más ansiosos por vender que por comprar, y que los gobiernos se den al risible intento de crear un mundo en el que todas las naciones vendan y ninguna nación compre.» En una palabra, la globalización, tal como ya se la veía venir hace nada menos que setenta años.

Algo de esta psicología del productor se ha puesto estos días de manifiesto con ese episodio giménez-caballeresco de la Tizona campeadora: su propietario, que es marqués, saca la espada a la venta por setecientos cincuenta millones, pero el Estado, con el pretexto de la duda razonable sobre su autenticidad, sólo está dispuesto a comprar por cien millones, con lo que el marqués podría  hacer suyo lo que dice el fandango romancista de Ricardo Bada: «¿Qué culpa tuvo el tomate, / que está tranquilo en la mata, / de que venga un tío malaje / y lo meta en una lata?» (Aclara Bada que don Ramón Menéndez Pidal encontró  notable similitud entre este fandango y aquel otro recogido en su «Flor vieja de romances más», y que dice así: «Doña Mencía, Doña Mencía, / Doña Mencía de Calatrava, / ¿qué culpa el pavo tenía / de que vos pelaseis pava?») Quiere decirse que lo que no se entiende es la postura del Estado: si la espada es auténtica, no se admite regateo; y si es falsa, ¿por qué pagar nada?

Claro que, al margen de la psicología del productor, en los  asuntos cidianos los de Burgos no tenemos otro punto de vista que el que, allá por los cincuenta, y por encargo municipal, nos dejó Juan Cristóbal, que se sacó de la manga un Cid que parece un murciélago con las alas desplegadas. «¿Sabes lo que quiero? —preguntó Cristóbal a Cañabate—. Una cabeza poética, como si fuera un verso del poema del Cid. ¿Tú has leído el poema del Cid?» «Yo no», reconoció Cañabate. «Ni yo tampoco. El poema del Cid no lo han leído más que don Marcelino Menéndez y Pelayo, don Ramón Menéndez Pidal, don Alejandro Pidal y ni un solo Menéndez y ni un solo Pidal más. Pero no importa. Su cabeza será como un verso, como su mejor verso.»


Ricardo Bada

«¿Qué culpa tuvo el tomate, / que está tranquilo en la mata, / de que venga un tío malaje / y lo meta en una lata?»