Mercado de Barbate
Mi compadre Joaquín en la primera levantá de éste 2017
Los primeros atunes
Francisco Javier Gómez Izquierdo
Al asunto del comer le están poniendo tanto catedrático, tantas condiciones y tantas trampas que uno ya no sabe si lo que le gusta es bueno o tiene el paladar mal educado.
Reconozco que soy un cateto refractario a la transformación de un gusto acostumbrado a los pucheros, la contundencia de morcillas, chorizos y cecinas o los maravillosos chuletones y como nunca voy a apreciar el sabor del mar cuando un trozo de alga microscópica colocado al bies en un plato tan grande como una paellera reviente -explosione dicen “ellos”- en la boca, pues no me quito 300 euros en esos restaurantes donde ponen estrellas a sus propietarios y donde los comensales no se atreven a decir que salen con hambre. En Cádiz anda en lenguas el más de lo más porque tiene a sus aprendices, 19 pone el periódico, metidos en un piso de aquella manera, pero eso sí, al tío no le quitan lo exquisito.
Las algas no me llaman la atención, pero el atún sí, y la noticia de una partida intoxicada en el principio de la temporada me ha sobresaltado. Aclaran que viene mal congelada del Pacífico y que hay una distribuidora responsable que vende atún rojo sin mentir, pero dando la impresión que es de almadraba. Lo normal entre españoles.
He comido dos veces angulas. Una en el Arzac de San Sebastián en 1980 invitado por un médico sibarita y rico de Salamanca que quería relevarme de telefonista cuando me licenciara en el cuartel de ingenieros de Loyola, a donde había ido a parar ya talludito tras no se cuánta prórrogas. Un intento de soborno en toda regla ante el que sucumbí sin ninguna vergüenza pues era con mucho el “conejo” más espabilado de la Compañía. Así se lo dije al Tecol Ullíbarri. La segunda vez me las dio mi jefe en 1984. Entre mis múltiples oficios y mientras opositaba, ejercí de productor en la lonja del pescado de Burgos, descargando cajas de anchoas de los camiones y cargándolas en las furgonetas de los pescaderos de las plazas. Por Navidad, los cuatro empleados fuimos obsequiados con un puñado de "lombrices blancas", que dijo mi padre, cada uno al que mi hermano le dio el punto exacto que hace divino al bocado.
Nunca he comprado angulas porque me parecen carísimas, porque seguro que me engaña el pescadero y para colmo no me veo capaz de saberlas preparar. Las angulas, como el tenis y el golf, siempre me han parecido cosa de otra clase social que no es la mía. Sí, sí, ya lo sé. Prejuicios.
El atún de almadraba es caro, pero tengo la inmensa suerte que lo puedo comer con toda confianza. En el mercado de Barbate el morrillo ni siquiera llega, la ventresca anda este mayo a 43 euros, el tarantelo a 33 y el plato a 28. Precios prohibitivos, pero con los que uno no tiene más remedio que atreverse dos o tres veces al año para cumplir con las promesas sagradas.
Hoy en la plaza de Córdoba había plato de atún rojo a 19 euros. No lo he comprado porque sé que aunque sólo lo señale en la plancha no voy a encontrar esa grasilla deliciosa que le hace a uno cerrar los ojos como cuando sacábamos el lomo de la orza o apartábamos el cocido de la lumbre en la Demanda.
Como verán, uno está más por las materias primas que por el libro de instrucciones que tiene uno que aprenderse antes de atreverse con 8 gramos de sepia reducida en un dado de miel de abejas bereberes. Y por supuesto, y si puedo, siempre al lado de la mata.