Tarde de Cuvillos
La linde de la peor Feria que se recuerda
José Ramón Márquez
Hoy no fue ni mucho menos el día de Talavante. Con la miel de romero que nos dejó en los labios el otro día con la faena al del Conde de Mayalde, el amo del cartel era el Camaleón de Badajoz, que aún no se han olvidado sus espléndidas maneras en la de la Prensa, y tardarán en olvidarse. La apuesta ganadora era hoy la del extremeño, que ni Juan Bautista ni Roca Rey están en condiciones hoy por hoy de disputarle nada a Talavante en Madrid, pero como tantas veces ocurre la bola no cae en el número que uno seleccionó o, peor aún, cae en la casilla blanca del cero, la banca gana. Primer día de auténtico ambientazo de San Isidro, con Plaza llena y en los carteles los tres que se han dicho más arriba y el ganado del Cuvillo, los famosos cuvis por los que se matan todos los que son algo en esto de los toros, la estirpe de Idílico, el indultado en Barcelona, el señor de las adelfas, muerto en extrañas circunstancias que acaso tienen que ver más con los costes de la manutención del animal que con su salud propiamente dicha.
Bueno… además de los toreros, que venían a hacer lo que Dios les fuese dando a entender, y de los cuvis, que venían a entregar sus vidas, vinieron hoy a Las Ventas seis misteriosos personajes que hicieron el paseo a lomos de unos jamelgos guateados y que a estas alturas aún no nos explicamos qué demonios vinieron a hacer a la Plaza, aparte de practicar una especie de escamoteamientos, entradas y salidas como en las comedias ésas de puertas que se abren y se cierran. Ahí vimos entrar y salir a Alberto Sandoval, a “Puchano”, a Miguel Ángel Muñoz, a Manuel Cid (aquél al que un crítico de los “serios” hizo hermano de Manuel Jesús “El Cid”), a Sergio y Manuel Molina, vestidos de oro, tocados con un castoreño que jamás vio un castor, cabalgando cada uno a su manera sobre los lomos de sus correspondientes pencos, que echaron la tarde entrando y saliendo de la Plaza obedientes a los toques de clarín y de los que aún no sabemos cuál fue su cometido en la corrida. Se dijo por allí que eran picadores.
Lo primero que cuvi nos puso enfrente fue un salinero, que no hacían falta prismáticos para ver que el animal presentaba en el orto algo que no debía estar ahí, y que la ciencia veterinaria nos aclare si es que el bicho llevaba partida tan sensible parte de la anatomía o que simplemente estaba herniado. Sea lo que fuere, el animal se cayó al salir del primer simulacro de vara, con lo que ya estábamos con la mosca detrás de la oreja en cuanto al desarrollo ganadero de la tarde. La cosa no fue a mayores y el salinero Tobillita, número 75, llegó a la muleta de Juan Bautista con la suficiente entereza como para que no se armase la mundial. Juan Bautista da la impresión de que siempre abre cartel, que ya desde que debutó con picadores le persigue la maldición de abrir siempre los carteles. Con Tobillita, que le gustaba la solanera más que a Dámaso González en sus buenos tiempos, se dedicó a practicar el aseo, que en el toreo está reñido con el triunfo y el buen toreo. La base de su tauromaquia se halla en el descarrile y el enganchón. Esos fueron los mimbres con los que comenzó Juan Bautista su obra; luego, para no salirse de lo de todos los días, aplicó el famoso cite con el pico que como sigamos así va a acabar siendo lo canónico, pues apenas se ve otra forma de hacerlo, y junto a esa ventajista y medrosa manera de citar se produjo su resultado más evidente que es el toreo por las afueras con el toro bien despegado de la anatomía del toreador. Con esos mimbres de tan poca altura planteó Juan Bautista su serie cumbre compuesta de seis redondos, en los que se obligaba tan poco al toro, se le dejaba tan a su aire, que lo mismo podían haber sido sesenta y seis o más. Luego, otra serie igual acompañando el viaje del bien educado toro que venía de serie con una lenta velocidad embestidora, de los que no llama la atención ni uno de los que dio porque, realmente, a medida que va pasando la faena se nota bien que el torero no pone nada en esa partida, que todo lo pone el toro, que para eso los cría cuvi así. Con la izquierda no le sale nada y ante la cosa de seguir trapaceando se vuelve a la diestra. Una estocada desprendida y un descabello bastan para acabar con el sardo.
El segundo, a quien se puede denominar sin ánimo de exageración como cabra jabonera, con el número 29, era Tristón, aunque nosotros hubiésemos preferido mejor a Leoncio el león. Éste es para Talavante. Después del simulacro de las varas, Roca Rey se empeña en un quite por chicuelinas del que sale acosado por el animal que le persigue hasta el burladero del 10, que se dice pronto lo de ver al matador de postín y con el capote en la mano huyendo a escape por media Plaza acosado por un Cuvillo.
El toro, a quien algún taxonomista no duda en tildar de chivo, recibe un inicio de faena variado y de poco compromiso rematado con el clásico pase de trinchera. El toro en comportamiento educado y buenista es como la continuación de el del Conde de Mayalde, sin una mala mirada ni una embestida maleducada, pero éste no es el Talavante del otro día, conciso y riguroso, éste es el Talavante de la faena larga y del reinicio, del resteo diríamos. La segunda serie es a menos al carecer de profundidad el planteamiento del matador, luego profundiza en esa línea que le lleva al toreo en paralelo, despegado, de nuevo el ominoso cite con el pico a esa hermanita de la caridad que era Tristón para dar lugar a un trasteo sin emoción y de un cariz extremadamente pueblerino, de fiestas patronales y procesión a la caída de la tarde. Mata de un pinchazo soltando la muleta y de una entera arriba, delanterita.
El tercero, Aguador, número 24, es para Roca Rey. A éste se le puede calificar sin ánimo de exageración como albóndiga o mejor aún almóndiga, que esto lo acepta la RAE. Le recibe con lances de pegolete, que son los que se dan con los pies juntos, y después del inexistente tercio de varas vuelve al pegolete, que se ve que le gusta. Su faena de muleta comienza en los medios dando cuatro pases del Celeste Imperio y un remate con el del desprecio. Luego sigue su trasteo por redondos tomando al toro por las afueras, como hacen todos. Se cree que se luce, sin ver que no pone en Las Ventas otra cosa que vulgaridad, desaprovechando las condiciones sumisas y tontorronas del Aguador y no da un solo pase por detrás, que ésta es la noticia auténtica de esta faena. Acaba con la vida de Aguador, que nada malo ni inconveniente le hizo, con un bajonazo.
Con Relatero, número 110, que cae a la grava en los lances iniciales, vuelve a la palestra Juan Bautista, que plantea su trasteo sobre la base del toreo a la media altura, para evitar que se caiga el animal más de lo que lo hace. La faena se desarrolla con el ruido de fondo del run-run de la protesta contra el toro que todo lo que tiene de blando lo tiene de buena persona deseosa de agradar y que de tan tonto a veces nos trae el recuerdo de lo bien que le iría un campano al cuello con su alegre tolón, tolón. Juan Bautista continúa su faena sin acabar de recibir toda la atención del público, luego hace eso de tirar el estoque de mentira, no se sabe para qué, y después de no haber dado un solo muletazo digno de tal nombre cita a recibir, cobrando una estocada baja.
La salida de Nenito, número 63, no es como para dejar lo que estés haciendo por ponerte a mirarle, pero a la postre fue éste el toro de la tarde. Simplemente porque sacó lo suyo de picante e inteligencia, porque no se sumó a la entrega de los que le precedieron sino que manifestó su corazoncito, su fondo genético que le dispuso, contra toda la selección de su amo, a crecerse en el castigo. Sale Talavante acosado de sus lances de capa en un quite, esta vez hasta la primera raya, y lo mismo le ocurre a Trujillo en banderillas. ¡He aquí el toro para que Talavante refrende lo del otro día!, dice un optimista que no se daba cuenta de que ya había puesto de manifiesto Talavante las nulas ganas que tenía de ir al sitio donde se torea. El animal, al ver que no se le manda, se va haciendo con las riendas de la faena, se va viniendo arriba y ciñéndose y colándose en los muletazos con los que Talavante más que torear se defiende. Talavante se obstina en su mundo fueracacho y el toro es el que realmente está toreando al torero. En un momento dado el toro le trompica y le cala y tras unos momentos de indecisión, el extremeño vuelve a la cara del toro arropado por toda la simpatía del amable público que jalea los muletazos de poca monta con los que sigue sin poder dominar la embestida, el genio y la chispa de Nenito, vencedor a los puntos. Lo mata de bajonazo tirando la muleta. Luego, con la ayuda de la exasperante lentitud de los benhures de la mula acaban dándole una oreja, por darle algo.
El último en salir fue Hoacino, número 31, al que Roca hizo una especie de fantasía capotera que no le salió lo que se dice perfecta. Su inicio de muleta fue con el pase cambiado por detrás, y luego otro y ahí el toro se rompió, muerto en vida, no se sabe cómo, aunque las hipótesis iban encaminadas hacia temas relacionados con la calidad de la heroína.
Luego, a la salida, dice mi amigo Andrés: “Hemos visto la mejor corrida de Cuvillo en años en Madrid”, y eso es verdad si del toro sólo quisiésemos su entrega incondicional a la muleta, pero es que le pedimos muchísimo más.
Bueno… además de los toreros, que venían a hacer lo que Dios les fuese dando a entender, y de los cuvis, que venían a entregar sus vidas, vinieron hoy a Las Ventas seis misteriosos personajes que hicieron el paseo a lomos de unos jamelgos guateados y que a estas alturas aún no nos explicamos qué demonios vinieron a hacer a la Plaza, aparte de practicar una especie de escamoteamientos, entradas y salidas como en las comedias ésas de puertas que se abren y se cierran. Ahí vimos entrar y salir a Alberto Sandoval, a “Puchano”, a Miguel Ángel Muñoz, a Manuel Cid (aquél al que un crítico de los “serios” hizo hermano de Manuel Jesús “El Cid”), a Sergio y Manuel Molina, vestidos de oro, tocados con un castoreño que jamás vio un castor, cabalgando cada uno a su manera sobre los lomos de sus correspondientes pencos, que echaron la tarde entrando y saliendo de la Plaza obedientes a los toques de clarín y de los que aún no sabemos cuál fue su cometido en la corrida. Se dijo por allí que eran picadores.
Lo primero que cuvi nos puso enfrente fue un salinero, que no hacían falta prismáticos para ver que el animal presentaba en el orto algo que no debía estar ahí, y que la ciencia veterinaria nos aclare si es que el bicho llevaba partida tan sensible parte de la anatomía o que simplemente estaba herniado. Sea lo que fuere, el animal se cayó al salir del primer simulacro de vara, con lo que ya estábamos con la mosca detrás de la oreja en cuanto al desarrollo ganadero de la tarde. La cosa no fue a mayores y el salinero Tobillita, número 75, llegó a la muleta de Juan Bautista con la suficiente entereza como para que no se armase la mundial. Juan Bautista da la impresión de que siempre abre cartel, que ya desde que debutó con picadores le persigue la maldición de abrir siempre los carteles. Con Tobillita, que le gustaba la solanera más que a Dámaso González en sus buenos tiempos, se dedicó a practicar el aseo, que en el toreo está reñido con el triunfo y el buen toreo. La base de su tauromaquia se halla en el descarrile y el enganchón. Esos fueron los mimbres con los que comenzó Juan Bautista su obra; luego, para no salirse de lo de todos los días, aplicó el famoso cite con el pico que como sigamos así va a acabar siendo lo canónico, pues apenas se ve otra forma de hacerlo, y junto a esa ventajista y medrosa manera de citar se produjo su resultado más evidente que es el toreo por las afueras con el toro bien despegado de la anatomía del toreador. Con esos mimbres de tan poca altura planteó Juan Bautista su serie cumbre compuesta de seis redondos, en los que se obligaba tan poco al toro, se le dejaba tan a su aire, que lo mismo podían haber sido sesenta y seis o más. Luego, otra serie igual acompañando el viaje del bien educado toro que venía de serie con una lenta velocidad embestidora, de los que no llama la atención ni uno de los que dio porque, realmente, a medida que va pasando la faena se nota bien que el torero no pone nada en esa partida, que todo lo pone el toro, que para eso los cría cuvi así. Con la izquierda no le sale nada y ante la cosa de seguir trapaceando se vuelve a la diestra. Una estocada desprendida y un descabello bastan para acabar con el sardo.
El segundo, a quien se puede denominar sin ánimo de exageración como cabra jabonera, con el número 29, era Tristón, aunque nosotros hubiésemos preferido mejor a Leoncio el león. Éste es para Talavante. Después del simulacro de las varas, Roca Rey se empeña en un quite por chicuelinas del que sale acosado por el animal que le persigue hasta el burladero del 10, que se dice pronto lo de ver al matador de postín y con el capote en la mano huyendo a escape por media Plaza acosado por un Cuvillo.
El toro, a quien algún taxonomista no duda en tildar de chivo, recibe un inicio de faena variado y de poco compromiso rematado con el clásico pase de trinchera. El toro en comportamiento educado y buenista es como la continuación de el del Conde de Mayalde, sin una mala mirada ni una embestida maleducada, pero éste no es el Talavante del otro día, conciso y riguroso, éste es el Talavante de la faena larga y del reinicio, del resteo diríamos. La segunda serie es a menos al carecer de profundidad el planteamiento del matador, luego profundiza en esa línea que le lleva al toreo en paralelo, despegado, de nuevo el ominoso cite con el pico a esa hermanita de la caridad que era Tristón para dar lugar a un trasteo sin emoción y de un cariz extremadamente pueblerino, de fiestas patronales y procesión a la caída de la tarde. Mata de un pinchazo soltando la muleta y de una entera arriba, delanterita.
El tercero, Aguador, número 24, es para Roca Rey. A éste se le puede calificar sin ánimo de exageración como albóndiga o mejor aún almóndiga, que esto lo acepta la RAE. Le recibe con lances de pegolete, que son los que se dan con los pies juntos, y después del inexistente tercio de varas vuelve al pegolete, que se ve que le gusta. Su faena de muleta comienza en los medios dando cuatro pases del Celeste Imperio y un remate con el del desprecio. Luego sigue su trasteo por redondos tomando al toro por las afueras, como hacen todos. Se cree que se luce, sin ver que no pone en Las Ventas otra cosa que vulgaridad, desaprovechando las condiciones sumisas y tontorronas del Aguador y no da un solo pase por detrás, que ésta es la noticia auténtica de esta faena. Acaba con la vida de Aguador, que nada malo ni inconveniente le hizo, con un bajonazo.
Con Relatero, número 110, que cae a la grava en los lances iniciales, vuelve a la palestra Juan Bautista, que plantea su trasteo sobre la base del toreo a la media altura, para evitar que se caiga el animal más de lo que lo hace. La faena se desarrolla con el ruido de fondo del run-run de la protesta contra el toro que todo lo que tiene de blando lo tiene de buena persona deseosa de agradar y que de tan tonto a veces nos trae el recuerdo de lo bien que le iría un campano al cuello con su alegre tolón, tolón. Juan Bautista continúa su faena sin acabar de recibir toda la atención del público, luego hace eso de tirar el estoque de mentira, no se sabe para qué, y después de no haber dado un solo muletazo digno de tal nombre cita a recibir, cobrando una estocada baja.
La salida de Nenito, número 63, no es como para dejar lo que estés haciendo por ponerte a mirarle, pero a la postre fue éste el toro de la tarde. Simplemente porque sacó lo suyo de picante e inteligencia, porque no se sumó a la entrega de los que le precedieron sino que manifestó su corazoncito, su fondo genético que le dispuso, contra toda la selección de su amo, a crecerse en el castigo. Sale Talavante acosado de sus lances de capa en un quite, esta vez hasta la primera raya, y lo mismo le ocurre a Trujillo en banderillas. ¡He aquí el toro para que Talavante refrende lo del otro día!, dice un optimista que no se daba cuenta de que ya había puesto de manifiesto Talavante las nulas ganas que tenía de ir al sitio donde se torea. El animal, al ver que no se le manda, se va haciendo con las riendas de la faena, se va viniendo arriba y ciñéndose y colándose en los muletazos con los que Talavante más que torear se defiende. Talavante se obstina en su mundo fueracacho y el toro es el que realmente está toreando al torero. En un momento dado el toro le trompica y le cala y tras unos momentos de indecisión, el extremeño vuelve a la cara del toro arropado por toda la simpatía del amable público que jalea los muletazos de poca monta con los que sigue sin poder dominar la embestida, el genio y la chispa de Nenito, vencedor a los puntos. Lo mata de bajonazo tirando la muleta. Luego, con la ayuda de la exasperante lentitud de los benhures de la mula acaban dándole una oreja, por darle algo.
El último en salir fue Hoacino, número 31, al que Roca hizo una especie de fantasía capotera que no le salió lo que se dice perfecta. Su inicio de muleta fue con el pase cambiado por detrás, y luego otro y ahí el toro se rompió, muerto en vida, no se sabe cómo, aunque las hipótesis iban encaminadas hacia temas relacionados con la calidad de la heroína.
Luego, a la salida, dice mi amigo Andrés: “Hemos visto la mejor corrida de Cuvillo en años en Madrid”, y eso es verdad si del toro sólo quisiésemos su entrega incondicional a la muleta, pero es que le pedimos muchísimo más.
La Feria de Nautalia es un naufragio