¡Pá la pinga, Liszt!
¡Pá la repinga, Liszt!
Orlando Luis Pardo Lazo
En La Habana más hueca. En la ciudad de los años cero. Me habían expulsado de mi trabajo como Licenciado en Bioquímica, en el Centro de Ingeniería Genética y Biotecnología.
Fue en abril de 1999. Y yo andaba por esa Cuba del renacer de los Castros con la cabeza vacía, dando trastazos, buscando un triste empleo para no tener que exiliarme ni tampoco matarme, que a la postre ha sido más o menos lo mismo.
Gracias al escritor Eduardo Heras León, en el verano del año 2000 por fin conseguí un puestecito más o menos humillante, como promotor cultural en el Centro Provincial del Libro y la Literatura, un antro de desconsuelo en la calle Zanja entre Aramburu y Hospital. Un manicomio, lleno de mujeres-madres que almorzaban a toda hora, pero sin una sola ventana para respirar en aquel clima irrespirable.
En una de esas siniestras “actividades culturales” que tuve que coordinar, a cambio del equivalente de unos 15 dólares mensuales como salario estatal, fui al Gran Teatro de La Habana. Se le haría un homenaje a Jaime Sarusky, si no recuerdo mal. Y allí hablé con una mujer de la alta aristocracia cubana supongo que de los años cuarenta y cincuenta del siglo pasado. Una bruja en toda regla. Ampulosa, arrogante. Especialista en ballet y música clásica, a la vez que renegando de su origen de clase (sin quitarse sus joyas) y muy sumisa al chachán tan chusmo de la Revolución.
En su oficina tampoco me era posible respirar. Los cuadros del Ché y de Alicia Alonso me asfixiaban. También el olor a almuerzo proletario, ese tufo que recorre los mediodías candentes del comunismo cubano, y que son el primer síntoma irreversible de la locura. Estábamos armando el programa cultural de la velada y ella me iba diciendo la música que se emplearía en cada parte del show. En una de ésas, la gran dama obrera mencionó una pieza archifamosa de Liszt. Pero yo ignoraba cómo escribir ese título original (no supe ni siquiera si era una frase en italiano o francés o alemán o… ¡acaso en húngaro!). Y, para colmo, tampoco supe cómo deletrear bien el nombre de Liszt (todavía me cuesta hacerlo, como me pasa también con Nietzsche).
La mujerona me echó una mirada de asco con todo el peso de sus arrugas y joyas. Yo era un insecto. Yo era un burócrata de mierda que no me merecía ni aquel puestecito de mierda que me pagaba el Estado revolucionario. Un ignorante de mierda que ocupa el puesto de alguien con seguramente mejor instrucción. ¡Y así quería organizarle un homenaje de élite, nada menos que en el Gran Teatro de La Habana, al más que renombrado escritor de élite Jaime Sarusky, recientemente Premio Nacional de Literatura (aunque ningún cubano nunca lo haya leído ni ya nunca lo leerá)!
Tenía razón la antigua belleza del ballet batistiano, devenida embajadora cultural del castrismo. Yo era un mierda. Me estaba muriendo. Me habían botado de mi trabajo. Se me dijo que nunca más podría ejercer como profesional en la Isla. Estaba aterrado. No me atreví a denunciar nada, a nadie. Era el año 2000. No pensé que pudiera sobrevivir tanto después. El pánico paraliza.
Aquella lección fue terrible. Nadie te ama. La misma mujerona incapaz de mover un dedo para defenderme, ahora me machacaba mi total estado de estupidez. Entendí que lo mejor es no haber sido nunca cubano. No tener contemporáneos, no habitar en ningún país. Y también entendí que la cultura es sólo otro nombre del odio, de la represión, de la violencia desde el lenguaje contra los individuos.
Sentí que me iba a desmayar.
Mi resistencia contra la verdad fue la más simple y brutal. Le pedí permiso a la mayorala ilustrada y salí al pasillo, como si fuera a ir de urgencia a los bañitos hediondos del Gran Teatro de La Habana. De hecho, fui.
Toda vez allí dentro, me aferré a las cabillas carcelarias de la ventanucas. Pensé: qué feo es el socialismo, qué intolerablemente feo es todo aquí, empezando por mi propia vida, por mi falta de información, por mi desidia, por mis ganas de poner bombas en lugar de homenajes o, mejor, de poner una bomba en el lugar de los homenajes.
Me había convertido ya en un terrorista profesional.
En el baño de los balletómanos había una peste a mierda intolerable. Tal vez era la mierda de otras damas y caballeros burgueses-proletarios como la que me denigró, culos cómplices todos con una cultura descomunal. Y entonces grité, con todas las fuerzas de mi insania hueca, grité: ¡Pá la pinga, Liszt! ¡Pá la repinga, Liszt!
Era el 2000 y mi alarido fue el inicio de todo.
Salí del baño para la pinga. Salí para la pinga del Gran Teatro de La Habana. Todos mis exilios y extremismos, todas mis tentaciones y tristezas, desde Miami hasta Reykjavík, no son más que la continuación de esa fuga, de ese todavía estarme yendo para la mismísima repinga de allí.
Liszt el recontracoñísimo de su madre.